Revista Arte

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.

Por Artepoesia
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¿Cómo se pudo cambiar en poco más de veinte años tanto de representar las cosas de la vida en un lienzo? Es el tiempo que mediará, por ejemplo, entre las dos obras de dos pintores italianos, uno el manierista Giovanni Battista Crespi (1573-1632), otro el caravaggista Orazio Gentileschi (1563-1639), los dos de la misma generación casi y del mismo lugar de Europa. ¿Fue tan sólo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en la Europa de la primera mitad del siglo XVI. Roma debía reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo ya tan inteligente y poderoso, que ha sido el germen de lo que, a partir de comienzos del siglo XX sobre todo, ha venido a ser utilizado por todos aquellos entes que han querido influir en la opinión pública del mundo: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma estableció ya que alguna Pintura debía ahora acercarse más a los creyentes, al pueblo llano, pero, del mismo modo, con mensajes mucho más comprensibles, con personajes más creíbles, y con historias donde las escenas formaran ya parte de la vida normal de todos ellos. 
El Barroco tardó en llegar un tiempo, pero pudo hacerlo luego libremente y rápido, porque fue recibido ya con los brazos tan abiertos que nunca pudieron imaginar por entonces los poderosos -cardenales, obispos, el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que parecía imposible de pensar siquiera antes que pudiera hacerse. Es el caso aquí de dos creaciones sobre la misma temática, la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica contará cómo María y José viajarán con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. Y en la obra manierista de Crespi (año 1600) tendremos ocasión de admirar una de las pequeñas joyas del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse ahora aquí en la composición tan sutil de toda la escena y de los tres cuerpos principales. Están ahora entrelazados éstos, y formando así una espiral casi con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encajará en el lienzo estrechamente, unos ángeles traviesos, una mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora ya entre dos rocas del agua. Los colores encendidos serán, tal vez, lo único que aquí acercará algo más ahora aquel mensaje conciliar. Pero, de todos modos, un pequeño homenaje además aquí a ese gran Renacimiento ya languideciente, a un Leonardo da Vinci, por ejemplo, y sus parecidos lienzos sagrados.
Pero, veintiseis años después, el toscano Orazio Gentileschi creará su obra El descanso de la huida a Egipto con una escena diametralmente distinta. Aquí no habrá ninguna exquisita sofisticación en la manera de componer la representación ni las figuras ni nada por el estilo. ¿Son los mismos personajes sagrados? No puede ser. ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto San José? ¿Cómo puede ser ese el tan sagrado y altivo niño? ¿Cómo puede ser ella aquella fragante, sutil y elegante María? Imposible...., pero es. Representan lo mismo. La sagrada familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto ahora es el Barroco. Aquí no hay sofisticación que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está en exceso muy claro. Son como nosotros, son personas normales que se han parado a descansar y ella amamantará a su hijo burdamente. Él no podrá ahora descansar más vulgarmente, tampoco. Es el sentido extraordinario del motivo de la escuela naturalista del Barroco. Y la Iglesia lo vio magnífico, además. Hay que reconocer en ésto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia y del mundo. Ninguna otra religión retrataría a su dios ni a su familia así.
En 1610, más temprano momento del Barroco aún, el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista, otro seguidor del más importante creador naturalista de entonces, Caravaggio, compondría su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, no, sino el paso de las edades del ser humano. El Barroco además es atrevido sutilmente, sutilmente, pero muy atrevido. Aquí pintará, quizá por primera vez, un beso tan claramente pintado entre dos personajes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual, ni de otro tipo, sólo metafórica. Pero era una ya, y nadie pudo discutirla. Ellos son la estación otoñal e invernal; y ellas, la primaveral y la estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, estará el Sol en ella lo más cerca posible en su trayectoria de la Tierra, al igual que la primavera, por eso se besarán. El verano es representado por una mujer adulta, aunque joven aún; la primavera es adolescente; el otoño, adulto; el invierno, anciano. Es aquí la mujer adulta la que mirará ahora de todos al espectador. Es la que se identificará ahora con él, aún puede vivir más de lo vivido. El invierno está arropado con la capa, ahora el frío es lo único que, quizás, importará ya atender.
Pero, después del Barroco llegó algo que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo banal casi. Nada destacará ya. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, podría ahora avanzar: los colores, ya de otra forma aquí desperdigados por igual. Pocos artistas de esta época brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como Wattaeu (1684-1721), el pintor de las escenas galantes. La sociedad había cambiado mucho para principios del XVIII. Ya no era tan banal, ya no era tan claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes, se acabaron los deseos atormentados, o no, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar en la naturaleza, no porque lo fuera. De hecho, aquélla se modificaba y se recreaba artificialmente así parte de la misma con cosas ya elaboradas por los hombres.
Y es como los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones siguen existiendo, harán otras cosas ahora para llegar a los espectadores con otro Arte. En su obra Fiesta veneciana, Antoine Watteau creará aquí la escena galante natural y sofisticada, todo maravillosamente elegido: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes. Todo aquí con los elementos propios del Rococó inicial. Sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluirá otra cosa ahora para hacer ya de su obra una ferviente escena veneciana. ¿Cómo podría crear una escena así, tan veneciana, sin el alarde sensual aquí de una figura tan voluptuosa? Y un Arte vino a salvar a otro. El pintor compuso entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella ya como una piedra más esculpida de una fuente dibujada lo más lejos de la escena.
(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria, Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Obra del pintor del Rococó Jean Marc Nattier, Musa de la comedia, Talía, 1737, Museo de Bellas Artes de San Francisco, EEUU; Óleo de Watteau, Fiesta en un parque, 1713, Museo del Prado, Madrid; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

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