Revista Cultura y Ocio

De perros

Por Calvodemora
El  primer perro que me gustó fue el negro del Led Zeppelin IV, aquel disco antológico donde la cara uno la cerraba Stairway to heaven. En casa, sin embargo, nunca tuve ninguno y, en lo que me conozco, no creo que vaya a tenerlo en el futuro, pero suelo mirarlos con afecto, sin encariñarme de ellos, aceptando que son todo lo bueno que dicen de ellos y probablemente mucho más a lo que no alcanzo, quizá por ese desafecto del que hablo. No sé la causa por la que separé mi camino del de ellos. No entró ninguno en casa en la época en que si entra uno, ya no sale nunca, aunque tengo otra cara y ladre con otro empeño. Me duele el maltrato que a veces veo que se les inflige. No reconozco a mi semejantes cuando apalean un perro o lo abandonan. No reconozco ni siquiera que los perros tengan dueño. Poseemos objetos, los compramos, prestamos, vendemos y hasta rompemos, pero no creo que exista una propiedad sobre un animal. No tengo perro porque temo que no haré bien mi cometido, el que se me adjudica cuando lo recibo. No tendría la paciencia de sacarlo a diario a que proceda con sus evacuaciones o a que olisquee a otros de su especie o se arme de arrojo y le suelte unos ladridos a unos gatos en la plaza. Lo que sé de los perros lo he aprendido en el cine y en las novelas victorianas. Toto, que no era perro, sino perra de nombre Terry, era la mascota de Dorothy en El mago de Oz. Gabriel y Karina, mis cuñados, tienen un cairn casi como el de la película, al que le tengo el cariño de los años. He visto a Dorothy las veces sufiientes detrás de todos los totós con los que me he cruzado y alguna vez me he preguntado si el perro reconocería Over the rainbow si se la cantase. Luego está Argos, el perro de Ulises, al que reconoce cuando regresa, antes de morir. Si yo tuviese un perro le llamaría Toto o Argos, quizá por hacerme pensar en ascendentes nobles de mi chucho doméstico y así pensar que no solo los tengo yo, en mi especie, en la que confío a veces menos que en algunas razas de perros, por cierto. 
Lo que ofende, lo que duele, la ofensa y el dolor juntamente, es que al perro se le aparte, se le desprecie, se olvide la fascinante vocación de amistad que ofrece, la lealtad con la que se conduce, toda la bondad con la que contamos cuando se le pide que esté cerca, si es que hace falta pedirle nada a un perro, ya que todo lo da a la primera, ciegamente, sin otro oficio que el de obedecer (una obediencia que no ha sido en muchas ocasiones discutida con anterioridad) y el de servir. Hoy mismo, en una calle céntrica, de las que bullen en mi pueblo cuando se suelta el bolsillo, he visto a uno a la puerta de una tienda, esperando con absoluta paciencia a que alguien saliese y lo llevase a otro lado, como si el animal careciese de voluntad y tan solo cumpliese la ajena, sin un lamento ni un atisbo de enfado. No se enfadan los perros. Cuando ladran, lo hacen porque al mundo hay que ladrarle, pero no les mueve el odio que nos come a nosotros, no están contaminados al modo en que lo estamos nosotros, quienes decimos que somos sus dueños. Del perro, de su naturaleza, admiro la honestidad, que es la que les hace nobles. El hombre, si honesto, es noble. Entran en el mismo pack esas categorías morales, van juntas, caminan juntas, viven juntas. No sé qué sería del mundo de ser perros. Nos oleríamos más, nos buscaríamos más. No nos olemos, no nos buscamos. 

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