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Dos de Otto Preminger (II): El rapto de Bunny Lake

Publicado el 26 octubre 2012 por 39escalones

Dos de Otto Preminger (II): El rapto de Bunny Lake

Tras la pérdida de la inocencia colectiva para el público cinematográfico que supuso la Segunda Guerra Mundial, dos corrientes temáticas vivieron un momentáneo apogeo: el cine negro, que, originado en la década anterior como fusión, estéticamente hablando, del expresionismo alemán y el realismo poético francés y, en lo narrativo, de las novelas pulp y el cine criminal y de gangsters, alcanzaría su eclosión y extendería su ciclo clásico hasta 1959, y el thriller psicológico-psiquiátrico, especialmente como producto del auge que en Hollywood y sus alrededores alcanzó el psicoanálisis y gracias a un puñado de éxitos literarios relacionados con estas cuestiones llevados al cine con cierta repercusión (como Recuerda -Spellbound- de Hitchcock, sin ir más lejos, en 1945). Aunque ambas tendencias se enfriaron con la llegada de los sesenta, en lo que al terror psicológico se refiere, el interés se recuperó con el fenomenal taquillazo que supuso Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), película rodada con equipo de televisión y presupuestada en ochocientos mil dólares que recaudó en salas norteamericanas más de quince millones (de la época). Eso, además de propiciar la carrera de Anthony Perkins dentro del género y su encasillamiento, generó la proliferación de dramas con suspense e intrigas criminales de profunda raíz psicológica, en los que los traumas mal digeridos, los conflictos internos y los problemas mentales eran la base argumental. En esta línea cabe enmarcar El rapto de Bunny Lake (Bunny Lake is missing), película de Otto Preminger filmada en Reino Unido en 1965.

Aunque al principio de la película nada hace sospechar que sus coordenadas van a situarse en semejantes trances. Porque al comienzo del metraje asistismos a una simple mudanza, una pareja de norteamericanos, Steven y Ann Lake (Keir Dullea -el astronauta de 2001: una odisea del espacio de Stanley Kubrick, estrenada en 1968 pero que ya se estaba rodando en Inglaterra por entonces, en 1965- y Carol Lynley), de los que no tardaremos en saber que son hermanos y no matrimonio, que se establecen en Londres a causa del trabajo de él, corresponsal periodístico para un medio de comunicación de su país. Tras haber residido provisionalmente en una mansión prestada, por fin han encontrado casa en la que vivir junto a Bunny, la joven hija de Ann, que, mientras su tío acude a sus primeras citas de trabajo y su madre está al tanto de las tareas de los empleados de la empresa de mudanzas, tiene un primer encuentro con su siniestro casero, Wilson (Noel Coward) y realiza los recados oportunos para poner en marcha el funcionamiento y acondicionamiento de su nuevo hogar, disfruta de su primer día de colegio en un exclusivo y reputado centro londinense. Claro que, todo esto lo suponemos, porque cuando Ann va a recoger a la niña al colegio… No está. No solo no está, sino que nadie parece haberla visto, ni las profesoras ni las responsables del centro, ni las otras madres ni los demás niños, ni siquiera la cocinera que le prometió a Ann tenerla vigilada permanentemente. Parece como si Bunny nunca hubiera ido al colegio. Como si nunca hubiera existido. Como si Bunny no fuera más que una fantasía de Ann… La policía no tarda en personarse en el colegio para investigar la desaparición, pero el inspector Newhouse (Laurence Olivier), oportuno nombre cuando de ayudar a unos recién llegados se trata, no las tiene todas consigo: si al principio centra la investigación en la búsqueda de una niña desaparecida, cuando distintos indicios -desde la inexistencia de una ficha de una alumna en el colegio bajo esa identidad, la falta de abono y tramitación de la matrícula en los libros del registro de la escuela, hasta una conversación entre Steven y una de las maestras en la que éste habla de la mente frágil de Ann y su antigua costumbre de jugar con una amiga imaginaria llamada, casualmente, Bunny- hacen al policía dudar de la estabilidad mental de Ann, y dedicar los esfuerzos de su equipo de policías a la demostración de la existencia de la niña o bien a descartar tal certeza y encaminar la resolución del caso al tratamiento psiquiátrico de la madre. Sin embargo, la complejidad del caso va creciendo, porque Newhouse no encontrará en sus indagaciones motivos para hablar de un secuestro, pero tampoco siquiera para confirmar que Ann tiene una hija, más allá de su propia palabra y de las dudosas y ambiguas respuestas que obtiene de Steven.

El rapto de Bunny Lake resulta al principio una película de lo más sugerente que, sin embargo, desemboca en una enorme decepción. Preminger dibuja un comienzo a mitad de camino entre el cine de costumbres (las tiendas londinenses, la vida de barrio, el entorno escolar, las relaciones vecinales) y la fábula infantil (especialmente con la música de Paul Glass, el tono ligero, amable, despreocupado, la puesta en escena en el colegio…) que pronto va tranformándose, tiñéndose de inquietud y zozobra. Ese aire de cuento infantil, en un luminoso blanco y negro, como en los relatos clásicos, se va trocando en misterio, amenaza y peligro. La música agradable con tintes simpáticos se vuelve siniestra y oscura, y los rincones del colegio, decorados con dibujos o sembrados de los restos de la pequeña troupe de primaria, se convierten en sombras de una atmósfera opresiva, lúgubre. La fotografía de Denys Coop pasa directamente de la inocencia de la luz del día a los claroscuros y las tinieblas de un cuento de terror. La mejor plasmación de esta transformación es la visita que los hermanos hacen a una antigua profesora, ya retirada, que vive en unas estancias privadas situadas en la parte más alta y remota del colegio: una especie de hada buena -o mala, no se sabe- que parece vivir allí encerrada, en un entorno barroco, alimentándose de recuerdos, quizá algo insanos, y que escribe sin parar y escucha en su magnetófono llantos de niños. Su enigmática forma de expresarse, su aire misterioso, los secretos que se adivinan tras su extraño comportamiento, no permiten asegurar si de verdad lo que quiere es ayudar o bien si oculta algo.

En los siguientes minutos, a medida que se incrementa la desesperación de Ann, esta atmósfera tétrica, gótica, se irá acrecentando hasta impregnar los dintintos detalles del argumento, desde la tienda de juguetes donde Ann espera que reparen la muñeca que probaría la existencia de Bunny para la policía hasta la acosadora presencia de Wilson, el poeta maldito que trabaja en televisión y que desde el principio muestra unas intenciones poco honestas con la atractiva Ann, pasando por la mansión en la que tiene lugar la resolución de la trama, especie de casa de muñecas-castillo de la madrastra en la que, en un clímax excesivamente alargado, la solución se pierde en un giro rocambolesco y mal pergeñado.

Este tono fabulístico viene acompañado de una investigación criminal clásica que conduce Newhouse y que transita por una doble vía: la búsqueda de la niña y de su posible secuestrador y, por otro lado, el escepticismo del inspector respecto a la auténtica existencia de la niña. Newhouse intenta recomponer la cadena que lleva a los hermanos Lake desde el barco en que llegaron a Inglaterra hasta la mañana de la desaparición, sin encontrar a nadie que haya visto a la pareja acompañada de una niña… Si bien, finalmente, como en los cuentos, se halla el resquicio que permite explicar todo el asunto y conducir al príncipe azul, esta vez con traje, sombrero de fieltro y gabardina, a la salvación de la heroína… O no.

En cuanto al reparto, Carol Lynley borda el personaje de joven inocente poco a poco erosionada en su equilibrio mental, desquiciada recompuesta en el último momento, y Laurence Olivier, mucho más contenido en sus amaneramientos que en la gran mayoría de las ocasiones, compone con eficiencia y unos toques de sarcasmo e ironía típicamente británicos el retrato canónico de un investigador de Scotland Yard. Keir Dullea carga con la parte más arriesgada, puesto que del profesional competente, eficaz y expeditivo que enseguida organiza su propia labor de investigación y esclarecimiento de lo ocurrido, a veces junto a la policía y otras por delante de ella, ha de convertirse en un ser profundamente inestable. Su ambigüedad es el punto más frágil de la historia, que Preminger termina de encauzar mal en el punto álgido del final, en la resolución de la trama, cuando la verdad sale al descubierto. Preminger alarga sin mucho sentido todo este capítulo, da vueltas sobre sí mismo durante demasiados minutos, vuelve a teñir el gótico entorno de los aires infantiles, en este caso de manera más que risible, sin la agudeza, la naturalidad  y la profunidad que, por ejemplo, consiguió Perkins en Psicosis, hasta dibujarlo casi como una parodia cutre, mientras que a la vista del resultado, muchas de las explicaciones y situaciones descritas por los personajes con anterioridad (cuando Ann y Steven hablan de su pasado familiar) quedan cogidas con pinzas. Pero lo peor de todo es que esta resolución contiene elementos ilógicos, porque, cuando un personaje está amenazado de muerte en una mansión y encuentra una puerta abierta en su carrera por huir de su verdugo, ¿quién escoge subir por la escalera al piso de arriba en lugar de salir a la calle para escapar de su captor?

Entre los personajes secundarios, todos muy eficaces en la habitual línea de los intérpretes británicos, destacan dos, Anna Massey, la futura “heroína” de Frenesí (Frenzy, Alfred Hitchcock, 1972), y el gran Finlay Currie, toda una institución en el cine de aventuras medievales o bíblicas de las cinematografías británica y norteamericana (desde el Quo Vadis? de Mervyn LeRoy al Ivanhoe de Richard Thorpe) con su reconocible figura oronda y sus cabellos y barbas blancos como la leche semidesnatada.

En suma, una obra que va perdiendo fuelle según avanzan sus ciento siete minutos, que empieza enganchando al espectador con un enigma de alta categoría (quizá demasiado alto, ya se sabe que los punto de inicio demasiado prometedores suponen la imposibilidad de mantener el interés y conllevando siempre una bajada de intensidad y una decepción general en su resolución), manteniendo su interés durante todo el nudo narrativo, pero dejando un agridulce sabor de boca en el momento de la resolución. Un defecto muy propio de Preminger, que se reserva un pequeño personaje en la película y también el papel de narrador de este, a pesar de todo, más que estimable cuento infantil que, como todos, tiene mucho más de sórdido que de diversión inocente y pura.


Dos de Otto Preminger (II): El rapto de Bunny Lake

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