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Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno

Publicado el 22 octubre 2012 por 39escalones

Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno

A Otto Preminger le suele costar demasiado perfilar bien sus películas. Su, por otro lado, impresionante filmografía, que atesora media docena de obras maestras y de otras películas imprescindibles (Laura, de 1944 o El hombre del brazo de oro -The man with the golden arm-de 1955, o Anatomía de un asesinato -Anatomy of a murder-, de 1959, por citar solo tres), está repleta de producciones imperfectas, de películas mal rematadas, fallidas. Su incuestionable oficio, su reconocible solvencia, su contrastada solidez como narrador se ven comprometidos no pocas veces por una recurrente entrega a lo excesivo, a recrearse erróneamente en instantes demasiado explotados o excesivamente banales, mientras que en otras ocasiones, situaciones y momentos que requerirían o agradecerían mayor atención y desarrollo quedan aparcados incomprensiblemente -daremos una conveniente muestra de ambas cosas en un próximo artículo-. Río sin retorno (River of no return, 1954)  es un ejemplo de tibieza más que de exceso, en el que Preminger mezcla el musical con el western y el cine de aventuras en una historia tratada con superficialidad que quizá hubiera podido dar mucho más de sí.

La presencia de Marilyn Monroe como Kay Weston, una cantante que trabaja en un campamento del Oeste repleto de pioneros, mineros, tramperos, cazadores, pistoleros, jugadores y demás geografía humana propia del western, condiciona en buena parte el tono y la forma de la película, especialmente en los interludios musicales, en los que la Monroe luce cualidades vocales (al menos a ella no la doblaban cuando cantaba, a diferencia de otras grandes sex-symbols como Rita Hayworth, por ejemplo) y una ajustada anatomía con amplios escotes y piernas embutidas en medias de rejilla, pero también en las escenas de acción, que han legado a la posteridad las célebres secuencias de Marilyn embutida en unos apretados vaqueros empapados, todo un hito en la época que hizo mucho por extender entre la población femenina el uso de esa prenda hasta entonces considerada casi en exclusiva como ropa de trabajo o de población carcelaria. Al poblado llega Matt Calder (Robert Mitchum), un granjero que busca a su hijo Mark (Tommy Rettig), tenido ilegítimamente con una mujer que acaba de morir, y del cual va a hacerse cargo. Por otro lado está Harry Weston (Rory Calhoun), un jugador que acaba de ganar una mina de oro en una partida de cartas, se supone que con trampas, y que quiere salir corriendo a la ciudad más cercana para inscribir la propiedad y empezar a explotar un futuro que augura próspero, incluso dejando tras de sí a Kay, a la que no parece querer demasiado a pesar del amor ciego que ella le profesa. La amenaza de los indios, que atacan la granja de Matt, obliga al terceto a perseguir a Harry no a caballo y campo a través, sino en un accidentado y peligroso viaje en balsa siguiendo el curso del río, un tránsito lleno de incertidumbres y de riesgos, los propios de las aguas embravecidas de un río de montaña de las Rocosas y de los indios sedientos de sangre que intentan acabar con ellos.

La película se deja ver con agrado, constituye un entretenimiento apreciable, sin cautivar pero tampoco sin rechinar. Su indefinición temática y narrativa le impide ir más allá:  los oportunos tributos a la figura de Marilyn, con música o no de por medio, no terminan de encajar bien con el periplo aventurero del trío río abajo, y el puzle emocional establecido a varias bandas -el amor de Kay por un hombre que la ha dejado atrás con falsas promesas de reencuentro, el descubrimiento mutuo de Mark y Matt, que ni siquiera se conocían, y que va de la visión heroica de un hijo hacia su padre al escepticismo y al rechazo cuando descubre que cometió un crimen abyecto tiempo atrás, la naciente atracción de Kay y Matt- no acaba de engranar bien con el marco general en el que transcurre la historia. El conflicto con los indios no es más que un telón de fondo, un pretexto narrativo que introduzca a los personajes en la balsa, al que no se dedica apenas tratamiento ni desarrollo. Lo mismo al fenómeno explorador o a la conquista del Oeste, más allá del tramo inicial o de las razones por las que Harry, un personaje excesivamente arquetípico, plano, ha abandonado a Kay prácticamente a su suerte. Los distintos avatares que sufren los protagonistas en su viaje fluvial están recogidos en una estructura episódica, un cúmulo de sucesos -alguno de ellos violento, ya sea con los indios o ya con los tramperos que pronto le echan el ojo encima a la rubia, otros relacionados con la habilidad de Matt como patrón de la balsa en un curso lleno de peligros y trampas, como los rápidos, las pequeñas cascadas y los remansos engañosos- cuya única justificación en la trama viene del hecho de “retrasar” el más que previsible clímax final, éste sí plenamente situado en las coordenadas del western, y que no es otro que el encuentro final de Matt y Harry con Kay y Mark de testigos, y que servirá, por un lado, para aproximar más aún a la rubia con su nuevo machorro, y por otro para que Mark juzgue a su casi recién descubierto padre de un modo distinto, menos severo, más comprensivo.

La película transita por tres géneros simultáneamente: un drama romántico de corte musical, un western híbrido, y una película de aventuras. En los tres aspectos hay secuencias de gran intensidad y atractivo visual, especialmente en la bajada del río con sus bellezas naturales magníficamente fotografiadas por Joseph LaShelle -y no nos referimos solo a los ajustados ropajes de Marilyn-, tramos majestuosos, muy luminosos, a pesar del inevitable, para la época, empleo de las artificiosas transparencias -y aquí seguro que no nos referimos a Marilyn-, aunque se echa de menos mayor elaboración emocional de los personajes, mayor explotación de sus traumas y dramas internos, algo más de reposo en las situaciones dibujadas y menos prisa por enviar a los personajes río abajo. En este caso, la agilidad narrativa, la ligereza y la velocidad de ritmo que Preminger imprime a la narración la despoja de trascendencia, de importancia en cuanto a los temas que apunta, la convierte en un vehículo estético más que narrativo que se asienta solo como punto de partida en la dupla existente entre la rudeza el hombre que vive en un entorno agreste y la delicadeza de una escultural muchacha ubicada en un espacio amenazante, pero que renuncia a llevar toda la galería de temas que apunta a las últimas consecuencias. Le faltan sombras, oscuridad, más proximidad al infierno, por más que las mojadas curvas de Marilyn inviten a pensar más en el cielo.


Dos de Otto Preminger (I): Río sin retorno

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