Ha muerto Joaquín Vidal, un periodista sensible cuyas crónicas de toros atraían incluso a quienes se horrorizan con el espectáculo.
No encajaba en su personalidad poco violenta su amor por las corridas de toros, en las que casi siempre se sentía mal porque no daban la belleza que buscaba.
Sentía no poder auxiliar al toro que torturan con lanzas para producirle manantiales de sangre y se contagiaba con la debilidad del animal que sigue al trapo que lo desorienta.
Escribía sus dudas, como si es lícito dejar sin vigor a un animal tan noble para que un bruto vestido de luces haga su carnicería, y reconocía que se llama fiesta nacional a todas las masacres.
Hay toreros que le parecían chulos ridículos y se asombraba de que el toro siguiera siendo muy pacífico: se ve que su irracionalidad solo le permite sacrificar a los animales bípedos excepcionalmente; lo racional es matar siempre.
Admiraba a Pepe-Hillo, torero muerto en Madrid en 1801, que le dictó a Tixera el texto clásico “La Tauromaquia”. Una día mostró pena porque aquella muerte no logró prohibir la fiesta para siempre, como estuvo a punto de ocurrir.
Es un misterio que seres complejos como Joaquín Vidal amen los toros. Aunque a veces recordaba que en España los asesinatos son más pasionales, pero menos sanguinarios y mucho menos abundantes que en países sin toreo; lo explicaba porque, quizás, ver la sangre de los toros reduce la sed de sangre humana.
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