Revista Opinión

Ecos de los años treinta

Publicado el 08 marzo 2016 por Polikracia @polikracia

Las raíces de la historia del viejo continente son tan retorcidas, y su savia tan fresca, que se da la circunstancia de que a veces, siendo un mero espectador, uno puede creer advertir en la actualidad política ciertas reminiscencias de otros tiempos. «La historia, vasta en volúmenes, no tiene más que una página», escribió Byron; más allá del impacto abrumador de la imagen, la cita envuelve poéticamente una verdad que tiñe de angustia la historia de la humanidad: su tendencia insana a recaer en los mismos ciclos erráticos. Parecería que la historia deja de ser una lección para devenir no más que una inquietante advertencia, y en esa línea han apuntado últimamente varios comentadores de la vida política europea, atisbando en la actual flaqueza del proyecto común y en el auge de la ultraderecha un espejo a una de las etapas más negras del siglo pasado. Lo que a mí me gustaría hacer es ir más allá de estas acotaciones tímidas, no queriendo escandalizar con verborrea invertebrada, sino haciendo un ejercicio intelectual que pueda poner en comparativa el marco histórico actual con el de entonces, para que a partir de ahí cada cual saque sus conclusiones.

La primera aseveración comparativa versa sobre la crisis política: Europa, casi cien años después, vuelve a encontrarse en un punto de inflexión dramático. El proyecto colosal de la Unión Europea, símbolo de hermandad, progreso y adalid de la homogeneización democrática, me parece equiparable a la esperanza que generó en los años veinte el supuesto espíritu wilsoniano del Tratado de Versalles. El presidente Wilson, verdadera autoridad moral entre representantes de una Europa postabsolutista, nadaba contracorriente en 1919 para paliar el resentimiento de sus tres grandes socios (Orlando, Clemenceau y Lloyd George) y aunar esfuerzos en un pacto que trajese a Europa «el fin de todas las guerras», comprendiendo que la oportunidad se prestaba como nunca antes a la refundación del viejo continente bajo los principios democráticos y de autodeterminación de las naciones. Pero su esfuerzo no bastaría para aplacar el agrio pragmatismo de sus aliados, mucho más preocupados por anular al gigante alemán, cobrar reparaciones y descargar sobre él toda la culpa histórica con despropósitos como el artículo 231 (unos agravios excesivos que más tarde, como ya sabemos, germinarían el auge del nazismo). Las supuestas intenciones progresistas del Tratado (junto con la creación de la estéril Sociedad de Naciones) se materializaron en bien poco, frustrando las esperanzas de muchos; de hecho, podría decirse que en los años treinta ya nada quedaba de aquel Tratado, salvo su drástico reordenamiento de fronteras, que de todos modos acabaron reflejando poco respeto por el derecho a la autodeterminación (con casos como el de Austria, Checoslovaquia o la sonora elusión de cualquier referencia a los derechos de los pueblos colonizados). En definitiva, Wilson soñó una Europa cuyos habitantes necesitarían pasar una segunda guerra antes de ser capaces de concebirla.

Del mismo modo que entonces, hoy la UE también se tiñe del desencanto de los sueños políticos frustrados. Poco queda de aquel orgulloso paneuropeísmo que insufló de energía el continente hacia finales de siglo, aupado socialmente hacia la construcción de un mercado común que pronto mutaría en un ambicioso proyecto político. Pero hoy ya no nos extraña esta sensación de desfallecimiento, derivada de la crisis institucional de una Unión que acusa un severo déficit democrático que nuestros líderes no han sabido compensar, herederos de políticos valientes, como Delors, cuya altura de miras no han podido igualar. Lo dicho: el pragmatismo venció de nuevo al idealismo wilsoniano en la construcción de la paz, y ya pocos ven reflejados sus anhelos de progreso en la máquina burocrática de la lejana Bruselas. La conexión Zweig: un europeísta cuyas amargas reflexiones de postguerra encontraron consuelo en la creación de la Comunidad Económica Europea, pero cuyas esperanzas podrían volver a ser traicionadas. EL reflejo político de tal desengaño es el ascenso en las elecciones europeas de 2014 de los llamados euroescépticos: la derecha adelantada por la derecha con un discurso agresivo de reafirmación nacional, con estandartes como el UKIP, el Front National o el PxL (partidos cuyas ideologías, relegadas a las cloacas desde 1945, intentan ahora desvincularse del pseudofascismo que las alumbró).

El segundo denominador común más visible es otra crisis, la económica: como lo hiciera en aquel entonces la crisis compendiada de deuda, desempleo e hiperinflación (que castigó sobre todo a Alemania, Austria y sus socios subyugados tras perder la guerra), en el presente la crisis financiera ha provocado que se repita en el continente la estampa del rencor: europeos que imponen el pago de deudas a otros europeos. Lo que ayer eran las reparaciones de guerra, hoy son las deudas que con mano de hierro recauda la Europa de la austeridad a través de la fachada ya resquebrajada de la UE. El drama de la Alemania humillada es hoy el drama de la Grecia del rescate. Y, de nuevo, la formación de ejes enfrentados, esta vez norte-sur, tensando la cuerda de la convivencia. Tras la Primera Guerra Mundial fue la voz de Keynes la que alertó de las desastrosas consecuencias de las medidas económicas postbélicas y de tan severo castigo a los vencidos; tal vez el mediático Varoufakis haya tenido el mismo espíritu, demostrando por qué las imposiciones de la unión económica carecen de legitimación sin una previa unión política, aunque sus formas seguramente no hayan sido las más acertadas.

El tercer factor que reverbera en los aledaños de la historia es el de la crisis territorial, y más concretamente las reivindicaciones de soberanía. En los años posteriores a la guerra, el reordenamiento territorial provocó masivas migraciones forzadas y trágicos esfuerzos orientados a la homogeneización étnica; además, los errores de Versalles llevaron a Italia y Alemania a acunar fuertes movimientos irredentistas, que culminarían con la conquista por parte de Hitler de los territorios reivindicados como germanos (antesala de la Segunda Guerra Mundial). Se dio la necesidad de afianzar la identidad nacional en una Europa rota por la guerra; y es curioso ver cómo a día de hoy, a raíz de un proceso territorial inverso (de progresiva centralización e integración en la Unión), se ha generado en muchos países una respuesta que también apela a la soberanía territorial: por si Schengen no estuviese ya suficientemente cuestionado por los recelos de países como el Reino Unido, la crisis de refugiados ha desbordado las tensiones entre muchos otros socios europeos, ofreciendo un perfecto enemigo común a líderes políticos naufragados. Los valores fundamentales de la Unión se han puesto en entredicho ante tan tamaño reto. Dos ejemplos muy ilustrativos: por un lado, la retórica de un supuesto socialdemócrata que, con un discurso de rechazo a todo refugiado musulmán, parece haber conseguido revalidar su gobierno en Eslovaquia; por otro, el estoicismo de Merkel, queriendo unificar a sus socios en la preservación de los principios solidarios de la Unión, y que podría ver cuestionado su liderazgo si la mentalidad Pegida se impone socialmente a la Wilkommenkultur y la ultraderecha empieza a hacer ruido en elecciones regionales (en las próximas, en Sajonia, se prevé que la AfD pueda llegar a ser la tercera fuerza más votada). Y hay otros ejemplos similares en Dinamarca, Finlandia, Hungría, Suecia, Italia… De nuevo, retos históricos que degeneran en giros hacia la derecha intransigente, aquella que estigmatiza a las minorías étnicas para movilizar a un electorado temeroso.

En definitiva, no es difícil advertir cómo los factores que determinaron los giros políticos de aquellos años oscuros se entrecruzan de manera inquietante con los que determinan nuestro tiempo presente. El espejo de la historia nos devuelve un retrato incómodo, pues el europeo se reconoce demasiado bien en los rostros hastiados de sus abuelos. Por ello no es descabellado intentar encontrar en el pasado las lecciones que nos puedan reorientar para evitar los mismos errores, inspirando a las fuerzas políticas moderadas para plantar cara al desafío de la derecha más irracional. Porque, de no ser posible, el pronóstico puede ser muy desalentador.

Dos tipos de fuerzas políticas han emergido de los lodos de las múltiples aristas de la crisis europea: el populismo de la extrema izquierda y el de la extrema derecha. Pero si bien desde 2013 (y sobre todo 2014) la recuperación económica ha empezado a notarse, las crisis institucional y territorial no han hecho más que agravarse; y es probable que esto se traduzca, como ya parece estar ocurriendo, en un estancamiento del rédito electoral de las nuevas izquierdas que tanto éxito han cosechado en la era de la troika, y un crecimiento exponencial de las nuevas derechas que han sabido nutrirse ideológicamente de estos dos factores que generan a día de hoy más crispación, y que les han permitido posicionarse en un mayor número de países. Igual que cuando cien años atrás tantos europeos quedaron desamparados entre fronteras hostiles, hoy los refugiados de la guerra de Siria son armas políticas de la nueva ultraderecha, una ultraderecha con crecientes expectativas de alcanzar el gobierno en varios países de nuestro entorno; si bien entonces lo que detestaba el fascismo era la ineficiencia del sistema parlamentario, hoy el blanco de las críticas sería la burocracia weberiana de la UE, estigmatizada por minar la soberanía nacional. Si estas predicciones se materializasen, no debería sorprendernos que asistiésemos en las décadas venideras a la desmembración de la Unión y al restablecimiento de la Europa de la confrontación nacionalista. ¿Acaso volveríamos a esos parlamentos polarizados de entreguerras? Recordemos, por ejemplo, la fractura de un Reichstag que, en los años previos al gobierno de Hitler, contaba con dos partidos mayoritarios imposibles de reconciliar: los comunistas y los nacionalsocialistas. En su momento la ultraderecha ganó el pulso, y parece que ahora está ocurriendo lo mismo (con la sola excepción de la poco fructífera política de impacto de Syriza). Una creciente polarización podría acarrear daños severos, provocando en casos extremos que los centristas o bien desaparezcan (como el Pasok griego) o bien se sublimen hacia los extremos (como Fico en Eslovaquia), siendo probablemente el espectro socialdemócrata el más castigado, cediendo la gobernabilidad a partidos extremistas. Y junto a ellos podría transitar también la masa social, mutando sociológicamente a lo largo de los años, hacia embaucadores con discursos de salvación nacional. Lo dicho: escalofriantes parecidos con el tiempo de nuestros abuelos.


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