Revista Opinión

De qué hablamos cuando hablamos de yihadismo

Publicado el 19 febrero 2015 por Gsnotaftershave @GSnotaftershave
Un ciudadano francés pasa por delante de una pintada islamófoba en una mezquita en Sant-Etienne, en 2010/ GTRES

Un ciudadano francés pasa por delante de una pintada islamófoba en una mezquita en Sant-Etienne, en 2010/ GTRES

Es la palabra estrella en la prensa internacional: yihadismo. Nuestros líderes políticos nos alertan de que el islamismo radical está presente en Europa, y tienen razón. Cuando nos mienten es al señalar con el dedo, siempre apuntando hacia Oriente Medio y la inmigración, pero sin decir demasiado sobre lo que está pasando en Libia, Egipto o el desierto de Argelia. No hablan de sus cuentas pendientes con el mundo árabe e islámico ni de su responsabilidad en el repunte del terrorismo, simplemente porque el ser humano siempre se resiste a asumir su culpa (especialmente cuando sabe que la tiene). Existe mucha información sobre la llegada del terrorismo islámico y una falta de incidencia respecto a dónde y cómo se forman los yihadistas.

El estallido de las revueltas árabes a finales de 2010 puso en evidencia el apoyo de Occidente a las dictaduras (¡pero si eran dictadores!) de Egipto, Túnez o Libia. Cuatro años después, continúan respaldando a un golpista que se ha convertido en el presidente egipcio, dado que es un fuerte aliado contra el terrorismo yihadista. Por no hablar de Siria, con cuyo presidente han llegado a entenderse -contra todo pronóstico- para luchar contra Estado Islámico, aunque los crímenes de Al Assad contra la población civil continúan. Pero ya han dejado de ocupar portadas. Este apoyo de la vergüenza también es incondicional para el régimen disfrazado de democracia de Marruecos, radicalmente represor con los inmigrantes, los opositores y el pueblo saharaui, y que alberga una de las “fábricas de radicales” que van y vienen de Siria; y para la monarquía de Arabia Saudí, otro nido de yihadistas cuyo régimen, además, aspira a liderar la hegemonía islamista de la corriente suní en todo Oriente Medio y rivaliza por ello con Irán. Otro punto de entendimiento con Occidente.

Por justicia, es necesario hacer una distinción entre los regímenes y la población de estos países. Se nos oculta -o se nos cuenta a propósito de que algo ocurre- la actividad de los movimientos sociales de oposición al régimen, como los que inevitablemente salieron a la luz durante las revueltas árabes (¡Ah! ¿pero había laicos, feministas, socialistas y anarquistas?). Tampoco se ahonda en la resistencia de las mujeres: todos conocemos la lucha de Malala o la campaña “No woman, no drive”, pero la perspectiva informativa nunca es esperanzadora. Por ejemplo, no parece tan relevante que más de la mitad de los universitarios en Arabia Saudí sean mujeres. Al obviar detalles como estos, se da por hecho en numerosas ocasiones que la población de los países islámicos comulga con los terroristas o con sus regímenes conservadores por el hecho de defender ideas tradicionales o porque participa en las elecciones. Se olvidan de mencionar que en muchos países, como Afganistán o Pakistán, un porcentaje elevado de la sociedad es analfabeto, es forzado a votar o engañado y hay numerosas denuncias de fraude en las elecciones. Musulmán, árabe, islamista y yihadista son cuatro palabras con cuatro significados distintos, pero a menudo las utilizamos como sinónimos.

Inconscientemente, en Europa asociamos a la comunidad musulmana como “los otros”, los que vienen de fuera y, a menudo, los que no se integran. Esto ocurre especialmente en España, donde la inmigración musulmana es mucho más reciente que en países como Reino Unido, Francia o Alemania. Sin embargo, en aquellos países con mayor tradición de población musulmana no dejan de crecer los movimientos nacionalistas, el eufemismo del siglo para denominar a los islamófobos (como el Frente Nacional en Francia, el Partido por la Libertad en Holanda o Pegida en Alemania). Esta misma semana, Obama instó a Europa a comprometerse en la integración de todas las culturas, como la musulmana, para evitar extremismos. El presidente estadounidense no sólo estaba reconociendo que los gobiernos europeos no fomentan la integración de las diferentes culturas, les estaba diciendo directamente que tienen la obligación de implicarse en ello. Y, sin ánimo de poner a Obama como ejemplo, el argumento es absolutamente cierto.

Una comunidad tan diferente, musulmana o cualquier otra, jamás podrá integrarse de manera efectiva sin la firme voluntad política y social de que esta integración exista. Igual que “dos no se pelean si uno no quiere”, dos tampoco conviven si uno de ellos o ambos no quieren. Europa, que debería ser un ejemplo democrático para el ejercicio de la libertad individual, no muestra interés en cohesionar socialmente las diferentes culturas que habitan en ella, y no hay una voluntad real de que la población sepa discernir entre árabe, musulmán, islamista y yihadista. Como decía Stuart Mill, “la libertad del individuo acaba donde empieza la de los demás”, y en este continente hay muchas prácticas culturales que son ampliamente rechazadas sin que hagan daño a nadie.


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