Revista Cultura y Ocio

El alma, ah el alma

Por Calvodemora

Uno. Al alma la emborrona la ficción de que verdaderamente existe. El alma es un paraíso alquilado. Cuando el cuerpo desciende al desorden absoluto y decide morir, el alma no gime ni se expresa en altos sonetos petrarquianos. No hay constancia de nada que suceda después de que todo haya dejado de suceder, expresado machacona y despreocupadamente. El alma no es otra cosa que un tumor benigno. El alma se descarga en su versión laica y entonces el poeta, manumitido del corsé de los clásicos que la sublimaron, estrangula el verso y forja la épica, el lugar exacto en donde las palabras manifiestan su distorsión metafísica. Todo lo demás es interfaz, escaparate, voluta que excita la neblina del ojo. Cuando el cuerpo se declara insolvente, el alma se convierte en un hipervínculo. El alma es un objeto de consumo al modo en que lo son las zapatillas Nike de cien euros o el último libro de Paulo Coelho. El alma es uno de los mejores negocios que existen. Se han edificado catedrales en su nombre. Se han levantado imperios y se han inventado mapas. Por el alma, por ese asunto fragilísimo, la población ha sido humillada, violentada y en muchos casos incluso diezmada. Este acto de humillación, violencia y aniquilación continúa a día de hoy, mientras escribo esto. El alma es un acontecimiento enteramente poético. Uno de esos lugares a los que se acude para contar la desgracia o la fortuna de ir viviendo. Metafísica en tarros vendibles. El alma, ah el alma, toda esa conferencia de pájaros buscando nubes en una habitación oscura. 
Dos. Me parece que este tiempo no es el mío, pero no creo pertenecer a ningún otro en el que me sienta más a gusto que en éste.
Tres. El día empieza bien, se estira como un gato recién violentado del sueño y te pone en la tesitura de poner una sonrisa complaciente o arrugar el gesto a conciencia. Punset dice que la intuición ocupa más espacio en el cerebro que la razón. Quizá quien posea una hacienda mayor sea la ambición. Qué dirá Punset sobre la ambición. No ha dejado de gobernar al mundo, no ha dejado de malograrlo. La Historia es un inventario de esa ambición. Lo que fascina es que todo (la violencia, el amor, la inclinación a tener fe o la misma violencia) sea un coreografía de moléculas, química pura. Igual hay cierta propensión a ser nacionalista, crápula, homosexual o ludópata, cierta inercia a salir a la calle con la sonrisa puesta o con el gesto adusto. No me queda claro si el bendito influjo de la cultura es capaz de hacer bailar a las moléculas de otro modo o éstas ya vienen configuradas rígidamente y ninguna pedagogía las puede reformar. En realidad, sí lo sé o deseo fervientemente creer en la cultura, en su absoluto magisterio, en su ilimitado imperio. 


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