Revista Opinión

El desenlace (IX): LA PRISIÓN ESTÁ EN TU INTERIOR

Publicado el 19 septiembre 2016 por Eowyndecamelot
El desenlace (IX): LA PRISIÓN ESTÁ EN TU INTERIOR

“Tenéis mucho que arreglar antes de hablar con el rey, que ya debe de estar al llegar. Creo que oigo el piafar de sus caballos y el barullo de las tiendas de sus gentes instalándose ante la muralla.”

(viene de) Todos me miraron y, segundos después, al personaje de más alta graduación entre los presentes, esperando que diera su conformidad, o no, a lo que sin duda creían que era una locura propia de alguien que debería vestir faldas y que sin duda no se merecía más que cobrar poco y estar encerrada en la cocina (si supieran el caso que pensaba hacer a unos o al otro…). Él echó una ojeada a su alrededor, clavó al final los ojos en mí y, tras una pausa que se me hizo eterna, habló por fin, dirigiéndose a sus hombres.

-Vayámonos. Dejémosles solos.

-Y arreando leguas –les insté yo-. Un-dos, un-dos, un-dos. Tenéis mucho que arreglar antes de hablar con el rey, que ya debe de estar al llegar. Creo que oigo el piafar de sus caballos y el barullo de las tiendas de sus gentes instalándose ante la muralla.

-Pero… –Guillaume trató de oponerse. Entonces, el falso leproso avanzó hacia su antiguo amigo y le puso una mano en el hombro. Hacía años, desde la traición del bretón en Chipre y el famosos robo de lo que yo llamaba La Reliquia, que mostraba ningún signo de afecto hacia él. Más bien todo lo contrario.

-Tienes que confiar en ella. Y respetar su decisión. Aunque te duela –le dijo, con entonación amistosa, aunque firme.

Guillaume escrutó su rostro y, a regañadientes, asintió. Tras una última mirada hacia mí, se dirigió hacia la salida, lentamente, con pesar. El resto les siguieron, arrastrando a los prisioneros y a los heridos. Isabel no apeaba el odio de su mirada. Los demás me ojearon con esperanza, como si yo fuera un Unidos Podemos que iba a ganar las elecciones del 25D sin hacer posteriormente ningún Tsipras. No lo tenía yo tan claro, pero tenía que intentarlo.

Mi viejo amigo se golpeó el pecho con el puño antes de salir

-Fuerza y honor, Eowyn. Nos vemos allá fuera.

Y desaparecieron.

Yo fijé mis ojos en mi sempiterno enemigo. No tenía ganas de parlamentos épicos ni palabras altisonantes; no podía permitirme equivocar el blanco, como EE.UU, a favor de Isis por enésima vez. Tan sólo de acabar de una vez con aquello. De ser libre, por fin.

-Ponte en guardia –avisé, enarbolando la espada. Él no hizo además de defenderse-. ¿A qué estás esperando?

-Antes tenemos que hablar tú y yo. Quieres matarme, ¿no? Pues al menos me debes un último deseo –su sonrisa sardónica volvió a restallar.

Bufé. Me cansaba ya tanta palabrería barata.

-Me lo debes –repitió-. Aunque sé que no lo deseas. ¿Sabes por qué en realidad tienes tantas ganas de matarme?

-Espero a que me ilustres. Y hazlo rapidito. Estoy empezando a estar hasta los ovarios.

Continuó, sin hacerme caso.

-Justamente por eso. Para evitar que hable. Para evitar oír palabras de mi boca que no deseas escuchar. Palabras que te harían reconsiderar la opinión que tienes de ti misma.

-¿Qué chorradas estás diciendo? –le espeté.

Esbozó una mueca de suficiencia.

-Crees que llevas años huyendo de mí, pero no es verdad. Llevas años huyendo de ti misma. De lo que crees que es tu deber. Sí, tú lo crees aún más que yo. Tus padres te me vendieron, sí, y tú te escapaste, algo que sin duda no dejas de repetirte a ti misma para buscar motivos por los que enorgullecerte. Pero durante toda la vida has actuado como si tu huida no fuera lícita. Ahogando en ti misma el deseo de volver al redil. En el fondo, tú sabes que tu sitio está a mi servicio. A mi servicio, siempre a mi servicio, de una forma u otra. ¿Por qué, si no, aceptaste el trabajo que te ofrecí? ¿Creías ser menos sierva porque te ofrecía una soldada? Siempre supiste que yo no había cambiado, ¡no podías ser tan ingenua para pretender lo contrario! Pero eso te daba una justificación ante ti misma, podías combinar lo que en el fondo, y no tan en el fondo, pensabas que era tu obligación, con el respeto que crees que te debes. Piensas, o quieres pensar, que las mujeres no sois seres inferiores. Que debéis ser consideradas como si fuerais hombres. No con las alharacas de la fin’amors, sino exactamente igual que lo hacemos entre nosotros. Quieres que todas seáis libres. Pero eso no es posible, pues habéis nacido esclavas. No valéis más que para servirnos. ¿Y sabes por qué? No porque Nuestro Señor os extrajera de nuestra costilla, sino porque tenéis demasiado miedo. Miedo a que se os difame, se os zahiera. Miedo a no ser buenas, al infierno, y al infierno en la Tierra. A sentir que no estáis cumpliendo con vuestros deberes. Sois débiles y autocompasivas. Y tú eres el ejemplo viviente. Nunca te has rebelado contra mí, sino contra tus íntimos temores. Ni tú, ni ninguna de las de tu clase, seréis nunca libres.

Sentí como si se derramara sobre mí una inesperada catarata de agua helada. Fue tan súbito que perdí incluso la facultad de respirar por un segundo. Y si me recuperé, fue sólo y únicamente, gracias al instinto de supervivencia.

-¿Te crees un médico del alma humana? –solté una carcajada cruel. No podía dejarme distraer por sus palabras, cualesquieras que éstan fueran, como una catalanita cualquiera ante el nacionalismo fanático de los privatizadores sanitarios y evasores de capital-. Ponte al lío ya, cojones.

Él desenvainó su espada y besó la cruz. Se sentía ya victorioso, creyendo que su discurso me había doblegado.

Y tenía razón.

-Sea, pues.

Nos medimos con los aceros desenvainados. Nos conocíamos ya bastante bien para saber cuáles eran nuestros puntos débiles y fuertes. Él no iba a atacar para que yo me escabullera, le despistara y le hiriera cuando más aturdido estuviera. Yo tampoco atacaría hasta que no viera que él no sería capaz de parar mi estocada y volver mi fuerza contra mí misma. La lucha amenazaba prolongarse hasta el infinito, o al menos hasta que el rey viniera y la detuviera. Ésa era su baza, pero yo no podía permitírmelo. No podía permitir que escapara otra vez. Así, que mal que me pesara, tenía que arriesgarme. Apostarlo todo a una carta. Yo era más ágil y rápida que él, aunque era consciente que ya no tanto desde mis últimos problemas de salud y heridas varias, o tal vez porque los años no pasan en balde. Y él era mucho más fuerte que yo, a pesar de su edad. Teniendo en cuenta esto, y encomendándome a santos, vírgenes y dioses en los que no creía…

… me decidí.

Solté un grito de guerra mientras daba un paso atrás para tomar impulso y alzaba mi espada por encima de mi cabeza, desde una guardia baja. Él se apresuró a defenderse alzando el metal transversalmente ante su rostro, pensando sin duda que me había vuelto loca y pretendía hendirle el cráneo: con ese ataque, no le habría resultado difícil parar mi estocada y, casi sin hacer ni un giro más con su arma, rebanarme el cuello. Pero yo, en lugar de avanzar hacia él, escoré el paso que estaba dando hacia la derecha, cambié en el último momento la trayectoria de mi espada de modo que ésta trazó una diagonal de través hasta casi el suelo, con tanta fuerza que su peso me arrastró hasta quedar entre derribada y arrodillada. Él no esperaba que el ataque se desviara de esta manera, y no pudo virar a tiempo su hierro para pararlo ni retroceder, y tampoco pudo rectificar y dar un tajo hasta llegar a mi aorta con efectividad: antes de que pudiera hacer algo más que rozarme, mi filo le rajó la ingle y el chorro de su sangre arterial me estalló en la cara, por segunda vez aquella noche. Yo vi cómo se derrumbaba casi en cámara lenta, pero era mi incredulidad la que paraba el tiempo, pues todo fue muy rápido para él. Muy rápido. Ruego, sin embargo, que tuviera la oportunidad de sufrir un momento eterno para comprender, antes de morir que yo había aprendido, definitivamente, había perdido. Aunque quizá los dos habíamos perdido. Aunque quizá nadie había ganado.

Pero aquello no había acabado aún.

Me incorporé rápidamente. Demasiado rápidamente, dadas las circunstancias y el corte, aunque superficial, de mi cuello. ¿Fue un presentimiento, o los deseos de huir de aquel espectáculo repugnante? Sea lo que se, aquello me salvó la vida. La saeta que alguien había disparado a mi espalda dirigida hacia mi nuca me rozó la mejilla izquierda, y sólo la mejilla izquierda. Me volví instintivamente, aunque nada podía hacer contra un arma arrojadiza a esa distancia, y vi como Gustaf, con la mirada preñada de una determinación letal, se apresuraba a tensar de nuevo la cuerda de su arco desde la entrada. No tuve tiempo de pensar, no tuve tiempo de ponerme a salvo; antes de ello, vi cómo su cuerpo se estremecía y, acto seguido, se desplomaba en el suelo. Muerto. Pasó un largo minuto antes de entre las neblinas del amanecer surgieran las figuras de Gonzalo y de Guillaume. El primero levantó su arco en señal de triunfo.

-Es la segunda vez que te salvo la vida hoy, Eowyn –dijo, jovial-. Espero que sepas tenérmelo en cuenta.

Una idea pasó por mi cabeza, de pronto.

-Eres certero, Gonzalo. Ahora, la distancia era mucho menor. Pero aún así…

Volvió a encogerse de hombros, como acostumbrado a los halagos a su puntería.

-Mi bisabuelo hizo un favor a unos arqueros galeses ultramontanos en las Navas de Tolosa. Ellos le enseñaron y el conocimiento se ha transmitido en mi familia, al igual que este viejo y útil arco.

-Incluso para un arco de este tipo, es demasiado.

Él pareció desconfiar

-No te entiendo. ¿Qué quieres decir con “demasiado”?

-Demasiado para ser un templario –me apresuré a explicar–. Bien es sabido que lo vuestro no son los proyectiles-. Cambié de tema-. Pero ¿qué hacía éste aquí?

-Se nos escapó –añadió Guillaume, contrariado-. Lo siento, teníamos demasiados frentes abiertos y el rey prácticamente debe de estar entrando por la puerta, si es verdad que, como suele hacer, ha pasado la noche en Miravet. Pero en cuanto nos dimos cuenta, y sabiendo quién era, imaginamos que te buscaría, así que el jefe nos envió aquí a guardarte las espaldas a toda velocidad; al parecer, aunque no les reconoció entonces, los nuestros tuvieron un encuentro de camino hacia aquí con este muerto y con su compañero, cuyo cadáver también hemos encontrado afuera. Les hicieron huir, no sin que consiguieran herir antes a nuestro común amigo, como ya viste antes. Quién iba a imaginarse que volverían. Según parece, trabajaban también para Blanca, pero al mismo tiempo tenían su propia iniciativa; por eso apareció tan de repente, también se le escaparon a ella y temió que me mataran. Lo que no me ha explicado es cómo estaba tan segura de que yo estaba aquí… en fin… Por cierto –señaló el cadáver que se desangraba a mi lado-, veo que por aquí ya todo ha terminado.

Dejé caer la espada al suelo. El ruido metálico sonó como si las puertas del infierno se cerraran tras de mí

-Sí –respondí-. Todo ha terminado.

Ellos me miraron consternados. Sabían que mis palabras alcanzaban un significado más amplio aún de lo que parecían.


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