Revista Tecnología

El acorazado Potemkín

Publicado el 22 noviembre 2010 por Alma2061

En 1925 se le encargó al director Eisenstein el llevar a cabo esta obra para elevar el espíritu de la revolución social creada en 1917 por la revolución bolchevique.

En este fragmento se analiza una de las escenas más célebres de la filmografía mundial: la matanza en las escaleras del puerto de Odessa, uno de los episodios de la película El acorazado Potemkín del director ruso Serguéi Eisenstein. Esta cinta, realizada en 1925 para conmemorar los acontecimientos que desembocaron en la Revolución Rusa, constituye un clásico del cine de todos los tiempos.Fragmento de S. M. Eisenstein.De Jesús González Requena.Filmografía.Todo se pone en marcha cuando, lo habíamos advertido, la escalera, desnuda, se impone en imagen borrando todos los rostros.Llega el horror, anunciado por cuatro primeros planos muy breves y cortos de la cabeza de una joven cuyo cabello se agita frenéticamente. Todos corren aterrorizados escaleras abajo. La figura negra del zar impone su dictado, que es también el de su punto de vista, y nos devuelve una imagen del espacio que hasta ahora no habíamos imaginado. Al fondo, abajo, acotando el espacio, una iglesia.Los disparos de los soldados —de nuevo la maquinaria del Estado, carente de rostro— provocan los primeros heridos. De nuevo, también, esa asombrosa economía textual en la que el vértigo se impone en el límite mismo del caos más sin por ello perder la cadencia de sus ritmos. Las escaleras llenan tanto los planos generales como los planos cortos que ofrecen los tonos y matices del horror: gotas de sangre en un peldaño, un niño sentado en otro tapándose los oídos, gentes que se acurrucan en las esquinas aprisionadas por el pánico... Una y otra vez retorna el encuadre con la graciosa mano abierta del zar bajo la que descienden las hileras de soldados.Por el centro de la escalera, en gran plano general, desciende una imponente madre que conduce a su hijo de la mano. / Fusiles anónimos disparan su ráfaga. / El niño cae al suelo herido. / De nuevo el mismo plano general, pero esta vez la madre descendiendo sola las escaleras (¿cómo es posible que todavía no se haya dado cuenta? / Primer plano del niño, con sangre en la cabeza y una camisa tan blanca como la de la muchacha que morirá en la hendidura misma del puente de Octubre. / El mismo plano general, con la mujer deteniéndose y girando lentamente su cuerpo. / En primer plano, se vuelve y, en posición totalmente frontal, mira a cámara abriendo su boca en un gesto que es sólo de asombro. / Primer plano del niño que da un último grito antes de que su cabeza se desplome. /... / Ahora, el asombro en los ojos de la mujer, en un gran plano detalle que consta en todas las historias del cine. /... / Los pies de los que descienden en desbandada pisan una y otra vez el frágil cuerpo del niño...He aquí lo real, en estado puro, emergiendo en el mismo corte del montaje para hacer presente ese fragmento de tiempo intolerable por absolutamente vacío: esa plano en el que la madre desciende sola, ese tiempo, cuya densidad no puede atestiguar ningún reloj, que la madre tarda en oír el grito de su hijo. Su eco se traza en el carácter apoyado del raccord que conecta el plano general de la madre girando y el primer plano que le sigue: un énfasis de escritura que repite, densificándolo, el giro de la cabeza de la mujer. Su gesto, ya lo hemos indicado, no contiene sentimiento alguno, sino tan sólo un estupor extremo con el que interroga a cámara. Y luego su mirada, otra vez vacía de sentimiento, sólo mirando, con absoluta fijeza, cómo los pies pisan, descuartizan, el cuerpo del niño.¿Nos encontramos ante una tragedia? Tal palabra gustaba usar Eisenstein para describir su film. Pero sería más coherente decir que, aunque no todo lo contrario, sí todo lo otro de una tragedia. Pues la tragedia, desde Grecia, es básicamente el espacio sagrado donde la palabra asume su desafío fundador: nombrar lo intolerable —algo intolerable que nunca sucede en escena, que constituye su espacio off absoluto y de lo que se tiene noticia por los mensajeros que de ello dan cuenta. Todo eso otro, en suma, es lo que El acorazado Potemkin muestra, en ausencia de cualquier palabra. Sólo bocas abiertas de asombro que nada pueden articular —o, como veremos enseguida, palabras religiosas que se descubren inútiles.Pero, ¿cómo podría ser de otra manera si el lugar de quien debiera dar acceso al orden simbólico de la palabra está ocupado por la figura negra, siniestra, que parece regir la matanza?El Estado es el lugar ausente del padre en el Texto-Eisenstein. El padre negro. O, si se prefiere, el padre siniestro.Y bien, el primer proyecto eisensteniano —y el único que coincidirá con el momento histórico propicio, el único, realmente, que será aplaudido por sus contemporáneos, los mismos que, de una u otra manera, le volverán la espalda en lo sucesivo— se consuma. He aquí el máximo exponente del teatro de vanguardia, la realización extrema de la atracción: con ella se impone una escenografía extraordinariamente matérica que hace aún más visible el vacío en el orden de la palabra.También un goce extremo, y por eso intolerable. Uno para el que no hay palabra pero en el que se arrebata la mirada. La de la madre, como la del espectador —que una y otra vez quiere volver a ver esta secuencia. Cuando la mujer comienza a caminar en dirección hacia los soldados, más intensamente todavía cuando lleva ante ellos el cadáver de su hijo, comprendemos estar ante una ceremonia bárbara, en un espacio sacramental.El éxtasis —eso que Eisenstein confesará haber buscado siempre, una y otra vez—, siquiera fugazmente, ha sido alcanzado. De hecho, un movimiento de candor religioso es suscitado por una vieja dama quien, mirando con gesto de beatitud hacia los soldados, exclama:«Vamos a rogarles que no disparen.»Un rectángulo de luz en mitad del plano —uno que ninguna fuente de iluminación diegética pudiera justificar— marca, en el espacio, el vértice del proceso extático; es el lugar donde se encuentra la línea descendente de los soldados con la ascendente de la mujer que avanza hacia ellos— y cuya fuerza direccional es refrendada por un travelling que la acompaña en su ascenso—, hasta fundirse ambas en una situación de tenso estatismo: los movimientos visuales opuestos, también los personajes que emblematizan temas contradictorios, se funden, en la imagen, como se funde la sombra de la mujer con la de los soldados.Fuente: González Requena, Jesús. S. M. Eisenstein. Madrid: Ediciones Cátedra, 1992.



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