Revista Cine

El desmitificador: Heat (1995)

Publicado el 07 mayo 2014 por 39escalones

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Michael Mann, al igual que Ridley Scott, intenta paliar sus carencias como autor a través de la repetición de guiños esteticistas a lo largo de sus películas, marcas visuales y constantes argumentales presentes en muchas de sus cintas que raramente resultan eficaces y convincentes, y que, por el contrario, invitan más a subrayar su insuficiencia que a apuntalar su presunta solvencia como creador más allá de la acumulación de funciones y oficios en cada título. Así, aunque en Heat (1995) asume el papel de productor y guionista además de director, el resultado final es que, tal como ocurre en sus películas más celebradas, como su aproximación al universo de Hannibal Lecter antes de Anthony Hopkins, del que ya hablamos aquí, o en sus más importantes y colosales cagadas, de las que también hemos dado buena cuenta por estos lares, su película es otro de esos mamotretos de los años noventa que bebe directamente de las fuentes del cine de género sin aportar novedades ni suponer revisión alguna, y cuyas bazas positivas se limitan a dos apartados: en primer lugar, la construcción narrativa en torno a tres grandes secuencias (el atraco inicial a un furgón blindado, el espectacular atraco central a un banco de Los Ángeles, y, por último, el enfrentamiento final entre los antagonistas); el segundo, y muy decepcionante, la expectativa de ver por fin juntos de nuevo a Robert De Niro y Al Pacino encabezando el reparto de una película, compartiendo esta vez planos y escenas. Por el contrario, la película, de duración extremada e innecesariamente larga (roza las tres horas) abunda en los vicios que Mann ya manifestaba en su famosa teleserie policiaca sobre la corrupción en Miami, esto es, vender estilo -bastante hortera, por otra parte- en lugar de contenido, con sus famosas e innecesariamente largas tomas aéreas de entornos urbanos, de laberintos de calles filmadas desde un helicóptero, preferentemente por la noche, y su costumbre de detener la acción o de pausar el progreso narrativo del film para ofrecer piezas musicales de concepción y estética videoclipera a través de las que, supuestamente, se pretende crear una atmósfera determinada, entre el thriller canónico y cierta pretensión emotivo-sentimental que embellezca de trascendencia y profundidad, puro envoltorio, lo que no pasa en realidad de mera superficialidad.

Las habituales maneras de Michael Mann, en particular la apertura de la película con una escena de acción enmarcada en un escenario natural (casi toda la película está filmada en exteriores de Los Ángeles), no son más que la aproximación a una colección de tópicos sobre sus protagonistas que sirven de larguísima transición a los otros dos clímax que puntean el film. Se trata del consabido duelo de dos profesionales reputados, uno a cada lado de la ley, que simbolizan el orden y el caos pero a los que Mann se acerca con ecuanimidad, si es que el “malo” no resulta ser incluso superior al “bueno” (estos papeles no se mantienen necesariamente así a lo largo de todo el metraje) o más simpático que él de cara al espectador, y cuyos sendos problemas domésticos y de pareja resultan tan dificultosos, atragantados y complejos de solventar como la propia trama criminal que los involucra, consume y enfrenta. Esto hace que los tan cacareados protagonistas no sean más que arquetipos, perchas de género diseñadas con pequeñas pinceladas (de nuevo) estéticas (algunas histéricas, como ocurre con Pacino), que no precisan descripción, explicación ni justificación, que representan estereotipos, que hacen acopio de fórmulas típicas, y cuya posición respecto a la trama y al público es la quedar fuera de cualquier atisbo de desarrollo dramático mínimamente construido. Son personajes-pantalla que se limitan a ocupar determinado espacio en el argumento pero cuya entidad final depende de aquello que el público reconoce en ellos derivado de su diseño superficial y de su previa memoria cinéfila. Son personajes que en ningún momento se conocen por el espectador, sino que sólo se reconocen como reflejo de otros anteriores de películas enclavadas en el mismo género.

Eso hace que el desarrollo narrativo de la película sepa a ya visto: el representante de la ley persigue al delincuente (secuencias de seguimiento, de interrogatorio, de investigación y de persecución propiamente dicha) en clave de buenos y malos, al mismo tiempo que, en los descansos que sus respectivas actividades les proporcionan, sus cuitas domésticas son las que ocupan el interés central del film, si bien no hay sustancia en estas situaciones, presentadas más como obstáculo para labor de cada uno que como interesantes por sí mismas para el discurso de la película. El choque entre ambos aspectos resulta contraproducente: la pareja, la familia, no son más que lastres, baldones, inconvenientes, para la definición de los personajes masculinos, para su realización, para su desarrollo. Los problemas caseros de Pacino resultan increíblemente burdos y torpes, además de patéticamente tópicos (esposa desatendida -Diane Venora- que no entiende la profesión de su esposo ni su atracción personal por volcarse en ella e hija adolescente en fase problemática), mientras que la relación que el personaje de De Niro entabla con el de Amy Brenneman, el enamoramiento sobre el que pesa, cual espada de Damocles, el primer mandamiento del delincuente profesional (no atarse a nada que no pueda abandonarse en treinta segundos en una situación de emergencia) carece de credibilidad y verosimilitud en su tratamiento y desenlace. Por último, en cuanto a la pareja Val Kilmer-Ashley Judd, transita por los manidos lugares de la fatalidad, la infidelidad y la incomprensión mutua, y la redención definitiva a través de la catarsis violenta, más cercana a algunos ejemplos de relación entre los héroes y heroinas del western que a los de intriga criminal. En el apartado más relacionado con el thriller las cosas no son mucho mejores. La inexpresividad de De Niro, su interpretación con piloto automático (de la que, curiosamente, sólo consigue evadirse en su banal interludio romántico), insustancial, sin matices, del habitual cliché de atracador perfeccionista y meticuloso que se mueve por el reverso de la ley pero que atesora un rígido código de honor que condiciona su comportamiento personal (una integridad que pone por encima incluso del riesgo para su propia vida, pero no para la de su chica, que, vulneración de su regla número uno por delante, finalmente provoca su perdicióin), contrasta con el desquiciamiento autoparódico de Pacino en sus arranques histéricos como teniente de policía, su lenguaje malsonante, sus réplicas groseras y su cinismo de cartón piedra, sus ridículas poses (peinado aparte) en las secuencias de acción.

De este modo, Heat queda reducida a tres importantes secuencias (atraco de apertura, asalto central y colofón), las dos primeras excelentemente rodadas (la primera de ellas beneficiada por su efecto sorpresa en el minuto uno; la segunda por su espectacularidad, vibrante en cuanto a ritmo y trabajo de cámara, sobresaliente en el uso del sonido -se puede escuchar al caída en el suelo de cada uno de los centenares de casquillos de bala que saltan por los aires durante el tiroteo-), la tercera, la del esperado duelo final, tan redundante y artificiosamente prolongada que termina por hastiar, máxime cuando se adivina prematuramente cuál va a ser el sentido de su conclusión, conectadas por intrascendentes, densos, estirados y poco elaborados dramas personales que en ningún momento logran alcanzar dimensión dramática propia por sí mismos. Quizá la esperadísima primera secuencia compartida por De Niro y Pacino simbolice adecuadamente la sensación de thriller descafeinado que supone la película: rutinaria, carente de toda ambición formal (el argumento publicitario de Pacino y De Niro compartiendo secuencias se viene abajo cuando Mann escoge el tradicional plano/contraplano para retratar la escena) y argumental (la secuencia sólo sirve a la más que discutible, por tópico, finalidad de evidenciar que ambos personajes son los lados de un mismo espejo, profesionales solitarios que son más parecidos entre sí de lo que ambos creen, al mismo tiempo condenados a enfrentarse por razones ajenas a sí mismos pero que en otras circunstancias podrían entenderse, comprenderse y complementarse), revela un elemento particularmente decepcionante, que no es otro que la abrumadora falta de química entre ambas viejas glorias muy venidas a menos. Demasiado larga, colocada a mitad de metraje, e inconclusa (remite directamente al posterior careo violento que cierra el film), construye un gigantesco castillo en el aire a base de excesos visuales y expectativas prometidas que se cae por su propio peso al quedarse corta en lo esencial y perderse en insulsos recovecos. Un ejercicio de estilo que, más allá de su estética, resulta decepcionante.

 


El desmitificador: Heat (1995)

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