Revista Cine

Derivados del estilo

Publicado el 30 enero 2014 por Jesuscortes
Es fácil hacer volar la imaginación y pensar que la génesis de "Ruggles of Red Gap" estuvo en el viaje que emprendieron por Europa dos escritores, Harry Leon Wilson y Booth Tarkington en 1905.
Con trayectorias vitales y formativas - y se intuye que personalidades - muy diversas, parece sin embargo que se entendieron bien y que sacaron bastante en claro sobre el mundo y una nueva visión sobre su propio país a raíz de ese periplo por el viejo continente, realizado cuando ninguno de los dos era ya precisamente un jovenzuelo maleable.
DERIVADOS DEL ESTILONo debieron quedarse con una impresión muy favorable - ni precisa - de lo que les decían o escuchaban de los estadounidenses allá por donde estuvieron, pero al menos les proporcionó un buen material para "volver a empezar" en París con una obra teatral de éxito, que más tarde DeMille llevó al cine, "The man from home" (1914), ignota por quien esto escribe, pero oficialmente parece que no perdida.
Fueron más sus obras conjuntas, repartidas en veinticinco años de amistad, cuando Tarkington se había convertido en un novelista de enorme prestigio y Wilson apenas en un guionista de films de segunda fila o del final de la primera.
Para los cinéfilos, visto que de la más popular, "Cameo kirby" (John Ford, 1923) no se acuerda nadie, al menos el nombre de Tarkington en solitario será siempre asociado a una película mítica, "The Magnificent Ambersons", inspirada (parcialmente, sólo una de tres partes) en una de sus más descollantes obras.
Ninguno de los dos desde luego contribuyó gran cosa al Americana y, viendo su producción posterior, hay hasta una latente falta de fe en sus compatriotas, tan legítima como quizá realista y producto lógico de la inteligencia, pero al menos Wilson, tal vez empujado por las circunstancias, contempló otra posibilidad como fue la de mirar con ojos de comedia a los mismos asuntos.
Paradójicamente, este vehículo cómico que supone "Ruggles of Red Gap" fue a parar a las manos del cineasta con más confianza en el ser humano de toda la historia del cine, Leo McCarey, que había salido más o menos indemne, entre otras odiseas, de la batalla con los Hermanos Marx que condujo a las capitulaciones de "Duck soup" y de una comedia con la insufrible Mae West.
Si "Ruggles..." fuera una más de sus películas memorables o al menos importantes, tendría escasa trascendencia la fuente y el momento, pero resulta que, con el extraño interludio que supone "The milky way", un año después - que más que a Leo, parece fácil adjudicar al discreto Norman Z. McLeod o a su propio hermano, aún más circunspecto, Ray -, "Ruggles of Red Gap" es el comienzo "de todo" para Leo McCarey, o al menos la revelación de muchas cosas nuevas o manifiestamente mejoradas en su cine y el establecimiento ya para siempre de una vivacidad tan duradera y profunda como no se había percibido en obras anteriores, a veces estimables o incluso excelentes, pero no "totales".
Una clave, tal vez una posibilidad de dialogar con un sentido dado a la obra por Wilson debió alumbrarle, porque no cejará desde ese momento McCarey en tirar del hilo de la resistencia en unos principios interiorizados desde una serie de circunstancias de la vida, pero que terminarán teniendo mucho de "ejemplares" para extraños - nosotros, los espectadores, también - en cuanto se presenten los auténticos dilemas.
La nobleza, quizá.
Alcanzará en ese sentido y en apenas siete años una cima de perfección inaudita con el estreno de "Once upon a honeymoon" barajando esa mezcla en continuidad de situaciones gozosas y desdichadas, absurdas y emocionantes en que sólo las personas importan.
DERIVADOS DEL ESTILO No sé si mejor film que los tres que le preceden ("Make way for tomorrow", "The awful truth" y "Love affair"), pero desde luego aún más arriesgado en tono y circunstancias, la posible estela de influencia de "Once upon a honeymoon" se detiene en seco, antes de ver la luz en realidad, debido a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, que, como le pasó a tantos cineastas americanos, resituará a McCarey en una nueva dirección.
Ya habrá que esperar diez años, a 1952, para encontrar el siguiente "salto mortal" de su carrera, "My son John", todavía más incomprendido que "Once..." y ya abiertamente tomado con una ironía de la que ostensiblemente carece.
Qué fácil parece suponer lo que un cineasta "anti-americano" como entonces se dijo de McCarey pudo haber hecho con la peripecia perfectamente europeizante ideada por Wilson en "Ruggles of Red Gap", por donde desfilan varios de los personajes más brutos, con peor gusto, menos luces y no por ello menos "auténticos" de todo el cine americano.
Pero todo el choque cultural, el drama, la oportunidad en definitiva para ser "tomado en serio" que presentaba el film, queda reducida a la unidad de medida más pequeña (todas lo son) contemplada en su ideario cinematográfico, la mueca.
Un simple gesto donde se traga una vida entera de servicio, una tradición "de siglos" como dice, es todo lo que veremos en el rostro del pobre mayordomo Ruggles (un genial Charles Laughton, nada unido hasta entonces a la comedia salvo, curiosamente, por otro gesto memorable, la pedorreta al jefazo supremo en el episodio de Lubitsch para "If I had a million"), trasunto en ese breve instante de aquel insignificante compañero de juergas nocturnas que tenía otro millonario resacoso, el de "City lights".
Cuanto se proponga desde ese momento por acentuar su rigidez y así protegerse de la vulgaridad de sus nuevos amos, es la empresa con menos posibilidades de éxito imaginable si los acentos los pone Leo McCarey.
El disfrute de una nueva vida, llena de posibilidades nuevas pero también de momentos donde aplicar con orgullo y esmero lo aprendido antes, una vida donde lo que menos importará será demostrar nada, donde la apariencia que regía su conducta de repente se evidencia en postizo hortera en las bocas y las cabezas de sus nuevos vecinos, es lo que recoge con gracia infinita el objetivo de McCarey, capaz desde este mismo momento y ya para siempre de "detener" en cualquier momento la emoción y alargarla sin efectos.
La escena cumbre del film, aquella en que Ruggles recita el discurso de Lincoln en Gettysburgh, es un buen ejemplo, sobre todo por la sublime escena previa, que parte de un desenfocado de su figura, recorre la barra del bar donde se va a escenificar el parlamento, y vuelve sobre sus pasos de nuevo a su mesa, uno de los más maravillosos y más inesperados travelling de la historia del cine.
Tras el recitado, sin los típicos y torpes reencuadres individuales a los presentes (algo sin sentido si no los conocemos uno a uno), llegará esa no menos extraordinaria escena en el futuro restaurante, en que Ruggles se define perfectamente como, al fin, el último de una saga de caballero de caballeros. 

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