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El baile del miedo

Publicado el 09 abril 2013 por Daniel Rubio @DanielRubioM

El baile del miedo
 "como si el miedo la hubiese abrazado para comenzar un baile donde no hay palabras de amor, tan sólo susurros amenazantes en el oído"Por Daniel Rubio
EL BAILE DEL MIEDO
   A María nunca le han gustado los lunes porque creía que eran la frontera entre la libertad y la obligación de verse anclada durante un buen puñado de horas en el mismo sitio. Pero ese lunes era distinto, para ella era el día más feliz de su vida, al menos, eso creía mientras avanzaba a golpe de tacón hacia el trabajo. 
      La mañana era excepcionalmente bella, y en vez de caminar cabizbaja y somnolienta como era habitual, lo hacía con un pestañeo de felicidad que ensalzaba todavía más su hermoso rostro. Esta vez lo miraba todo sin prestar demasiada atención a nada, tan solo el brillo del suelo, todavía húmedo por la lluvia del día anterior, rompió su pensamiento. Sonrió sin motivo aparente, hizo un ligero ademán de negación con la cabeza, como si no fuese posible, y cayó de nuevo presa de esa idea que la estaba haciendo tan feliz. 
   —Buenos días, Sonrisa Tonta —le dijo Eva, su compañera de trabajo, en cuanto María cruzó la puerta de la joyería en la que trabajaban. 
   —Buenos días, Chispitina. 
   —¡Uy! ¿Ha pasado algo de lo que todavía no me he enterado? Porque esa sonrisita me dice que sí —añadió Eva en un tono mordaz que se sabía fingido.
   María se sonrojó y se dispuso a contar la nueva:
   —Esta mañana he encontrado algo en el cajón de los calcetines de Hugo… —María sonrió al tiempo que dejaba deslizar la suposición en el aire. 
   —Hmmm. 
   El gruñidito de Eva provocó que ambas mujeres se abrazaran de alegría. Sobraban las palabras, pues ellas sabían muy bien por dónde iban los tiros. 
     Hablaban de ello todo el rato, incluso mientras organizaban el muestrario o atendían a los clientes sin importarles su presencia. Algunos, hasta le dieron la enhorabuena sin recelo a quedar de mojigatos por entrar donde no los llaman. 
   Apenas a unos minutos del cierre del mediodía, una mujer de edad avanzada, hizo sonar el timbre de la joyería. 
   —Joder con la abuela, seguro que no ha tenido tiempo en toda la mañana —dijo Eva, molesta porque eso retrasaría que continuasen haciendo planes durante la comida. 
   Apretó con desgana el botón del automático y sacó la mejor sonrisa que supo fingir. La anciana cruzó el umbral y dejó que la puerta se cerrase a su suerte, aunque no llegó a hacerlo. Dos encapuchados irrumpieron en la joyería con tal fiereza que la anciana cayó al suelo por el atropello. Uno propinó un puñetazo a Eva, que cayó igual que un trapo tras chocar con la vidriera que tenía detrás. María quiso refugiarse en la trastienda, pero el otro asaltante la atrapó por el brazo y la lanzó contra el mostrador de madera, en el cuál se estrelló con la boca del estómago y se rompió un par de costillas. 
   Eva se recuperó del golpe y vio cómo los encapuchados rompían los mostradores y arrastraban el contenido a unas bolsas de deporte. Se arrastró por el suelo con la intención de averiguar dónde estaba María, pero no pudo más que ver a la anciana tirada en el suelo y llorando. Alzó la mirada para proyectarla contra uno de los encapuchados que se había plantado delante para cortarle el paso. 
   —El dinero, ¿dónde está?
   Eva no pudo hablar, señaló la caja mientras el pánico la hacía temblar. El asaltante pasó por encima de ella en dirección a la caja. 
   En unos cuatro minutos se marcharon del local y a Eva le costó unos siete minutos más recuperarse y ponerse en pie. Fue la primera. Barrió la tienda con la mirada intentado creer lo que había pasado. Ayudó a la anciana a sentarse en una de las sillas y se asomó tras el mostrador de María y donde supuso que todavía estaría. Así era. Físicamente parecía estar bien, pero tenía el alma tan rota como sus costillas, y eso era mucho más doloroso. 
   ¿Por qué hoy?
   El resto del día fue una tortura burocrática que se desenvolvía entre médicos y declaraciones a la policía. Eva narró los hechos prácticamente a la perfección, pero en cambio, María, permanecía ausente. No podía más que responder con sí o no a las preguntas que le iban formulando, y cuando esta requería una explicación, o peor aún, recordar con detalle lo sucedido, ésta callaba y desviaba la mirada, como si el miedo la hubiese abrazado para comenzar un baile donde no hay palabras de amor, tan sólo susurros amenazantes en el oído. 
   Alrededor de las siete de la tarde, Eva, intentó ponerse en contacto con Hugo para ponerle al corriente de lo que había ocurrido y para que fuese a por María al hospital, pero no hubo forma. El móvil lo tenía apagado o bien estaría en una zona donde no tuviese cobertura. Lo intentó varias veces pero siempre le salía el irritante mensaje de la compañía que le suministraba el servicio para decirle, a fin de cuentas, que volviese a intentarlo más tarde. Eva no quería que su amiga pasase el resto de la tarde sola, pero para ella tampoco estaba siendo fácil y quería pasar el resto de la tarde con su familia tranquilamente. Se convenció pensando que a María quizá le viniese bien pasar la tarde tranquila en su casa y que Hugo no tardaría en llegar del trabajo, quizá, incluso, ya estuviese en casa.
   —María, si quieres puedo llevarte yo a casa. Hugo no coge el teléfono y creo que estarás mejor allí, ¿qué dices?
   María asintió y se dejó llevar del brazo por su amiga.       Al entrar en la casa, María, actuó como un autómata que repite una misma rutina diariamente, solo que esa no era su rutina. No era la forma ni el modo en que ella regresaba a casa un día cualquiera. No fue a la ducha directamente ni después se preparó la tostada para posteriormente sentarse en el sillón a degustarla mientras veía algún programa de telebasura hasta que regresaba Hugo. Entró y lanzó el bolso al sillón que había nada más entrar y subió directa a su habitación. Se sentó en la cama y miró de reojo a la mesilla y vio que la luz roja del contestador parpadeaba indicando que tenía un mensaje. Pero no pudo escucharlo, el miedo todavía le bloqueaba cualquier pensamiento o reacción que no fuese el propio miedo. ¿Y cómo bloquear el miedo? Deslizó la mano hasta el cajón de la mesilla y de su interior sacó un bote de diazepam. Tomó un par de ellos y se recostó en la cama.
   Despertó de sopetón del letargo inducido por el fármaco y se recostó con pereza y dolor al borde de la cama. Aguzó el oído. Creyó haber escuchado algo en el piso de abajo. Ahora que estaba alerta, no oía nada. Pero ya no pudo dormir, consultó la hora en el teléfono y miró en el lado que dormía Hugo. No era normal que todavía no hubiera llegado a casa. Aquél lunes nada era normal. Le pareció oír una especie de crujido, una vez más. Se creía despierta y pensaba que el subconsciente no la estaba engañando. 
   —¿Hugo? ¿Hugo? 
   Encendió la luz de la habitación y caminó hasta el borde de la escalera para echar un vistazo a la planta de abajo. Solo había sombras juguetonas estimuladas por las farolas de la calle. O quizá provocadas por la sugestión. Debió pasar ahí diez minutos hasta que comprobó que no había nadie en la casa. Y hasta que ella no se creyó segura no se aventuró a caminar el escaso metro que la separaba del interruptor que encendía las luces de la escalera. Echó otro vistazo y bajó despacio, como si sus pies descalzos quisieran saborear el granito con el que estaban forrados los escalones. El miedo jugaba con ella, pero ahora era más sutil, más efectivo, pero más atractivo. Recorrió las tres pequeñas estancias que tenían en la planta baja, el salón comedor, un pequeño despacho y la cocina. Ahí se detuvo. Clavó la mirada en el cajón donde guardaban los cubiertos y los cuchillos de cocina. Ya estaba harta del miedo y su juego, quería sentirse protegida y esa era la solución. La elección era fácil, el más grande, el que por envergadura iba a mantener lejos a ese demonio. 
   De nuevo escuchó un ruido, y aunque ahora tenía claro que todavía estaba aletargada por el fármaco, también sabía que ese ruido había sido real. Apagó la luz de la cocina y caminó hacia atrás mientras alzaba el cuchillo, como si su mayor enemigo ya le respirase encima y con ese acto pudiese ahuyentarlo. Cuando chocó con la pared, cerró los ojos y esperó. El miedo quería bailar una vez más, la quería a ella. Le gustaba cómo se retorcía medio hipnotizada, le gustaba ese aroma agridulce que exhalan las personas que son corrompidas por él y el modo en que llorisquean cuando se creen en peligro. 
   Su percepción del tiempo se había tornado espesa, ya no existía tal cuál y era imposible saber el que había permanecido contra la pared y con el cuchillo en alto. Escuchó algo de nuevo, esta vez en la planta de arriba. Caminó hasta el umbral de la cocina pensando que la mente le estaba jugando malas pasadas, que eso no podía ser real. Se asomó con cuidado, salió un poco más y miró hacia arriba. Una sombra se deslizó por la puerta entreabierta de su habitación. Ladeó la cabeza afinando el oído al tiempo que miraba de reojo hacia la habitación. 
   —¿Hugo? 
   Escuchó el fuerte rasgueo de la madera al rozar sobre sí misma y un golpe al final. Alguien estaba mirando en los cajones y ella lo había puesto de sobre aviso. Caminó de espaldas negando repetidas veces con la cabeza y se apostilló detrás de la puerta de la cocina. Sus negaciones se aceleraban al ritmo de los pasos que marcaban el descenso de las escaleras dejando en el ambiente un claro mensaje: ¿Por qué hoy? ¿Por qué dos veces? Cerró los ojos y alzó el cuchillo por encima de su cabeza ignorando el dolor que eso infligía a sus maltrechas costillas. Ya estaba encima, escuchó el clic del interruptor. Y dejó caer el cuchillo. El miedo estaba saboreando el jugo que más preciaba, la sangre. 
   —María… 
   Hugo cayó de rodillas frente a ella. La hoja había entrado justo en la unión entre el cuello y los hombros de la parte derecha. María soltó el mango del cuchillo y se llevó las manos manchadas de sangre a la boca a la vez que dio un paso hacia atrás. Él la miraba entre la neblina mientras con la mano izquierda buscaba la empuñadura del cuchillo. En su confusión se preguntó qué había pasado. Y la mirada de Hugo se detuvo al tiempo que habría la mano derecha para dejar caer un anillo. Entonces el miedo lo miró a él a los ojos para ver el reflejo de su obra y dedicarle la mejor sonrisa que pudo fingir. 
   “¿Bailas conmigo?”   

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