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Dos historias

Publicado el 01 marzo 2013 por Angeles

A medias
Una vez conocí a un hombre que vivía a medias. Nunca dejaba que las cosas llegaran a su conclusión natural, sino que las interumpía cuando le parecía conveniente.Nunca se casó, pues a cada novia que tuvo la dejó cuando la relación empezaba a definirse. Del mismo modo, abandonaba a sus amigos cada cierto tiempo y entablaba nuevas amistades con personas diferentes.Cada dos o tres años cambiaba de trabajo,  de coche, de casa y de dentista. -¿Por qué en tu vida todo es temporal? –le pregunté una vez.-Porque no me gustan los finales -me respondió-. Normalmente las cosas que acaban por sí mismas no acaban bien. Es mejor ponerles fin cuando todavía son agradables.
Y no solo interumpía el discurrir de relaciones personales, laborales y sentimentales, sino también, y con más frecuencia,  el de las cosas menos trascendentes. Así que nunca vio una película entera, ni leyó un libro entero; nunca terminaba los platos -¡ni siquiera los postres!- y siempre regresaba de las vacaciones antes de lo previsto.-Pero entonces –le dije un día-, lo dejas todo en lo mejor, en mitad de la diversión.-Lo prefiero así -fue su lacónica respuesta.
Es fácil imaginar cómo terminó todo. Y también es fácil imaginar que a nadie de los que lo conocimos nos sorprendió mucho.
 Un agujero en el jardín
Estábamos los tres en el jardín, de rodillas alrededor  del agujero, mirándolo fijamente.La boca del agujero era minúscula, apenas más grande que la de un hormiguero, pero la tierra estaba  húmeda y blanda, por lo que sería fácil agrandarlo con las manos. Yo quería recuperar mis pertenencias, pero la idea de meter las manos en esa tierra negra y viscosa nos causaba repugnancia. Podría estar llena de gusanos, y la posibilidad de rozarlos siquiera nos asqueaba.En esa indecisión permanecimos hasta que yo, sin pensarlo más, comencé a retirar tierra del borde del agujero. En unos segundos y entre los tres lo agrandamos lo suficiente como para que cupiera una mano. Lo agrandamos más.  Miramos al interior. Se veía el fondo, y allí abajo se distinguían diversos objetos.Tendría que meterme dentro para alcanzarlos.
Ensanchamos el agujero un poco más y, habiendo comprobado que no había insectos, al menos en apariencia, me senté en la tierra, metí las piernas en el agujero y me dejé caer. Uno de mis compañeros se tumbó en el suelo y metió la cabeza y los brazos, para vigilarme y ayudarme a salir después.Cogí mi mochila, pero la mayoría de mis cosas se habían caído. Fui cogiendo todo lo que veía por el suelo y guardándolo en la mochila, deprisa, sin pensar en lo que hacía ni en dónde me encontraba.
Ya fuera del agujero, pusimos todos los objetos en el suelo y los inspeccionamos.Allí estaban mis pertenencias, junto con muchas cosas más, cosas que otras personas debieron de haber dado por perdidas, sin remedio, a lo largo del tiempo. 
Dos historias  

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