Revista Cultura y Ocio

Economía para la tribu (VI), qué complejo es todo…

Por La Cloaca @nohaycloacas

Publicado por José Javier Vidal

Creo haber leído alguna vez que el cerebro, como cualquier otro órgano del cuerpo, hay que ejercitarlo si no queremos que se atrofie. Algo así como practicar un poco de gimnasia mental para no se nos ponga fofo. Siguiendo ese saludable consejo, me gusta frecuentar gimnasios intelectuales. Uno de mis favoritos es este blog, “La Cloaca”. En mi última sesión de “brain training” leí un interesante artículo sobre los sistemas complejos auto-organizados https://nohaycloacas.wordpress.com/2015/02/17/complejidad-en-la-naturaleza-parte-i. En ese artículo se explicaba que “el comportamiento complejo en la naturaleza refleja una tendencia de los grandes sistemas con muchos componentes a evolucionar a estados `críticos´ que, lejos de ser `equilibrados´, son un punto en el cualquier estímulo podría provocar una avalancha en todo el sistema. ¿Nos suena de algo?”. Claro que suena. Suena al mercado. Y el “punto de avalancha” más reciente, la quiebra de Lehman Brothers en 2008. (Por cierto, aquí dejo este enlace http://www.huffingtonpost.es/2013/09/15/peliculas-lehman-brothers-videos_n_3922243.html para quien quiera acercarse al estallido de la crisis a través del cine).

“Este llamado `estado crítico´ se establece por las interacciones incesantes entre cada uno de los individuos del conjunto; otro concepto para nuestro paladar, la `auto-organización´”, continuaba el artículo. Eso es lo que ocurre con el mercado. Éste se compone de innumerables individuos – personas o empresas – que se relacionan constantemente entre sí de manera espontánea, sin necesidad de que los organice ningún agente externo, es decir, que sus componentes se “auto-organizan”, o, en la jerga de los economistas, se “autoregulan”. Cualquier grupo humano se las arreglará de uno forma u otra para solucionar sus problemas de convivencia, entre ellos los económicos. Otra cuestión es si ese grupo o sociedad considerará los resultados obtenidos como social y éticamente aceptables o no. Entramos de lleno en el mundo de los valores, de las opciones ideológicas. Dejamos atrás la mar calma y la tempestad arrecia…

En las sociedades contemporáneas la institución más importante a la que se encomienda esa tarea de resolver, en un sentido muy amplio, los “problemas de convivencia” es el Estado. En lo que nos interesa aquí, la economía, las cuestiones de relevancia social a las que tiene que dar respuesta la “mano visible” del Estado son, fundamentalmente, tres: las imperfecciones del mercado que impiden alcanzar la eficiencia; la equidad en la distribución de la renta y la riqueza y la estabilidad o tratamiento de esas “enfermedades” de la economía que son el desempleo, la inflación o las crisis de producción.

Sabemos, lo veíamos muy someramente en el artículo anterior, que el mercado real, no el de los modelos teóricos, es imperfecto, tiene fallos que impiden que el sistema productivo rinda al máximo, que alcance, recordemos, su frontera de posibilidades de producción. Estos fallos son la competencia imperfecta, las externalidades y los bienes públicos.

Un mercado de competencia perfecta es aquél en que hay tantos productores y consumidores que ninguno de ellos puede influir en los precios o en las cantidades producidas en dicho mercado, el producto intercambiado es homogéneo – trigo o aceite de un determinado tipo y calidad, por ejemplo -, la información es completa y gratuita, no hay barreras de entrada ni de salida, la movilidad de bienes y factores es perfecta y no existen costes de transacción. Este es el modelo, el “ideal”. Habrá advertido el lector, por propia experiencia personal, cuán distante está ese modelo de la realidad.

Hay muchísimos agricultores y ganaderos pero tienen que vender su producción a unas cuantas grandes cadenas de distribución que son las que imponen sus condiciones de precio y plazo de pago. Salvo las materias primas y algún producto manufacturado básico, todos los bienes se diferencian en calidad, imagen, diseño, – no son homogéneos – lo que permite un cierto control sobre su precio. La información que tiene un banco o una compañía farmacéutica sobre “su” producto no es la misma que la que recibe y puede comprender el consumidor – asimetría informativa se denomina a esto -. Cualquiera no cuenta con el capital necesario para levantar una planta siderúrgica, pongamos por caso, así que pocos podrán entrar – existe una barrera de entrada – en ese mercado, pero es que, además, una vez hecha la inversión, si vienen mal dadas, será preferible aguantar tirando precios que abandonar a las primeras de cambio todo lo invertido – barrera de salida –. Las magdalenas de un horno de La Coruña pueden ser mucho más baratas que las de cualquier panadería de Almería, pero transportarlas…- la movilidad no es perfecta -. Y, en fin, sencillamente, el tiempo y energía dedicados a buscar la mejor oferta o a negociar un precio o los términos de un contrato son costes de transacción.

El Estado intentará corregir algunos de los fallos anteriores con, por ejemplo, legislación antimonopolio o castigando las prácticas colusivas o restrictivas de la competencia u obligando a publicar prospectos de los medicamentos o folletos informativos con un determinado contenido en el caso de los productos financieros.

Las externalidades son otro fallo del mercado. Recordemos que consisten, lo explicaba en el artículo anterior, en repercusiones, positivas o negativas, de la producción y consumo de un bien que no son incorporadas a su precio o, en otras palabras, no son soportadas ni por los productores ni por los consumidores sino por terceros ajenos a la transacción. Ejemplos de externalidades negativas son la contaminación de cualquier tipo – atmosférica, hídrica, acústica – o la deforestación. Por eso el Estado dicta una normativa medioambiental que limita ciertas actividades o les impone condiciones para poder llevarlas a cabo – control de los residuos de los talleres de vehículos, retirada de electrodomésticos usados, insonorización de discotecas – o intenta que los precios de ciertos productos incorporen todos los costes que provocan a terceros. Esa es la justificación de los impuestos sobre los combustibles, el tabaco, el alcohol o la organización de un mercado de derechos de emisión de gases de efecto invernadero.

El mercado tampoco puede funcionar con los conocidos como bienes públicos. Cuidado con esta expresión que es, pienso, una de las que provoca más errores y confusiones entre los profanos en economía. Para un jurista, y para el público en general, un bien público es un bien perteneciente a la Administración. Puede ser una carretera o un coche de policía. Para un economista, en cambio, un bien público es aquel que, independientemente de su titularidad, tenga estas dos características: Que el consumo que haga una persona de ese bien no impida o reduzca la cantidad disponible de ese bien para otras personas o no rivalidad en el consumo y que sea imposible evitar que quien no pague ese bien no lo consuma o no exclusión. Un ejemplo: El alumbrado público. Una farola alumbrará igual a un solo viandante que a mil o, viéndolo de otra forma, la luz de la que disfrute un viandante no supone que a los demás viandantes les llegue menos luz – les alcanza exactamente la misma – luego no hay rivalidad en su consumo. Y, por otra parte, al día de hoy no existe ningún sistema que pueda impedir el acceso al alumbrado público a quien no haya pagado un precio por él, es decir, no se puede excluir de su uso a nadie. Este tipo de bienes, por su propia naturaleza – no pueden ser objeto de transacción en un mercado -, tienen que ser proporcionados por el poder público y financiados con impuestos.

Aunque, me da la impresión, suelen confundirse, distintos a los bienes públicos son los bienes preferentes. Son éstos, bienes que el mercado puede proporcionar, de hecho los proporciona, pero que una sociedad entiende que, por diversas razones, deben ser universalmente accesibles. La educación o la sanidad son, quizá, los ejemplos más claros. Se puede dejar fuera a quien no pague el colegio o el hospital pero nuestras sociedades consideran que la educación y la atención sanitaria son tan importantes que tienen que llegar a toda la población, tanto a las personas que puedan pagarlos como a las que no. De nuevo es el Estado el único que puede resolver esto.

Pero aun suponiendo, que es mucho suponer, que nos encontrásemos en un mercado perfecto, que alcanzásemos nuestra frontera de posibilidades de producción, no por ello esa sociedad tendría que aceptar los resultados como óptimos. ¿Cómo se reparte, tomada en un sentido amplio, la producción?. En un mercado de competencia perfecta se pueden gastar fortunas en alimento o en peluquería para mascotas mientras que miles de personas no disponen de los recursos necesarios para tener un techo. O, recordemos, dedicar más dinero a implantes de silicona y viagra que a desarrollar tratamientos contra el Alzheimer. ¿Es esto admisible?. Estamos ante un problema axiológico, de valores, en la vertiente no “científica” sino filosófica de la economía. La equidad o la distribución que una sociedad considera justa de sus recursos entre sus miembros compete a esa misma sociedad a través de sus instituciones representativas, es decir, el Estado y se hace mediante políticas redistributivas que incluyen desde una fiscalidad progresiva – paga proporcionalmente más quien más tiene – hasta ayudas a los individuos o familias con menos recursos en forma de becas, sanidad gratuita, seguros de desempleo, etc.

Sabemos que la economía de mercado – y la que no también, ahí está la historia de los siete años de vacas gordas y los siete de vacas flacas – tiene sus buenas y malas rachas. Los economistas las llaman “ciclos”. Y los gobiernos, sobre todo desde la Gran Depresión de 1929 y las aportaciones teóricas de Keynes, han intentado atenuar en la medida de lo posible esos ciclos. En otras palabras, han asumido la estabilidad de la economía como una de sus responsabilidades. Los niveles de producción inadecuados, el desempleo y la inflación son las enfermedades de la economía que los Estados tratan con unas medicinas que son las políticas fiscal, monetaria, de rentas y de balanza de pagos.

En los próximos artículos seguiremos viendo más conceptos técnicos y alguna que otra “ley económica” de cumplimiento inexorable, pero, sobre todo, iremos descubriendo que lo que sospechábamos de la economía es cierto: Que, aun limitadas por ciertas restricciones impuestas por la realidad, las sociedades continúan teniendo el margen, y la responsabilidad, de elegir con criterios éticos la respuesta a las preguntas de Qué, Cómo y Para Quién.


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