Revista Cultura y Ocio

El arca de cristal

Publicado el 13 mayo 2024 por Frank Paya @payafrank
El arca de cristal

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 08/12/1990 

Los cuatro hombres y las cuatro mujeres, altos, anglosajones, saludables, 

vestidos con monos de un rojo brillante, avanzan animosamente en fila por una 

pasarela en dirección a un extraño edificio de cristal que tiene algo de burbuja y 

de cúpula y a la vez de pirámide, y que se levanta solitario y exótico en medio de 

un desierto rojizo cuya violenta claridad relumbra contra las superficies 

convexas y los ángulos de aluminio como sobre una torre hecha de hielo y de 

espejos. Los entallados uniformes, las sonrisas iguales, el parecido un poco 

industrial de las ocho figuras le hace a uno acordarse de aquellas rancias 

películas de ciencia-ficción que sucedían en un tuturo ya rezagado a espaldas de 

nosotros, y en las que los personajes se movían por los pasadizos con blancura 

de clínica de las naves espaciales menteniendo la cabeza alta y una expresión de 

ensimismado automatismo en los ojos, como entumecidos por el silencio y el 

tedio de un inerte viaje a la velocidad de la luz. Pero estas imágenes no 

pertenecen a una película de presupuesto humilde y asepsia en blanco y negro, 

de menesterosos arácnidos venidos de otros mundos y plantas casi domésticas 

aunque devoradoras de hombres; las he visto por casualidad en un noticiarlo de 

la televisión, donde he sabido que las cuatro mujeres y los cuatro hombres, 

solteros, no exageradamente jóvenes, con esas caras más bien temibles de 

cortesía y eficacia que suelen repetirse en los vestíbulos y en los ascensores de 

los edificios financieros, han aceptado recluirse durante dos años bajo una 

especie de cúpula de metal y de vidrio erigida en mitad del desierto de Arizona y 

tan aislada como una campana neumática, pero en cuyo vasto interior se ha 

guardado un resumen exhaustivo del mundo mucho más abrumador que el que 

reunió en las bodegas de su arca el prolijo Noé en vísperas del Diluvio Universal. 

Se trata de un proyecto costeado por un impetuoso multimillonario 

norteamericano -sin duda menos aficionado a la ciencia que a la ciencia-ficción, 

como los millonarios excéntricos de Julio Verne-, cuyo delirante propósito es ir 

preparando la fundación de colonias terrícolas en los planetas de otros sistemas 

solares cuando el nuestro se haya vuelto derinitivamente inhabitable.El 

vengativo Jehová, que había decidido, según la traducción del Génesis de 

Casiodoro de Reina, raer y destruir a todas las criaturas vivientes, "desde el 

hombre hasta la bestia y el reptil y hasta el ave de los cielos", porque los 

encontraba tan malvados que se arrepentía de haberlos hecho, dio a su 

predilecto Noé cuidadosas instrucciones de carpintería y de náutica, y le ordenó 

llevar consigo en el arca de cedro no sólo a su mujer, a sus tres hijos y a las 

mujeres de sus hijos, sino a una pareja de cada uno de los seres vivos sobre la 

Tierra: "Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada uno meterás en el arca 

para que tengan vida contigo, de las aves según su especie y de las bestias según 

su especie, de todo reptil de la Tierra según su especie: dos de cada uno entrarán 

a ti para que haya vida". En esta arca inmóvil de ahora, varada de antemano no 

en la cumbre del Ararat, sino en la llanura estéril de Arizona, no están sólo las 

bestias y los reptiles y los pájaros del mundo exterior, algunos de ellos en 

variedades enanas producidas por la ingeniería genética; hay también, en 

miniatura, selvas y ríos tropicales, lagunas de agua salada en las que se agitan 

los peces del mar, desiertos no mayores que un cantero de césped, lagos alpinos 

del tamaño de una bañera en cuyas aguas quietas se reflejan Himalayas no más 

altos que un hombre, diminutas islas de los mares del sur, tormentas artificiales 

de arena y de nieve, acantilados de hielo y riscos de coral, fragmentos de todos 

los paisajes, de todos los climas y cultivos y malezas posibles, ordenados en una 

copia rigurosa de la creación para proveer de alimentos a los futuros viajeros del 

espacio y prevenir en ellos la segura nostalgia del planeta que dejarán atrás a 

una distancia de galaxias.

De niños imaginábamos el arca de Noé como una cuadra sofocante y caótica por 

la que el santo patriarca, con las sandalias manchadas de estiércol, se abría paso 

entre los animales hacinados alumbrándose con una tea de humo tan espeso 

como el olor del aire en las zahúrdas donde se criaban los cerdos. Nos 

preguntábamos si también había llevado consigo parejas de moscas verdes, de 

grillos, de gusanos de seda, de chinches; imaginábamos los rugidos de las fieras 

despavoridas en la oscuridad, derribadas sobre el piso de tablones crujientes por 

los vaivenes de las aguas. En el arca cuyas escotillas se acaban de cerrar impera 

la sosegada luminosidad de un invernadero que albergara, como en algunos 

sueños, inagotables variedades de plantas, el reglamentarlo exotismo de un 

zoológico finlandés. Ordenadores manejados por los cuatro hombres y las 

cuatro mujeres regulan con la inmuciosidad implacable de un código genético el 

crecimiento acelerado de cada tallo y cada brizna de hierba, las mareas y las 

tormentas mínimas del océano enano, los temporales monzónicos que durante 

cinco minutos se abatirán sobre una ciénaga donde dormitan pequenos 

caimanes y crecen sucintos bosques de bambú, las heladas y los anocheceres 

boreales que suceden en la lejana latitud de unos pasos más allá. Hace unos días 

leí que un equipo internacional de científicos estaba a punto de emprender la 

confección del catálogo de todas las plantas de la Tierra; no sé qué número 

exacto de ellas se * contiene bajo esta cúpula de cristal del desierto, ni si están 

todas las especies animales, pero es tentador imaginarse que los hombres y las 

mujeres encerrados allí irán sustituyendo gradualmente el mundo fragmentario 

y borroso que han dejado atrás por éste en el que desde ahora reinan sin 

disputa, abarcable como una casa o un jardín, infinito como ese mapa 

conjeturado por Borges que de tan exacto era tenía las mismas dimensiones que 

el espacio que representaba.

Jardineros, domadores, senores de la lluvia y del trueno, huéspedes de una 

acristalada Liliput que tiene algo de tubo de ensayo, Adanes y Evas 

cuadruplicados en un edén donde el único privilegio del que no disponen es el 

de dar nombres a los animales, ahora mismo, mientras yo escribo sobre ellos, 

deambularán con sus uniformes de funcionarios espaciales por los dominios que 

serán suyos durante los próximos dos años como virreyes en su primera gira de 

inspección por las colonias de ultramar. Si miran hacia afuera, a través del muro 

de cristal, no ven nada ni a nadie, tan sólo la horizontalidad del desierto. Los 

rasgos de la gente que han conocido en el exterior irán perdiéndose en la 

memoria de cada uno a medida que se afirman los de sus siete compafieros, 

igual que ocurre en un viaje organizado. Se han recluido junto a los animales, las 

plantas, los climas y los olores de la Tierra, pero también junto a la ternura, el 

odio, la soledad, el entusiasmo, el deseo, la extrafieza que germina en el interior 

de cada hombre y de cada mujer. Ignoro si se conocían de antes, pero calculo 

que su magnánimo y extravagante Jehová no los habrá escogido sin apelar a las 

supersticiones de la psicología y del currículo: cuatro hombres y cuatro mujeres 

vestidos de uniforme, bajo una cúpula de cristal, como náufragos recién llegados 

a una isla, se miran y todavía no saben si fundarán el paraíso o el infierno, o tan 

sólo una irrespirable y acogedora oficina. Pero para esa aventura no hacía falta 

levantar una catedral climatizada en el desierto: está sucediendo a cada minuto, 

en todas partes, en una biblioteca, en un bar, en una habitación de hotel, en una 

intensa mirada que contiene de pronto toda una réplica del mundo.



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