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El cine hecho mito: Salvaje! (1953)

Publicado el 29 mayo 2012 por 39escalones

El cine hecho mito: Salvaje! (1953)

La imagen de Marlon Brando como cabecilla de una banda de moteros, vestido de cuero y con gorra de medio lado, es uno de los iconos más populares del cine y, junto al recuerdo de James Dean, la mayor contribución cinematográfica al mítico espíritu de rebeldía propio de una desorientada juventud occidental tras la II Guerra Mundial que más tarde cristalizaría en diversos movimientos de subversión y contestación social como respuesta a los convulsos acontecimientos políticos, bélicos y económicos de las décadas de los cincuenta y sesenta. Los carteles con la imagen de Brando, de James Dean o, en una versión más sentimental, de Humphrey Bogart como Rick en Casablanca (película que por entonces fue recuperada del olvido por los jóvenes universitarios gracias a la identificación del personaje de Rick como antihéroe romántico enfrentado al totalitarismo) adornaron no pocas habitaciones juveniles de casas particulares o residencias de estudiantes de aquellos tiempos, con un grado de aceptación, identificación, popularidad y repercusión sin precedentes en el cine y que superaba con mucho la dimensión artística de las propias películas, la construcción de los personajes o la interpretación de los actores. El caso más llamativo de este fenómeno es Salvaje! (The wild one, László Benedek, 1953), película producida por Columbia, mucho más discreta que Casablanca o las superproducciones con James Dean (todas ellas de Warner Bros.), que consolidó a Brando como estrella -venía de trabajar con Elia Kazan en Un tranvía llamado deseo y Viva Zapata- y le dotó de una personalidad rebelde, conflictiva, en parte maldita, que no solo explotó a conciencia en el resto de su filmografía sino que también condicionó su vida personal y profesional.

Brando interpreta a Johnny, el cabecilla de una pandilla de moteros, jóvenes despreocupados en una actitud de reto permanente, en constante demostración de su hombría y fortaleza, amantes de la juerga, bastante patanes en el fondo, y que esconden bajo su acentuada rudeza, su descarado machismo y su pose contestataria y chulesca una evidente falta de preparación para enfrentarse a la complejidad del mundo -por defectos en su educación, por ausencia de atención familiar, por falta de referentes culturales y por haberse convertido en víctimas del consumismo y de fáciles y falsos ideales de éxito- y una ingenuidad infantil que intentan vencer con un comportamiento intimidatorio y violento que no oculta que no son más que unos críos que no saben nada de la vida, carentes de herramientas para aprender de ella. Como dirá Johnny más adelante cuando las cosas se pongan feas, no son más que un grupo de chicos que sale en moto los fines de semana para olvidar las obligaciones del trabajo o las penas de no tenerlo, para sentirse libres, poderosos, autónomos frente a la autoridad, las convenciones, las costumbres y la tutela de sus mayores. Pero, de momento, son un atajo de bravucones que comprometen y extorsionan a todo el que cae en su área de acción para demostrarse a sí mismos su falsa y estéril idea del triunfo, de reconocimiento, que no quieren saber nada de las historias de la guerra que han librado sus padres, que no se preocupan tampoco por el futuro; que viven en el presente, un aquí y ahora al que pretenden extraerle todo el meollo alargando la mano y cogiendo todo lo que quieren. Un carpe diem con sabor a gasolina, regado con cerveza, revestido de asfalto. Y en Salvaje! comienzan por estropear una carrera de motos que tiene lugar en una localidad de California, justo antes de presentarse en un pueblo vecino para sembrar un caos y desconcierto que no tardará en convertirse en terror y caza del hombre.

La película contrasta la invasión de los moteros con la reacción de los pacíficos -en apariencia- habitantes de la pequeña ciudad cuya tranquilidad perturba la llegada de las motocicletas. El ambiente calmoso, sencillo, provinciano de la localidad se ve sacudido por la orquesta de los motores en secuencias inteligentemente desprovistas de cualquier otro sonido, incluso de música, logrando que el espectador se sienta igualmente invadido por el atronante concierto de válvulas, bujías y combustiones. Benedek, con guión de John Paxton sobre una historia corta de Frank Rooney, maneja adecuadamente la atmósfera enrarecida, incómoda, en permanente y creciente tensión, que crea la llegada de los muchachos a un pueblo tranquilo en el que el sheriff (Robert Keith) intenta capear el temporal con buena cara y condescendencia, sabedor de que en tan convulso ambiente una pequeña chispa puede desatar una tormenta de violencia y venganzas crecientes. Ello provoca que los chicos se tomen al policía por el pito del sereno y que los vecinos menos dispuestos a aceptar las chanzas, las burlas y las imposiciones violentas de los jóvenes deseen tomarse la justicia por su mano. Entretanto, Johnny se interesa por Kathie (Mary Murphy), la camarera de un local de la ciudad, hija del sheriff, ante la que deja entrever parte de su auténtica naturaleza sensible y tranquila. Con todo, el clima de enfrentamiento inminente cada vez más palpable se acrecienta con la llegada de otra banda de moteros, encabezada por Chino (Lee Marvin), y que responde al curioso nombre de Los Beetles…

Producida por Stanley Kramer, se trata de una película pequeña, de breve metraje (no llega a los ochenta minutos), cuya base temática radica en la confrontación generacional entre quienes han vivido épocas históricas importantes como la Gran Depresión o las dos guerras mundiales y los jóvenes que no se sienten deudores de su pasado ni agradecidos a quienes han velado por su próspero -en lo material- presente. La película hace hincapié en las claridades y en las sombras de ambos grupos; los habitantes del pueblo son presuntamente adultos maduros, responsables, imbuidos del sistema de democracia y justicia americano, pero son capaces de reaccionar con una violencia cruel e indiscriminada ante los desafíos constantes de un grupo de muchachos insatisfechos y desencantados con la vida que les ha tocado. Éstos, por otra parte, no son más que matones de acera, chicos perdidos, desorientados, que buscan en la continua demostración de su hombría la autoafirmación con que no les obsequia una vida de salarios bajos y horizontes nublados y cuya violencia no es más que la natural extensión adolescente de los juegos de la infancia, pero que se asustan, se ven superados, cuando la cosa se pone en serio y palabras como cárcel, muerte o asesinato se ponen sobre la mesa y amenazan con ser una realidad tangible, inmediata.

Benedek utiliza de manera solvente el contraste de ambientes, de lo bucólico de la mañana soleada que contempla la llegada de los moteros a la amenazante noche llena de oscuridades, sombras y rincones inquietantes en la que tendrá lugar el desenlace violento y salvaje de una historia de creciente asfixia y pérdida de la esperanza en la imposición de la razón. En el apartado interpretativo, Robert Keith mantiene magníficamente el astuto equilibrio del hombre inteligente que conoce los riesgos y que también es capaz de ofrecer soluciones; Mary Murphy incorpora con suficiencia la muchacha dulce y sensible que a su manera intenta redimir a Brando de su vida de conflicto y lucha permanente, ofrecerle un futuro apacible y próspero con un oficio y una familia en un entorno de prosperidad; Lee Marvin se sale de la tabla como el granuja y vividor Chino, el líder de la banda rival, caprichoso, vulgar, zafio, maleducado como un niño, capaz del odio al adversario y de una súbita camaradería cuando de enfrentarse al enemigo común -la autoridad- se trata. Por último, Brando, que reviste a su personaje, vulnerable, sensible, en cierto modo trágico -es el único consciente del vacío que atraviesan todos esos jóvenes camino de ninguna parte- de arrogancia y presunción con que tapar sus debilidades y mostrar una integridad y una dureza de las que carece (presume constantemente del trofeo que, según él, ha conseguido en una carrera de motos y que en realidad ha robado en la competición del pueblo de al lado), resulta una vez más maltratado, humillado, golpeado, en lo que casi llega a ser una tradición en su carrera cinematográfica (en no pocas cintas sus personajes resultan apalizados, apaleados, pateados, cosidos a latigazos o puñaladas). A los mandos de su Triumph, una moto auténticamente de su propiedad, Brando construye un personaje inmortal que más allá de su realidad encuadrable en setenta y nueve minutos de película alcanzó la categoría de mito del cine justo antes de convertirse en icono comercial, en imagen mercadotécnica que representa y encarna a la perfección todos los valores de consumismo, superficialidad y vacío existencial que su espíritu rebelde pretendía contradecir. El mito convertido en mercancía para un tenderete. El final de todos los mitos.


El cine hecho mito: Salvaje! (1953)

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