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Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

Publicado el 17 abril 2017 por 39escalones

El melodrama criminal de raíz teatral en el que amores, crimen, grandes fortunas, herencias y luchas por el poder constituyen los mayores alicientes argumentales, camino del siempre presente giro sorpresivo final, es todo un subgénero en sí mismo. De gran proliferación en el cine durante los últimos años 50 y primeros 60, en los 70 y 80 saltó a la televisión para convertirse en esos culebrones tremebundos de tramas retorcidísimas a lo largo de miles de capítulos de millonarias audiencias. No obstante, todos los elementos aparecían ya en estas películas de consumo fácil y olvido vertiginoso, pero con algunas virtudes dignas de ser destacadas. Para muestra, dos botones.

Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

Reina del melodrama, Lana Turner (quién si no) protagoniza Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon, 1960). Da vida a Sheila, la segunda esposa del magnate Matthew S. Cabot (Lloyd Nolan), cuyos problemas de salud lo han convertido en un marido déspota, irritable e intransigente, en particular en lo referente a su hermosa mujer. Poco escrupuloso asímismo en cuanto a la dirección de su gran empresa naviera, se hace ayudar de Howard Mason (Richard Basehart), un abogado que también se las trae, que a su vez desea en silencio a la esposa del ricachón, la cual se ha enrollado con David Rivera (Anthony Quinn), el solícito médico y cirujano que atiende a los cuidados de Cabot. Para embrollarlo todo más, la hija de Cabot, Cathy (Sandra Dee), fruto de su anterior matrimonio, se ha enamorado de Blake Richards (John Saxon), pequeño empresario del ramo cuyo negocio los Cabot hundieron en el pasado, pero al que a pesar de todo el millonario ha adjudicado una importante contrata. Y todo esto ocurre bajo la atenta mirada de los empleados del servicio, el chófer (Ray Walston) y el ama de llaves (Anna May Wong).

La trama gira en torno a la conveniente muerte del viejo Cabot, que parece convenir tanto a los amores de Sheila y Rivera como a los intereses amatorios y económicos del abogado Mason, y de la que se verá acusado el inoportuno novio de Cathy, aunque la actitud sospechosa del chófer, demasiado amigo de apostar y de pedir adelantos de su sueldo a su patrona, y del ama de llaves, contribuye a aumentar la confusión del público. El encubrimiento de un crimen, el chantaje y la necesidad de cometer un asesinato para librarse de él van enredando una madeja en la que los personajes empiezan a hundirse y desnaturalizarse, revelar una cara oculta muy distinta a su habitual superficialidad, hasta que al final las piezas encajan y se hace justicia, no legal sino la que más importa a Hollywood, moral. Dirigida con rutinaria efectividad por Gordon, como buen melodrama retratado en Color by De Luxe (del que depende en buena medida la atribución visual de emociones y perfiles a los personajes) posee sus buenas dosis de decorados de cartón piedra, sus interminables secuencias de grandes pasiones sentimentales verbalizadas (que no sentidas, al menos no transmitidas como tales al público), sus gotas de acción y de intriga y su conclusión desorbitada. Entre sus aciertos, la secuencia en la que el personaje de Quinn da el giro definitivo hacia el abismo, de los colores vivos y brillantes que presiden la película en la primera mitad, a su deambular de sombras y su rostro oculto en la oscuridad cuando asciende la escalera de los Cabot en la secuencia crucial. Igualmente, el manejo del suspense en la escena del chantaje. En cuanto a los errores, un final previsible y aparatoso y, especialmente, toda la secuencia en la que el personaje de Turner, que no sabe conducir, se ve obligada a hacer un largo trayecto al volante del cual depende el ocultamiento de una muerte; aunque Gordon maneja bien el suspense que acompaña a la escena, esta se cae por completo cuando pensamos en cómo alguien que no ha tocado un coche en su vida puede realizar ese desplazamiento conduciendo por primera vez, en su estado de agitación, atravesando un paso a nivel con barrera y bajo la oportuna mirada de la policía que pasaba por allí. Pero todo melodrama tiene su aportación de delirio disparatado, y en este título la secuencia en cuestión alcanza cotas de absurdo auténticamente risibles.

Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964) se beneficia de un texto más sólido, a pesar de no ser de origen estrictamente teatral, y de la experiencia y veteranía de Dearden, uno de los directores británicos más importantes y solventes del periodo. También de la presencia del gran Ralph Richardson como el odioso millonario Charles Richmond, ser verdaderamente repugnante que trata con desprecio a todo el mundo, en especial al servicio (compuesto por un mayordomo blanco y dos asistentes negros, a cuyas familias tiene empleadas en sus minas africanas) y a sus perros, tanto es así que el insulto y la descalificación forman parte de su lenguaje cotidiano. Con su sobrino Tony (Sean Connery) la relación no es mucho mejor, ni tampoco con su nueva enfermera, la italiana Maria Marcello (Gina Lollobrigida, en una de sus interpretaciones más estimables), elegida por Tony de acuerdo con un plan secreto que se trae entre manos. Deseoso de vengarse de su tío, que se casó con su madre después de que su padre se suicidara debido a insoportables presiones emocionales (tal vez la infidelidad de hermano y esposa, acrecentada por los problemas empresariales y económicos), en lo que parece un tributo shakespeariano del guion a Hamlet, trama pactar con Maria una relación de interés para conseguir la fortuna del viejo, o al menos parte de ella: si consigue que Maria seduzca a Richmond y la historia termine en matrimonio, su tío cambiará el testamento a su favor en lugar de destinar su fortuna, como pretende, a la beneficencia; ella, en pago por su ayuda para modificar el testamento, le pagará un millón de libras en lugar de las apenas veinte mil que figuran en las actuales últimas voluntades del viejo, y que al ambicioso Tony no le sacan de pobre. Por supuesto, la guapa y el guapo se atraen y convierten su plan económico en un plan de futuro sentimental, lo cual acrecienta sus deseos pecuniarios, su impaciencia y su ansia por que el tío Charles, enfermo incurable del corazón, la diñe a la mayor brevedad posible una vez celebrada la boda y hecho nuevo testamento. Sin embargo, el viejo Charles, que por fin se ha dejado embaucar por Maria y le ha pedido matrimonio durante un crucero por las Baleares, muere en el momento más inoportuno, en pleno viaje de vuelta en el yate, cuando el testamento ya ha sido cambiado pero antes de que hayan vuelto a Londres y hayan podido registrarlo legalmente. Por tanto, Tony y Maria se encuentran en la difícil tesitura de revelar la verdad y que el testamento no tenga validez, u ocultar la muerte de Richmond a la tripulación del yate, fingir que ha regresado vivo a su mansión, y “hacerlo morir” esa misma noche de un ataque al corazón. Decididos a quedarse con todo el dinero, optan por lo segundo, pero algo, por supuesto, tiene que fallar… Y falla. Porque la muerte natural de Charles se destapa como un envenenamiento…

Juego de dobles intenciones, verdades a medias y mentiras completas, la película, dirigida con eficacia por Dearden, descansa en los sucesivos retorcimientos del guion y en la suficiencia de las interpretaciones, en especial un abominable y genial Richardson (que por lo que era en su vida personal da la impresión de que no tuvo que fingir mucho). Igualmente, un Connery que empezaba a dejar de lado su James Bond y una Lollobrigida menos acartonada que de costumbre, no del todo sometida a las necesidades que su belleza imponía a las películas de las que formaba parte. Si bien, como es común al género, el argumento posee sus altas dosis de inverosimilitud al basarse en un plan tan cogido por los pelos, naturalmente, ya que las evoluciones emocionales de los personajes y los imprevistos que sacuden la trama son imposibles de prever con la inteligencia visionaria que permita que todas las piezas encajen, como artefacto dramático detectivesco a lo Agatha Christie, incluido el necesario triunfo final, como casi siempre de carambola, de la justicia, con activa participación de policía y jueces en una dirección errónea que finalmente se ve desmontada, funciona a la perfección, incluso con una lectura simbólica en el apresurado y delirante final, el verdadero culpable arrollado por la vieja silla de ruedas de Charles Richmond y empujado por la larga y dura escalera de piedra mientras en las habitaciones vacías de su antigua mansión suena atronadora la música clásica a la que era tan aficionado.

Películas interesantes en la medida en que se relativiza el contenido y se reconoce la teledirección de sus vertientes emocionales para epatar al espectador por el camino más corto, fácil y simple, proporcionan no obstante entretenimiento estimable, si bien impiden por completo que quede algún poso disponible más allá del momento en que aparece el rótulo de The End.


Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

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