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El árbol de la vida

Publicado el 20 septiembre 2011 por José Angel Barrueco
El árbol de la vida
La nueva película de Terrence Malick, aunque no sea redonda, produce una extraña fascinación. Al menos a mí me ocurrió así. Pese a que tiene pocos diálogos, una narración escasa y un sinfín de imágenes en un montaje rápido, no me aburrí ni podía apartar los ojos de la pantalla y lamenté que terminara cuando aparecieron los créditos. Tal vez le falte algo de garra en los últimos minutos (el final me dejó bastante frío), pero sin duda sus imágenes y su banda sonora fascinan. Para quien haya visto La delgada línea roja (una de las mejores películas del director), advierto que El árbol de la vida está más cerca de la primera mitad de aquella cinta: monólogos en off, escenas bellas, secuencias dramáticas, muy pocos diálogos… Esto significa que será repudiada por muchos espectadores y que otros tantos se saldrán de la sala.
Alguien ha dicho que la película es muy poética; en efecto, Malick se erige en una especie de poeta de la imagen. Apuesta por una narrativa visual en la que, insisto, parece huir de la narración convencional. Como si volviera a los orígenes del cine. Y en realidad sí hay narración: describe una vida, la de un muchacho que, al crecer, es un hombre atormentado con los rasgos de Sean Penn; un muchacho que tuvo otros dos hermanos y unos padres a los que interpretan Brad Pitt (magnífico en su papel de padre déspota, tirano y estricto) y Jessica Chastain (la esposa sumisa y callada). Y, basándose en ello, la película habla del amor, del odio, del pecado, del aprendizaje, de los lazos familiares, de la pérdida, de la amistad y confianza entre hermanos, y, especialmente, sobre la fe y la creencia en un Dios. Sus excesos residen en la parte en la que describe el origen del mundo: galaxias, estrellas, meteoritos, naturaleza e incluso dinosaurios; como si se le hubiera ido de las manos. Son escenas que recuerdan demasiado a Koyaanisqatsi (1982), aquel celebrado documental que se estrenó en cines y que consistía en una serie de imágenes con música de Philip Glass. A pesar de los excesos, dichas escenas contienen cierto embrujo e inducen a la impaciencia. Parece que me contradigo, pero la película provoca esos dos efectos: admiración y repudio.  
En algunos tramos he visto reflejadas partes de mi propia vida. No voy a revelar cuáles: quienes hayan leído mis libros o me conozcan lo sabrán. Eso, para mí, ya supone un punto en la calificación final: me gusta que me hablen de lo que conozco. Mientras la locura de Malick desfilaba por la pantalla pensé: “No está mal, pero sólo es para verla una vez. No volvería a verla”. Lo curioso, y algunos me van a matar por ello (a mi primo no le gustó nada), es que, ahora mismo, sí tengo ganas de volver a verla. Sin embargo, el director debió afinar más: le sobran partes del metraje del origen del mundo y el final podría haber sido más impactante, menos anclado en las creencias religiosas. Tal vez me conformaría con saltarme la primera media hora, o así.
El árbol de la vida

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