Revista Viajes

El abandono

Por Zogoibi @pabloacalvino

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Cuando ascendí al empleo de capitán en el ejército, me destinaron al archivo histórico central. Era un puesto que nadie quería, teniendo la mayoría de mis compañeros de ascenso aún el espíritu guerrero y aspirando, por tanto, a destinos más operativos, con mando efectivo sobre tropas y, a ser posible, con oportunidades de intervención no ya en maniobras, sino en cualquiera de los conflictos reales como fuerzas de la OTAN. A mí me habían asignado el archivo un poco a modo de castigo, por mi espíritu crítico y contestatario, pese a que mis calificaciones, de no haber sufrido una cuantiosa detracción como consecuencia de un expediente disciplinario que me habían abierto, por causas que no hace al caso mencionar, figuraban entre las mejores. Lo que el mando no sabía es que, con dicho castigo, me daba en todo el gusto, y que yo habría solicitado voluntario ese destino aunque hubiera sido el número uno de la promoción.

No obstante, de aquella enorme sala, más bien oscura, abarrotada de estanterías alineadas como soldados en perfecta formación y llenas hasta la última balda de libros y legajos, a mí me interesaba un único documento: se trataba de un grueso diario manuscrito, más bien una biografía, que narraba una buena parte de la vida de un soldado, más tarde llegado a comandante, que yo tenía fundadas razones para creer había sido mi padre. Entre las páginas de ese cuaderno había una única fotografía, en blanco y negro, en la que cuatro soldados sonrientes posaban con descuido, en actitud de franca camaradería, sentados o acodados sobre la grama de un encinar. Por el envés, en una letra barroca que no era la misma con la que estaba escrito el diario, sólo había una fecha: marzo 1936.

Como responsable del archivo, tenía absoluta libertad para consultar aquel documento (y cualquier otro de los que no estaban clasificados) todas cuantas veces me vinieran en gana; y, de hecho, lo leí tres veces con verdadero interés histórico y, huelga decir, personal, cada una de ellas fijándome en detalles que me habían pasado desapercibidos en la anterior, escudriñando fechas, nombres, topónimos y referencias que pudieran ayudarme a averiguar algo más de aquel personaje a quien, por razones que ya se verán, yo atribuía mi paternidad.

El diario comenzaba así:

“Si hay algo que no puedo soportar, es el abandono.

Al cumplir los dieciséis años salí de la casa de mis padres, dejé el pequeño pueblo en el que vivía y me fui de voluntario a la mili. Nunca tuve la intención de abandonar para siempre mi tierra querida, con sus áridos campos, sus pinares y sus robledos, con sus casas y aldeas del mismo color que la tierra, con su centenar de inolvidables aromas y con alguna moza que me había hecho suspirar; pero quise conocer otras tierras y otra gente (aunque más tarde descubrí que la gente era igual en todas partes), escapar durante una larga temporada del abrazo protector de madre y de la ciega rutina campesina de padre, aprender quizá un oficio que no hubiera en el pueblo y, en suma, dar libertad a mis jóvenes energías.

Pero la guerra estalló poco después de haberme incorporado a filas y pasé los siguientes cuatro años luchando en el frente, al que sobreviví ayudado por la Fortuna sin más que unos rasguños y una notable pérdida de audición en el oído izquierdo. No voy a contar los horrores de la guerra, porque ya  muchos otros los han descrito y porque, en el fondo, yo no lo pasé mal. A pesar del peligro, había en el frente un sentido humano de la camaradería, de la amistad y la lealtad, que jamás he vuelto a encontrar en parte alguna.

Al acabar la guerra, nos concedieron un largo permiso que aproveché para regresar a mi pueblo; fue un largo viaje, cambiando varias veces de autobús, haciendo largas caminatas o parando a algunos coches particulares que pasaban. Por aquellos días los militares viajábamos gratis a todas partes. Yo iba con otros camaradas que eran también de mi tierra, pero era el único que llevaba intención de quedarse. Los demás, decían, querían emigrar a alguna ciudad; yo sólo quería volver al campo, abrazar a padre, besar a madre, y no separarme ya de ellos.

Pero cuando llegué a la aldea la hallé completamente abandonada. No quedaba un alma allí, nadie que pudiera darme razón del destino de sus pocos habitantes. Mi casa estaba cerrada. El sol pegaba con fuerza en las fachadas de piedra y barro, acentuando el abandono. Fui hasta el pequeño cementerio tras la iglesia y encontré bajo una misma lápida las iniciales de mis padres, junto a un año: 1937. Recé una oración, corté unas flores que puse junto a la pequeña cruz y luego, abatido, cabizbajo, comencé a caminar por el camino polvoriento hacia el pueblo más cercano…”

(NOTA: Este fragmento ha sido, en su totalidad, fruto del sueño, por lo que, siendo mi imaginación mucho más pobre que mi fantasía onírica, nunca podré concluirlo, salvo que otra noche de estas sueñe la continuación.)


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