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¿Distopía o premonición?: 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981)

Publicado el 21 noviembre 2016 por 39escalones

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Si nos olvidamos de la datación del futuro próximo que John Carpenter y su coguionista Nick Castle imaginaron para esta historia, 1997, nos encontramos ante un panorama para nada descabellado pero bastante desolador: Estados Unidos se ha enzarzado en una guerra a escala mundial con Rusia y China, en la que el componente nuclear supone un peligro para toda la humanidad. La sociedad norteamericana ha visto cómo la criminalidad ha aumentado un cuatrocientos por ciento, y la ciudad de Nueva York se ha convertido en una prisión de máxima seguridad rodeada de un muro custodiado por fuerzas policiales armadas hasta los dientes, dentro de la cual los recluidos se autogestionan en un ambiente sin gobierno, repleto de violencia, donde impera la ley del más fuerte. En este contexto, mientras se dirige a una importante conferencia con sus adversarios en la guerra, el avión del presidente de los Estados Unidos es secuestrado por un grupo terrorista y estrellado en la ciudad de Nueva York. Protegido en su cápsula de seguridad (que ya es protegerse), sobrevive al choque con una cartera que contiene importantes documentos secretos y una cassette con información sobre la fisión nuclear. Sin embargo, tener al presidente del país perdido en una prisión urbana genera una crisis para cuya resolución de recurre a un antiguo y díscolo marine convertido en convicto, y que debe introducirse en la ciudad para rescatar al presidente.

Más allá de los detalles concretos, la elección de un presidente lo bastante tonto para sobrevolar una zona de conflicto y permitir que se secuestre su avión, o la conversión, en cierto modo, de una sociedad de libertades como la americana en una prisión tutelada (por no mencionar el hecho concreto de que un avión choque contra un edificio de Nueva York, o la explícita alusión a un aterrizaje en lo alto de las Torres Gemelas), aunque esta lectura deba mantenerse en el terreno de lo virtual, colocan esta distopía de Carpenter en un futuro ya superado en lo cronológico pero en nada descartable a ciencia cierta. Aparte de lo débil de esta premisa argumental, lo cierto es que el director crea con un material repleto de carencias una interesante cinta de aventuras situada en un marco de lo más atractivo, y supera las evidentes limitaciones presupuestarias y la escasa entidad del guión con algunas notas visuales de interés (además de alguna chapuza en los efectos especiales) y unos personajes solventes interpretados con solvencia.

La película se ve lastrada por un inconveniente fundamental: Carpenter no puede aprovechar los espacios naturales de Nueva York para recrear su fantasía apocalíptica. Encerrado, pues, en su estudio, la trama se sitúa en interiores, en exteriores urbanos reconstruidos en decorados que huyen de cualquier huella reconocible de la ciudad, y en recreaciones, a base de efectos especiales, del perfil de la ciudad y del mar a su alrededor. La forzosa renuncia a la espectacularidad convierte por tanto la película en una cinta de personajes: Plissken (Kurt Russell), héroe a su pesar, no solo debe rescatar al presidente en el tiempo récord de 24 horas (el tiempo que tiene de hacer acto de presencia en su conferencia y de evitar así que sus adversarios se levanten de la mesa), sino que debe hacerlo para sobrevivir: para comprometerle en su misión le han inyectado una dosis letal de una bacteria que hará sus efectos pasado ese tiempo y cuyo antídoto solo le facilitarán a su regreso, de modo que si intenta evadirse o abstraerse de su cometido, morirá. Por otro lado, Hauk (Lee Van Cleef) es un jefe de policía que vulnera la ley sin vacilar, saltándose los derechos de un detenido, para conseguir un fin que él entiende superior,  y para el que se pone en las manos de un delincuente condenado que, precisamente, tenía como destino esa prisión. El presidente (Donald Pleasence) es un pusilánime, un político de perfil bajo, discreto, sin ningún tipo de carisma ni de magnetismo personal, ausente por completo de los valores de valentía, honor y compromiso de, por ejemplo, Harrison Ford en esa mierda llamada Air Force One. Al contrario, Carpenter no deja de retratarlo lloriqueando o en situaciones ridículas, incluido el adorno de llamativas pelucas. Cerebro (Harry Dean Stanton) y Maggie (Adrienne Barbeau), que viven en la prisión teóricamente al servicio del Duque (el músico Isaac Hayes) son tal vez los personajes más interesantes de la película y los más desdibujados: prisioneros que ansían la libertad, él se dedica a fabricar gasolina para congraciarse con el amo del lugar, mientras que está preparando un plano detallado de uno de los puentes minados que separan Nueva York del muro para, eludiendo los explosivos, lograr la fuga; ella, en cambio, es una esclava, una mujer cedida por el Duque a Cerebro para su solaz erótico, y que sin embargo ha llegado a amarlo profundamente. Por último, el Taxista (entrañable Ernest Borgnine) es el secundario carismático, el hombre que siempre aparece para guiar a Plissken en sus primeros pasos por la ciudad de cartón-piedra o para salvarle al bolante de su viejo Checker cuando se presenta una situación complicada.

Emparentada directamente con el cómic, tanto Plissken como el Duque, Cerebro o el Taxista están visualmente caracterizados: Plissken con su parche y su voz ronca; el Duque con su vestimenta abigarrada, su guerrera militar y su sombrero de cazador; Cerebro con su gabardina y su rostro anodino y el Taxista con su gorra amarilla y su camisa cuadriculada (por no hablar de Maggie y su amplio escote). El escenario, la ciudad, es un personaje más. Calles oscuras repletas de ruinas, vehículos oxidados, basura, mobiliario urbano destruido, por las que deambulan pandilleros al servicio del Duque que se mueven como zombis o mutantes a la caza de los intrusos, tal vez una insinuación de canibalismo dada la carestía proteínica del lugar. Obligado por la limitación de medios, todo en la película resulta esquemático pero al tiempo encantador, en una historia plana y previsible que cuenta con un buen puñado de momentos a recuperar: la primera entrevista de Plissken y Hauk, la primera aparición de Borgnine en el teatro de variedades con Plissken entrando por el pasillo, o su irrupción al volante del taxi, la lucha a muerte en el ring entre Plissken y un gigantón, cachiporra en mano, la persecución de las almas en pena en la noche neoyorquina…

Carpenter construye así una película sencilla pero efectiva, heredera de las antiguas producciones de ciencia ficción de serie B, con buenas dosis de acción y violencia (ese arranque final del presidente, por una vez imbuido de energía y osadía), algunas notas de humor y el imprescindible componente de advertencia de lo que puede suponer para el ser humano un futuro incierto si las cosas siguen por los derroteros de nuestra autodestrucción. El guión está lleno de huecos e inconsistencias, pero la mayor parte de ellas las disimula dentro de esas referencias expresas al cómic o bien cubriéndose con el paraguas de la ciencia ficción, bajo el que cabe todo tipo de excusa, pretexto o capricho de la imaginación. Sin embargo, la película no es ajena a su tiempo: 1981, el inicio de la década de Ronald Reagan, augura un país ensimismado en la Guerra Fría, que teme una agresión venida de las estrellas (la famosa Guerra de las Galaxias emprendida con la Unión Soviética y los misiles disparados desde el espacio), que se zambulle en la corrupción (la financiación ilegal por la CIA, con la venta de armas a Irán, para sostener gobiernos antiizquierdistas en América Central y del Sur), que elige a una marioneta como presidente y que empieza a consentir que el capitalismo y sus necesidades, y también sus productos, como el retroceso de derechos, copen la vida pública, laboral, personal y familiar de unos ciudadanos que ya solo saben vivir como otros les dicen que han de vivir.


¿Distopía o premonición?: 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981)

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