Revista Arte

El deseo inevitable más artístico creado en un cuadro, la pasión de los dioses, o el engaño de Zeus.

Por Artepoesia
El deseo inevitable más artístico creado en un cuadro, la pasión de los dioses, o el engaño de Zeus. El deseo inevitable más artístico creado en un cuadro, la pasión de los dioses, o el engaño de Zeus.
La capacidad de aquellos creadores de la mitología griega por relacionar todas sus intrincadas y enrevesadas historias fue ya magistral. Porque todo estaría relacionado, toda leyenda fue ocasionada por algo que sucedió también antes, siendo así una cosmogonía genealógica muy bien urdida y con todos sus protagonistas totalmente entrelazados. Con su jerarquizada estructura los dioses y los hombres acababan también unidos, aquéllos engendrarían hijos de éstos que volvían a ser semidioses, que, a su vez, engendraban a otros hombres. Pero, en lo alto de la pirámide de su mundo -reflejo del nuestro- existirían ya los dioses del Olimpo. Ellos manejaban, condicionaban y alteraban las vidas de los hombres. Una ciudad por entonces, Troya, obsesionó ya a los aqueos, a los antiguos habitantes griegos de la Acaya, una región ubicada en la más extensa península del Peloponeso. Y, entonces, se desataría la guerra. Y los griegos lucharían entre ellos -los aqueos y los troyanos- para tratar de vencer tan solo en una guerra. Pero, sin embargo, todo no comenzó por un deseo de poder o de gloria, no, comenzaría ya a causa del famoso y artístico Juicio de Paris.
Sí, la guerra de Troya fue ocasionada mitológicamente por los celos de una mujer, Hera, cuando fuera rechazada por Paris frente a la hermosa y seductora Afrodita. Pero, al parecer, todavía habría antes otra cosa que llevara al juicio parisino. Fue ya en la celebración de las bodas de los padres de un gran héroe luego -Aquiles-, Peleo y Tetis. A este enlace de la nieta de una diosa -la titánide Tetis, esposa y hermana de Océano- fueron invitados todos los dioses y diosas, todos menos una. Eris, la diosa de la discordia, no sería invitada, así que su ofensa ocasionó que se presentara en la boda con una manzana dorada, echándola ahora al suelo con una determinación: que fuera entregada a la mujer más bella de las que allí se econtraran. Al final, sólo tres diosas fueron seleccionadas, Atenea, Afrodita y Hera. Para decidir cuál de entre ellas era ya la más agraciada, Zeus -el más grande dios olímpico- decidió que fuera ahora Paris, un joven y troyano mortal, quien al final la eligiera.
Y ahora sí, así comenzaría ya todo. Elegida Afrodita, Hera sentiría una frustración y ofensa tal que juraría atormentar al troyano Paris con lo peor que pudiera sucederle: acabar y destruir su famosa ciudad. De este modo, comenzarían los dioses interviniendo ahora en la vida de los hombres para que cada uno encajara ya en el papel determinista que aquellos antes hubieran osado ocasionar. Y comenzó la guerra, y los troyanos se defendieron con tanto valor y decisión que los aqueos se vieron impotentes de continuar, perdidos ahora en la duda vencida de seguir o volverse por donde habrían venido. Cuando la diosa Hera comprobó lo que pasaba, sintió que toda aquella venganza suya acabaría ya en nada. Una cosa era provocar la guerra y otra diferente decidir el resultado, los dioses sólo podrían condicionar, no exactamente elegir un final. Pero, para salvar las veleidades de algunos otros dioses, Zeus trataría ya de ser el centro de equilibrio y justicia divina para las acciones exteriores a los hombres y su mundo.
Cuando los griegos decidieron luchar, Zeus trataría que la equidad de las condiciones cósmicas fueran siempre respetadas. Que sólo la capacidad, la voluntad y el ardor ante la guerra, fueran entonces las bazas para ganar o perderla. Sin embargo, Hera -Juno en la mitología romana- no podía dejar ahora que los aqueos perdieran: ¿Qué hacer entonces? La única forma de hacer algo era inhabilitar a Zeus el tiempo preciso para que los troyanos perdieran. Sin embargo, éstos estaban más decididos a defender sus costumbres, su ciudad y sus destinos. Los otros, los aqueos, habían sido llevados por la ambición de un solo hombre, Agamenón, y estas solas cuestiones no armarían ya el corazón y los deseos de los hombres. Esta sutil diferencia estaría por entonces haciendo que los troyanos vencieran, ante la falta de fuerza que provocará a los contrarios que luchan ser llevados ahora tan lejos sólo para conquistar otro reino. Y eso fue lo que Hera de todos modos consiguiera, vencer a Zeus, su esposo, en una de las seducciones legendarias más famosas, hábiles y olímpicas de entonces.
Y así lo relatará La Ilíada en su libro XIV. Antes hay que decir que el fogoso e infiel Zeus sólo se dejaría ya seducir por los amables adornos de una belleza distinta. Que Hera dejaría de ser una esposa zalamera cuando viera como él la engañara ya con otras. Así que decidió, en una de las más hábiles y sutiles formas de seducción mejor ideadas de la mitología, transformarse ahora en una muy deseada mujer, tanto como ya lo fuese antes, tanto como a Zeus le agradase ahora, y tanto como necesitara hacerlo ya para conseguir, por fin, su objetivo inconfesable. Primero deberá embellecerse exageradamente, pero necesitará retirarse lo bastante como para no ser vista ahora. Llevará así su primer engaño a Zeus con la mentira de que se marchará lejos para ver a otros dioses. Porque también deberá ser aquí la sorpresa, lo inesperado, además, para que dirija ahora Hera una eficaz seducción. Así que cuando ella regresa, el gran dios la verá y no podrá ya dejar de desearla.
Entonces ella lo aturde, lo duerme con la ayuda de Hipnos -dios del sueño- después de una desaforada escena pasional de dos seres entregados al mayor de los deseos. Y es de esta forma, con el más artístico de los deseos representados en un cuadro, como el pintor irlandés desconocido James Barry (1741-1806) llevará a un lienzo la escena. Escena ahora del momento más intenso en el que dos amantes se mirarán ya en un alarde de pasión indescriptible. Hera y Zeus se encontrarán en lo alto del monte Ida, en la isla griega de Creta, cercados además por las nubes que, como sábanas de un tálamo sobrevenido, acogerán así a dos seres llenos ahora de una inevitable sensación insoslayable. Y el pintor neoclásico irlandés conseguirá aquí una de las obras más inspiradoras de deseo de toda la historia del Arte. Apenas se abrazarán ahora, porque son aquí solo sus dedos, sólo sus dedos son los que, ahora, solo se tocan. Pero es ya la mirada de ambos, una mirada perfecta, enfrentada de deseo. Tan cercana estarán ya las mismas pupilas distintas, que arderán las pestañas de ambos en una ahora muy polarizada, erizada o electrizante emoción.
Al final conseguirá Hera lo que ya se propuso. El gran dios entre los dioses dejará de estar despierto el tiempo suficiente para que los aqueos cambien su destino. Otros dioses más parciales a éstos -Poseidón, hermano de Hera- aprovecharán el desgobierno divino para favorecer a los aqueos. Animó a estos griegos ahora para que volvieran a sentir la fuerza que ellos mismos habrían dejado antes de tener. Así, los reyes aqueos heridos volvieron a tomar las armas para luchar con más ahínco. De este modo cambiaron las cosas y los troyanos terminaron vencidos. Fue el éxito de una seducción, y el momento más decisivo lo plasmó ya el pintor irlandés en su obra Juno y Zeus en el monte Ida. Aquí se verá aquel engaño convertido ya en una veraz conmoción de dos seres aturdidos. Y es que el creador así lo deseará hacer ver en su obra: que la impostura del deseo es menos poderosa que el deseo en sí, y que éste acabará por vencer sobre cualquier engaño, convirtiéndolo ya en una virtual realidad de lo que quiso, aunque aquél llegue a conseguir ahora, con los ojos vencidos y entregados de deseo, todo su inicial, ladino y mendaz objetivo. 
(Óleo Juno y Zeus en el monte Ida, c. 1790, del pintor irlandés James Barry, Museo Sheffield, Inglaterra; Lienzo del pintor francés François-Xabier Fabre, El Juicio de Paris, 1808, Francia.)

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