Sí, yo gritaba en casa. Y sabía que no tenía que hacerlo. Que poder, sí que podía, es decir, nadie me lo impedía.
Gritar a la pareja o los niños es de esas cosas que no se tienen que hacer
Mucha gente lo sabe y lo entiende así. Porque lo ha vivido en sus propias carnes y es algo de lo que no guarda buen recuerdo. De niños los gritos de nuestros padres nos asustan, sentimos miedo de lo que pueda pasar cuando nos encontramos ante nuestro padre y nuestra madre iracundos y descontrolados. Y las palabras en alta voz, las amenazas e improperios, las culpabilizaciones, nos hacen sentir terriblemente mal, imperfectos y merecedores de esa violencia. Hasta que vamos creciendo y entonces nos desagrada profundamente aunque sabemos que es injusto y tratamos de huir de esas situaciones o bien escondemos aquellas decisiones que pueden originar la tormenta.
Así me encontré yo un día: dando gritos y plantando amenazas ante la desconcertada cara de ms hijas. Una vez que pasaba el mal rato yo me preguntaba: ¿dónde está la madre amorosa que he sido hasta ahora? ¿qué me pasa que tengo que solucionarlo todo a base de voces? ¿seré capaz de controlarme algún día?
No estaba dispuesta a convertirme en un ogro malvado para el resto de la crianza de mis hijos, así que empezó la búsqueda de estrategias, las pruebas con respiraciones, la represión de palabras, los días buenos y las caídas inevitables en las viejas costumbres…
Me dí cuenta de que dejar de gritar no era tan fácil como proponérmelo y punto. ¿Por qué? Porque gritaba no de forma ocasional, sino casi todos los días. Es decir, además de un hábito y un recurso fácil gritar y amenazar era algo más.
Era una válvula de escape
Hay algunas propuestas que sirven para momentos puntuales: respirar hondo, alejarnos de nuestros hijos unos minutos, visualizar a nuestros niños cuando eran bebés y recuperar el sentimiento de ternura que nos inspiraban entonces… pan para hoy y hambre para mañana. Si el origen de nuestro descontrol va más allá de momentos ocasionales en que se nos escapa un “¡basta ya!” entonces necesitamos algo más que buenas intenciones y estrategias de autocontrol.
He llegado a este convencimiento por propia experiencia y observando a otras familias. Si vamos al origen de nuestra insatisfacción entonces aprenderemos a cambiar el modo de comunicarnos.
Y tú , ¿para qué gritas?
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