Revista Cultura y Ocio

Eje 16

Publicado el 28 octubre 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Este es uno de los siete relatos que he recopilado bajo el título Insolación. En común, solo tienen ese mismo sol que los alumbra, a veces, de un modo inclemente, y otras con benevolencia, mediocridad o malicia.

Iré compartiendo algunos de los mismos durante las próximas semanas; al menos, esos dos o tres que no he enviado a concursos durante este 2016. Además, también os traeré una pequeña obra narrativa que quiero recuperar y darle un pequeño espacio en este mismo blog.

Cuando tenga un rato, os explico el por qué. ¡Palabra!


Sol del alba

Javier y Pipo, cuyo apodo nadie sabe de dónde salió, dejaron la estación de metro con una idea forjada a fuego en sus mentes; día tras día, hora tras hora, examen tras examen, el concepto se había enquistado en sus cabezas: aquel día nada, ni nadie, iba a evitar que, si la sangre de sus venas no abandonaba prematuramente su cuerpo, tuviera que pasar unas cuantas veces por un alambique antes de volver a ser introducida limpia en sus respectivos organismos.

Eran jóvenes, eran estudiantes, eran románticos y, por encima de todo, eran total y absolutamente imbéciles. Por eso, aquel día, se disponían a beber en la playa hasta que el cuerpo aguantase y, sin embargo, no llegaron a probar ni una gota de alcohol. Por el contrario, fueron embestidos, arrastrados y lanzados contra el arcén por cruzar por donde no debían; como resultado, el conductor de uno de los camiones de reparto del empresario francés Jacques Lacgarde tuvo un inesperado incidente en el paseo marítimo cuando se disponía a abandonar la ciudad camino a Lyon. Quedó catatónico.

Siete pecados capitales (detalle, El Bosco)

Después, prefirieron no acercarse hasta sus cuerpos y flotaron, todavía en shock, largo tiempo. A media mañana, el hecho de haber preparado todas aquellas chuletas para las convocatorias finales, e incluso haber madrugado un miércoles sin necesidad, parecía estúpido y, entonces, uno de los dos, n’importe qui, advirtió que su existencia no había llegado a su fin. Bueno, estaba claro que ni los servicios de emergencia, ni los curiosos, ni la policía local, podían verles —ni ayudarles—, que los coches podían atravesarles de forma menos abrupta que la primera y última vez, y que el mundo se planteaba en un gris oscuro bastante menos atrayente que los escenarios en RGB, pero…

***

Sol monocromo

—Quizá de la hostia hemos perdido parte de nuestros fotoreceptores —comentó Pipo, recordando las explicaciones del profesor Edmonton sobre conos y bastones.

Javier pensó que su amigo era realmente idiota y probó a suspirar sin éxito.

—OK. Nos atraviesan los coches y nadie nos ve. Esos cadáveres son nuestros. Estamos… muertos. ¿Pero por qué seguimos aquí? ¿O por qué no tenemos compañía?

—Quizá es algo así como el limbo. Como en Pedro Páramo, del mexicano aquel.

—¿El protagonista estaba muerto?

—No quiero saber qué coño has respondido en la tercera pregunta, tío. Si me hubieras hecho caso, sabrías que era la típica conclusión estilo “Bruce Willis” en El sexto sentido.

—Bruce Willis en… ¡Joder, colega! ¡Cállate! —gritó Javier como si el hecho de que le destripasen otra película más tuviese importancia.

—También Nicole Kidman en… —pero, esta vez, Pipo no terminó la frase. Lo de Grace y sus hijos se le asemejó demasiado a su situación actual.

Durante un rato, observaron el atasco que el accidente había provocado. El camión había volcado y ocupaba varios carriles, y ante la imposibilidad de que el resto de vehículos siguiesen hacia delante, la policía decidió cortar la vía, acordonar un amasijo de vísceras y mantener una distancia de seguridad.

Ellos se pasearon sin prisa entre los coches. En un primer momento, rehuyeron esa idea tan morbosa de contemplar tu propio cadáver. Algunos conductores estaban desesperados por llegar al trabajo, otros golpeaban el claxon sin ningún control; también los había más estoicos, tomando café al sol e incluso verdaderos hijos de puta, como un tipo que resultó que conducía con un cadáver en el maletero. Habían desaparecido, y la rutina se sucedía segundo a segundo.

El Bosco (pintura)

También fantasearon con esa idea tan literaria de cosas que puede hacer uno cuando está muerto, e intentaron llevarla a la práctica. No tardaron en encontrarse con una respuesta golpeando donde más duele: eso no iba a suceder, nada de nada. No podían salir de allí, ese atasco era su vida ahora, y las calles que se veían a unos cuantos metros de distancia se habían convertido en una frontera insalvable.

Al llegar a la esquina, parecía que el mundo se doblase sobre sí mismo; al dirigirse hacia la playa, imposible avanzar más allá del horizonte de edificios… Como una pecera o unas cuantas piezas de atrezo diseminadas con meticulosidad: no había nada que pudieran hacer. Así que se sentaron en el centro de todo el meollo y dejaron las horas pasar, sabiendo que, aun sin verlo por ninguna parte, había un reloj que terminaría con ellos antes o después.

Tras diecisiete cambios de semáforo, se percataron de que tampoco se oía nada, excepto sus propias voces. Por un instante, dudaron si esto había sido así desde que la escena se volvió monocroma o había decaído a lo largo del tiempo.

Con el tiempo ocurría algo similar. ¿Qué era el tiempo sin acción ni posibilidad? El semáforo había hecho casi dos decenas de cambios, pero eso podía ser un minuto o una vida entera. Al final, sin decir nada, ambos supieron que un segundo podía ser la eternidad, y notaron como se clavaba un sentimiento de alivio y ambivalencia que les acompañaría hasta el final.

—Si esto es el limbo, ¿dónde están los gusanos que se comen nuestras lágrimas? —preguntó Pipo.

—Eso es el Ante Infierno, subnormal —contestó Javier, más crispado de lo que él mismo habría reconocido.

—Vale. Pues me siguen faltando un porrón de filósofos clásicos.

Javier no dijo nada. Intentó rascarse la barba, nervioso, como solía hacer, y descubrió que esa acción no estaba programada en el particular código fuente de su nuevo hogar; también intentó suspirar de nuevo, sin éxito.

—No parece que vayamos a alimentar a los gusanos con lágrimas, pero se van a poner las botas con lo que queda de nosotros —comentó, finalmente.

Pipo se limitó a asentir. Después formuló la pregunta prohibida:

—Oye, te parecerá una tontería, pero…

Javier miró en su dirección, sin comprender.

—¿Vamos a mirar cómo nos ha dejado el cabrón del camión al atropellarnos?

—Se me ocurren al menos tres buenas razones para no hacerlo…

—Vale, vamos —concluyó el otro.

Mientras se acercaban a los cadáveres, se encontraron con todo tipo de individuos agolpados frente a las vallas. Tipos y tipas aburridos del atasco que parecían querer su propia versión de sangre y vísceras en directo. Más tarde volverían a sus casas y se preguntarían cómo es posible que dos cuerpos amputados y reventados contra el arcén no les impresionasen, culpando a la televisión, al consumo de carne, a los videojuegos o al cine de acción norteamericano. Por suerte, aún eran minoría.

—Hay sangre aquí para llenar una piscina infantil —señaló Javier, indeciso.

—Esa es una de tus piernas… creo —comentó Pipo, señalando con el dedo a unos quince metros. Uno de los miembros había salido despedido hasta la acera y había sido acordonado.

Los rostros se habían conservado parcialmente intactos; los dos imaginaron que debían tener traumatismos como para jubilar a un par de escáneres de resonancia magnética, pero casi era peor llegar a reconocerse en el suelo.

Con respecto al plasma sanguíneo y al cordon bleu resultante admitieron que no les había sorprendido tanto como esperaban. Sin embargo, las caras de descomposición de la policía y alguno de los mirones denotaron que eso de la sensibilidad emocional pasaba a otro nivel cuando te arrastraban cien metros por el arcén de una carretera y te despertabas muerto.

***

Sol desdibujado

Tras noventa y seis cambios de semáforo, el tráfico empezó a fluir. Los servicios de emergencia recogieron sus trozos con ayuda de los bomberos; Pipo pudo escuchar cómo uno de los basureros se quejaba de lo que costaba quitar las manchas de sangre del asfalto, mientras Javier empezaba a plantearse qué sentido tenía todo.

Ninguno de los dos había sido una persona religiosa en vida. Naces, vives, te joden y mueres. Después, no hay nada; como mucho, sirves de abono a las plantas, conviertes tu materia en materia con otra forma; desapareces. Por el contrario, entendía que podía estar equivocado, que el Infierno existiese de verdad, y que aquello fuese algo similar. Eso le jodía por partida doble, ya que siempre había creído que el Infierno eran los demás, al menos tras leer a Sartre, y aquí se unían filosofía, literatura y religión encima.

El Bosco (pintura, 2)

¿Qué significa estar vivo? ¿Hacer cosas? ¿O sentir que el resto ve y opina sobre lo que hacemos? Si existía un dios en ese mundo, debía ser un verdadero malnacido, un demiurgo malvado y cruel que les había unido para que se torturasen entre sí.

Por suerte, Pipo le ayudó a desviar sus pensamientos con la siguiente pregunta:

—¿Te has fijado que ninguno de nosotros sabe lo que significa estar vivo? —comentó.

Javier le miró sin comprender, pero esta vez no intentó rascarse el mentón; tampoco suspirar, porque le había sorprendido positivamente la apreciación.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que no aprovechamos el tiempo?

Pipo negó con la cabeza. Ese gesto sí se había programado en su propio Infierno.

—El tiempo es una invención humana, ¿verdad? Quizá lo perdemos o quizá no, pero se trata de una magnitud física que, al final, tampoco cambia nada.

Ambos se sentaron en el extremo de la calle y anhelaron el sabor de una cerveza fría en botella mientras el sol continuaba desdibujándose en el horizonte.

—Puedes integrar tu vida dentro de un principio y un final, pero eso no la define —interpretó Javier.

Pipo asintió.

—Pero estar vivo es hacer cosas. Moverte. Vivir nuevas experiencias. Aunque mantengas una rutina total, mientras estás realizando esa rutina, puedes estar seguro de que estás vivo.

—No sé. No termino de verlo así. Lo primero está claro: el presente es la eterna ausencia de futuro, aunque siempre se viva mirando hacia adelante; pero lo que define la vida es ser o no ser para el resto. ¿Estamos muertos porque nos ha reventado un camión o porque antes o después dejaremos de estar presentes para el resto del mundo?

—Quizá ambas cosas.

—Quizá.

A posteriori, siguieron discutiendo sobre qué significaba la vida, y si, así como la vida no podía comprender el sentido de la muerte, la muerte tampoco respetaba la esencia de esta. Sobre esto acordaron que les hubiera gustado ser mejores muertos, de aquellos que pueden caminar por el largo y ancho de la tierra y discutir sobre las mayores cuestiones de la humanidad.

Pero para ellos, lo que fue, fue. E incluso aunque les hubiera gustado pasar por los nueve círculos, cual sitcom yanqui donde conocer a Tristán, a Platón o a Cleopatra, imaginaron que, de existir, ya habría demasiados fosos a estas alturas, y que quizá no quedaban ni círculos ni giros para más pecadores.

Cuando todo había vuelto a una tensa normalidad para los vivos, quedaron en silencio por unas horas. Hasta que el tráfico se intensificó por segunda vez tras el rapto. Entonces, uno de ellos dijo:

—Hubiese estado genial ver tumbas en llamas o al Minotauro.

—Bueno, déjate, que acabamos de llegar. A lo mejor aparecen por aquí Dante o el Bosco y nos indican el camino —contesto el otro.

***

Noche

A medida que el semáforo anunció otro cambio, el ciento setenta y nueve tras perder la cuenta por tercera o cuarta vez, la calle se empezó a descongestionar; así, una vez reorganizado el tráfico y limpiado el arcén, los coches volvieron a circular y todo se aceleró de nuevo.

Medían el tiempo a través de la dirección de los vehículos y los cambios de sentido, y el sol ni se ponía ni volvió a salir jamás. Solo se desdibujaba un poco más tras cada cambio de luces.

Los coches circulaban, se detenían, dejaban paso a los peatones y volvían a reanudar la marcha. Tras cientos de miles de cambios, y solo por una vez, repararon en unas siluetas a lo lejos. Pese a la distancia, observaron cómo unas figuras difuminadas lloraban en recuerdo de alguien.

—Antes o después todo termina —dijo Javier.

—Cuando nadie más se acuerda de ti —contestó su compañero.

—Hoy, anochecerá.

Publicado originalmente en jruiz.es

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