Revista En Femenino

… de un escape inoportuno

Por Arusca @contrasypros

A veces pasan cosas que te ponen a prueba como persona, como madre y como ente corpóreo. Hay veces en las que deseas con todo tu alma no ser tú misma, hacer mutis por el foro, ponerte en los zapatos de otro y salir por pies rauda y veloz sin mirar atrás. Son situaciones en las que se te vienen a la cabeza expresiones como “tierra, trágame”, “¿eso no puede hacerlo otro?” o “ése no es mi hijo, soy soltera y sin compromiso. Pasaba por aquí y ya me voy”.

Si te lo cuentan, te ríes mientras por dentro tienes todo cruzado mientras deseas que eso nunca te pase a ti. O quizás creas que quien te lo cuenta está exagerando. Es más, esperas que esas cosas no ocurran y que todo sea una mera invención de tu interlocutor porque la mera posibilidad de que sean ciertas, de que pasen de verdad y, lo que es peor, que puedan pasarte a ti te pone los pelos de punta.

Pues bien, todo lo que a continuación paso a contar ocurrió de verdad. No exagero ni un ápice. No hay ni una triste coma de más. Ojalá pudiera decir que lo he soñado, que ha sido una pesadilla de la que me he despertado. Pero no.

Acababa de empezar julio y estábamos disfrutando de unos días en la playa con la familia del Tripadre. Después de las carreras de rigor, conseguimos vestirnos a tiempo para salir a cenar. Conociendo a mis Trastos, no les puse muy elegantes, pero vamos, iban conjuntados, duchados y sin manchas en la ropa. Quizá desentonaba algún moco, pero vamos, poca cosa, lo normal.

Nos sentamos a comer. Mesa para once más una trona para el Peque. Comen los mayores. Come el Peque. Comen todos. Empiezo a comer yo. A pesar de la hora (más bien tarde), parece que el Peque se entretiene con las cucharas. Yo le dejo e intento mantener una conversación con el Tripadre, quien por escasos minutos deja de ser Tripadre y se convierte en Marido. Disfruto de mi única charla adulta del día. El Peque se pone serio. El Tripadre y yo le miramos. Nos miramos. Volvemos a mirarle. No pasa nada. Sigue intentando comerse la cuchara. Seguimos a lo nuestro.

Estamos rodeados por más mesas familiares. Con más niños. Con más bebés. Bebés en carritos, bebés en tronas, bebés en brazos. Hay bebés que ríen, hay bebés que lloran, hay bebés que duermen. Los miro y doy gracias porque el Peque me da un momento de tranquilidad durante el cual puedo comer en vez de engullir la comida.

De repente, un olor conocido, aunque no por ello agradable, llega a mi nariz. Algún bebé ha hecho caca. Vaya peste, por cierto, qué habrá comido la criatura. Miro al Peque y pienso que él no ha podido ser. Sus horas son después del desayuno y después de la merienda. Él ya ha cenado y, en cuanto terminemos de cenar nosotros, me lo llevo derechito a la cama. Seguro que él no ha sido. Me compadezco de la madre o padre al que le toque el cambio de pañal.

Pasan unos minutos y me levanto a coger la cuchara que el Peque ha tenido a bien tirar al suelo, por el simple placer de verla caer y oírla sonar. Por el rabillo del ojo veo un color en el Peque que no me cuadra. Hoy va de azul y blanco. Estoy por jurar que no había nada marrón en el conjunto. Otra vez ese olor… Entonces se me activa la neurona y se me enciende un chip. En mi interior oigo una voz que me dice “apriétate los machos que vienen curvas”. Miro casi obligada. Me obliga mi parte de buena madre. Porque mi parte de mala madre me dice que salga corriendo, que diga que se me ha olvidado algo en la habitación (el monedero, el móvil, la cordura, ¡lo que sea!) y salga pitando de allí sin mirar atrás.

Me asomo a la espalda del Peque y lo veo. Ahí, en tonos marrones y con una textura ni sólida ni líquida (es lo que tiene estar fuera de casa y haber tenido que darle potitos comprados durante cuatro días) asoma eso que yo no deseaba a ninguna madre. Pienso que, con suerte, sea sólo ese poquito que veo y que, si lo limpio con una toallita, aún pueda llegar a la habitación para hacer el cambio de pañal en la intimidad.

Pero le levanto la camiseta y veo, horrorizada, que la expulsión ha trepado por la espalda, llegando casi a la altura de las axilas. Es lo que tiene apretar sentado en una trona. Si alguna vez he echado de menos mi juventud ha sido en ese preciso instante. Ante tal visión, noto cómo se me escapan años de vida.

Tengo que cambiar al Peque allí mismo. Con eso chorreándole por la espalda no llegamos a la habitación ni de coña. Qué digo habitación, no llego ni al baño. Me doy un nanosegundo para festejar la suerte que tengo. Ni uno más. Aquello exige intervención inmediata. Hago un llamamiento a la neurona de las soluciones infantiles rápidas. Después de tres hijos, ésta no tarda en aparecer.

Pienso qué necesito. Lo primero, sacarle de la trona. Segundo, limpiarle lo que sobresale del pañal, aunque sea en volandas. Tercero, echarle en el carro y correr como alma que lleva el diablo a la habitación. No hay dolor. El olor ya es otra cosa.

Saco las toallitas. Doy gracias porque el paquete está recién abierto y no a punto de terminarse, como es habitual. Lo pongo encima de la mesa. Me remango (aunque llevo manga corta). De repente hace más calor allí… ¿es una ola de calor noctura o soy yo? Da igual. No ha dolor.

Levanto al Peque. Con una mano tengo al niño en volandas. Con la otra saco toallitas y limpio lo que puedo. Desde la otra punta de la mesa, la abuela intuye que algo pasa y viene a auxiliarme. Le doy más toallitas con las que limpia la trona. No quiero ni mirar. He conseguido quitar, más o menos, los residuos de la espalda. Cojo servilletas que pongo en el carrito. Limpio piernas. Siento al niño. Abrocho al niño. Joder, hoy estrenaba modelito. Cojo las toallitas. Doy las buenas noches, hasta mañana, el Peque y su madre se van ya a la cama.

Llego a la habitación. Le quito la ropa como buenamente puedo para no mancharle más los brazos, piernas, cabeza y pelo. La camiseta está para lavarla. O tirarla. El pantalón apenas ha sufrido. Me dispongo a quitarle el pañal. Para mi sorpresa, está sorprendentemente limpio. Normal, no ha cumplido su función y la caca se ha desparramado por la espalda de mi niño. Le meto en la ducha y termino de limpiarle. Pañal nuevo. El pijama y a dormir.

Yo vuelvo al baño. Le doy con jabón a la ropa en un intento de salvarla. Está recién estrenada. Ni una hora le ha durado. Froto y froto. No hay dolor. Cuando termino y vuelvo a la habitación, el Peque duerme ya plácidamente. Me tiro yo también en la cama y pienso: “por favor, que no pase nunca más”.

CONTRAS:

  1. El bloqueo. Es una situación en las que, aun sabiendo qué hay que hacer, te bloqueas porque estás en sitio extraño. No es tu casa. No es tu territorio.

  2. El olor. Si no te bloquea el sitio, te bloquea el olor. Sabes que quizás la gente no te esté mirando y no se hayan enterado de lo que tienes entre manos. Pero sí sabes que el olor les hará mirarte.

  3. Hay que salir por patas. A tu casa, a un baño, donde sea. Hay que limpiar bien al niño.

  4. Situaciones así son las que te recuerdan porqué llevas toallitas o tres mudas en la bolsa del carro.

  5. En contra de lo que pueda parecer, la cosa no termina cambiando y limpiando al niño, hay que lavar y frotar después su ropa. O tirarla a la basura. Eso ya va a gustos.

PROS:

  1. Sobrevivir a una experiencia así te da tablas como madre. Después de esto ya puedes con todo lo que venga. ¿Escapes futuros en la operación retirada del pañal? ¡Ja! Tras lo ocurrido esta noche puedes afrontarlos con los ojos cerrados.

  2. Sientes que has llegado a otro nivel. Esto es como las pantallas de los videojuegos, ¿no? Porque espero que el premio sean vidas extras, para compensar las que acabo de perder, más que nada…

Moraleja: llevad siempre, siempre, siempre, un paquete de toallitas a estrenar y ropa de cambio suficiente, un botecito de colonia y una pastillita de tirar pa’lante. No hay dolor. Mañana será otro día.


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