Revista Cultura y Ocio

Desobediencia

Por Calvodemora
Desobediencia
Llevo unos cuantos días dejándome crecer la barba. No dejaré que pasten insectos en la crecida montaraz del pelo y me parezca al confiado Walt Whitman, ángel de la guarda del espíritu vírgen del american way of life, pero disfruto muchísimo cada año cuando (por octubre) escondo la crema y las cuchillas y me dedico (mañana tras mañana) a contemplar en el espejo el nervio agreste de la madre natura, que ya nivea en tramos y ofrece el verdadero desgaste del cuerpo. 
Hay algo sobrenatural en el pelo creciendo desde dentro. En las uñas. Son símbolo de algo que ahora no alcanzo a entender. Por eso (tal vez) poseen esa dimensión simbólica. He caído finalmente en la certeza de que el cuerpo no nos pertenece por más que le demos mimos o afectos. El mío hace tiempo que va por libre y sestea cuando le pido vértigos y se multiplica cuando necesito paz. En las muy raras ocasiones en las que ambos vamos a una le miro con arrobo y casi nos entendemos, pero luego me sobreviene un dolor en el costado o me escalan cien lagartijas la espalda y empiezo a sentir un quebranto a mitad del pecho. El cuerpo es un laberinto y sus paredes se agrietan y permiten la metástasis de todos los dolores. Los pequeños y los grandes. Va a ser cierto eso de que uno es pobre hasta que se muere, y no estoy con la vista fija en el colapso financiero ni en los apuntes domésticos de mi cuenta de ahorros. Estamos en una pobreza inlevantable, una que jamás flaquea y te constriñe el alma hasta cuando, en apariencia, todo es júbilo y la alegría esplendorea en el aire.
Con el cuerpo uno debe envalentonarse a veces, decirle quién manda, doblegar su inclinación a lo pedestre, pero hay ocasiones en donde lo que fascina, en lo que se encuentra un placer absoluto, es abandonándose a su voluntad, dejándolo tomar decisiones, contemplando cómo se encabrita, enerva, levanta, constata brutalmente, sin retórica ni protocolos, el pulso animal de la sangre.Y ahí, en ese fiereza mineral y primaria, encontrar la razón perdida de las cosas, el reconocimiento de lo ilegible que tutelamos dentro.

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