Revista Cultura y Ocio

Depresión

Publicado el 11 mayo 2016 por Molinos @molinos1282
DepresiónLa depresión no es un pozo negro, ni un manto oscuro que te cubre. Ni siquiera es gris. Ojalá lo fuera. 
La depresión es una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. 
Es una luz que no te deja ver nada. Te ciega, te taladra la cabeza y, en ella, solo puedes andar tambaleándote con los ojos entrecerrados. Lo que de verdad quieres hacer, lo que necesitas, es cerrar los ojos y no ver esa luz. Quieres esconderte, alejarte de ella, que no te alumbre, que no te vea, quieres que te deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. La depresión es un foco en la cara del que no puedes escapar. Te persigue y no hay dónde esconderse. Da igual que te quedes parado o que corras lo más lejos que puedas... la luz no se apaga. 
Es una luz que te traspasa y te obliga a ver, a ser consciente cada minuto de tu sufrimiento, tu desesperación y tu angustia. No te deja descansar nunca. 
Cuando tienes una depresión, tu mejor (ja) momento es por la noche, es la hora del día, justo antes de meterte en la cama, en la que sientes un cierto alivio por haber sobrevivido a otro día que por la mañana al despertarte te parecía insalvable y en el que, además, quieres creer  te queda un día menos de dolor, de sufrimiento. A ese ligero descanso se suma la certeza de que por lo menos, durante unas cuantas horas, 3, 4 con mucha suerte, podrás descansar. La depresión es una maestra de la tortura, te aprieta y te aprieta, pero sabe que te tiene que dejar descansar un poco, hacer que te confíes, que te relajes para hacerte más vulnerable. Por la noche, la luz se apaga, se retira y puedes dormir, hacerte un ovillo, refugiarte en tu propia oscuridad y descansar. Por unas horas podrás fingir que no te duele el alma, la vida, podrás no verte y que los demás no te vean. Oscuridad que acoge, cerrar los ojos, relajarte al fin.  
No te confías... sabes que es una tregua, no el final de la batalla. Pero cada noche confías en no despertarte a las 4 horas aterrorizada. Confías en que esa noche sea distinta, quieres creer que a la mañana siguiente no querrás morirte. Pero nunca hay ese mañana, nunca dura tanto la tregua. Abres los ojos y ves la luz gris, avanzando poco a poco por el suelo de tu cuarto hacia tu cama. Cierras los ojos, te quedas muy quieta, esperando que no te vea, que pase de largo, que te deje descansar... pero no hay escapatoria. 
Vuelve a caer sobre ti, a cegarte y al levantarte, porque te tienes que levantar, a tu alrededor solo hay, otra vez, un inmenso espacio yermo en el que estás sola, un mundo cegador en el que tú no ves nada pero todo el mundo te ve a ti. 
Cuando empiezas a curarte, lo primero que notas es que ya no tienes el ceño fruncido todo el día,  te relajas un poco y empiezas a distinguir siluetas, contornos y sombras. Poco a poco, tan lentamente que siempre tienes miedo de que ese alivio que sientes sea una nueva estratagema de la depresión para que te confíes, la luz se va apagando, pasa de ser fría a ser cálida y todo va recuperando su color y su forma. Puedes ver a los demás... sabías que estaban ahí pero no podías verlos. 
Hace dos años toqué fondo... o eso me creía yo. Poco después descubrí que el fondo estaba mucho más profundo y que la luz llegaba hasta allí con toda su fuerza. 
He querido escribir esto porque no se me olvida, porque no quiero olvidarlo. Escribirlo es, para mí, la mejor manera de fijarlo para siempre. Me siento como si estuviera descolgando todas estas sensaciones de las paredes mi cabeza y guardándolas en cajas perfectamente etiquetadas y ordenadas. No voy a olvidarlo, en mis paredes mentales queda el cerco de esas experiencias y las veré todos los días, pero, a partir de hoy, cuando quiera saber qué era lo que tenía ahí expuesto, podré venir aquí, sacar este post y leerlo. Porque no quiero que se me olvide la luz. 

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