Revista Arte

El Eros sagrado, el arrebatamiento, la sutil impudicia, el dolor, la fuerza pasional y el Arte.

Por Artepoesia
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Tú no sabes, imprudente, de quién huyes, y por eso huyes. A mí me obedecen el país de Delfos, Claros, Ténedos y la regia Patara; yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el porvenir, el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las cuerdas. Mi flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la cual ha hecho en mi corazón, antes vacío, esta herida.    Así escribió el poeta latino Ovidio (43 a.C.- 17d.C.) estos versos para su relato mitológico Apolo y Dafne, parte de su obra Las Metamorfosis.  Es de los pocos relatos cuyos protagonistas sufren, involuntarios, el deseo al que son dirigidos. Es el dolor en este caso el que motiva, desarrolla y mitiga la pasión. Al parecer el dios griego Eros llegó a sentir un profundo desprecio por el extraordinario Apolo. Este dios, a diferencia de aquél, era hábil en casi todo; un virtuoso de la caza, de la música, de la poesía, de las Artes, de la curación. Dios de la Luz y del Sol. En cambio, Eros, sólo era el dios de la atracción, de la unión desaforada, a veces fértil y misteriosa
Una vez, decidido, Eros ideó vengarse para siempre de Apolo. Así que, utilizando dos flechas, una de oro y otra de plomo, enfrentó, despiadado, a la hermosa Dafne con el orgulloso Apolo. La herida dorada penetró en Apolo la irresistible y nueva -para él- sensación enamorada. La otra, la incisiva punta de plomo, consiguió, sin embargo, en Dafne, probablemente del todo propicia, justo ahora lo contrario. Cuando el gran escultor italiano del barroco, Lorenzo Bernini (1598-1680), se planteó cincelar su obra -Apolo y Dafne- en 1622 imaginó a la ninfa sobrecogida a su pesar, llevada por un extraño dolor inevitable. Apolo, el dios sereno y virtuoso, lo muestra ahora el escultor casi sorprendido, asombrado algo, aunque firme, por su ardoroso y rutilante deseo.
Desde el Renacimiento los creadores del Arte han tenido una especial pulsión, a veces, por mostrar veladamente los símbolos eróticos; al parecer fue lo sagrado, curiosamente, lo que llevó a encumbrarlos al Olimpo de lo deseoso. El cristianismo medieval no sólo cercenó su natural sentido, sino que contribuyó, sobremanera, en hacer de las partes sexuales del cuerpo humano un objeto de voluptuoso e inconfesable delito. Los antiguos griegos y romanos no veneraban tanto -quizá por su natural consentimiento- los elementos posteriormente más erotizados del cuerpo. Tal vez por ello los artistas comenzaron a transgredir, con su incontestable Arte, el poderoso influjo pudoroso que abominaba de los senos femeninos, de los torsos masculinos y, sobre todo, de los desgarrados momentos de pasión y éxtasis, ya fuesen éstos sagrados, mitológicos o profanos.
Cuando Bernini fue llamado en 1647 a crear una gran obra -Éxtasis de Santa Teresa-  para una capilla de la iglesia carmelita de Santa María de la Victoria en Roma, el mecenas le sugirió que podía, ya que existía en la misma iglesia un éxtasis anterior de San Pablo, crear esta vez la misma sensación, pero de una santa más reciente y apropiada por su pertenencia a la misma orden de esta iglesia. El escultor llevó su prodigioso arte a tal punto que algunos críticos, años después, no dudaron en afirmar que el arrobamiento místico conseguido tenía más de sugerente sensación física y sexual que de compungida querencia sobrenatural.  Pero, no se equivocaban, ni ellos ni los otros. El Arte obtiene precisamente eso: alcanzar esa línea liminar, esa frontera donde ambos y opuestos conceptos se hacen intercambiables, pero sin llegar a menospreciar ninguno de los dos.
Uno de los napolitanos aristócratas más extravagantes y curiosos que hayan quizá existido fue Raimundo de Sangro, más conocido como príncipe de San Severo (1710-1771). A parte de ser un gran ilustrado, pertenecer a la masonería y conocer los avances científicos de su época, fue un ingeniero militar y un mecenas artístico. Para la capilla de su palacio napolitano decidió, en 1744, encargar unas esculturas diferentes, de una creación exageradamente compleja, pero de resultados brillantes, sobrecogedores y bellísimos. Allí, además de otras obras excelentes, llegó a situar la composición titulada La Castidad Velada. Su autor, el escultor italiano Antonio Corradini (1668-1752), llegó a confeccionar, genialmente, una arrebatadora estatua femenina desnuda, cubierta además por un fino y transparente velo, pero todo ello realizado en la misma y maravillosa piedra.
Hacia el temprano 1450 el magnífico pintor francés Jean Fouquet (1420-1481) logró mostrar por primera vez de un modo explícito, y sin justificación casi, el pecho descubierto de la imagen sagrada de una Virgen para su Díptico de Melum. Fue con toda probabilidad el comienzo del cambio cultural para representar, sólo de por sí, aunque sesgadamente siempre, los símbolos eróticos que habían sido desde siglos antes anatemizados y ocultados por la rígida y antinatural doctrina eclesial. Tiziano y Miguel Ángel, Rubens más tarde, consiguieron excusar sus imágenes sagradas con la sutil justificación escenográfica. La belleza se impuso; la genialidad mantuvo así, tras las paredes de los palacios o de las grandes casas, la insinuante erótica sagrada. Esa que, en ocasiones velada y en otras menos pudorosamente, el dios griego Eros ya impusiera con su dardo matador y fascinante.
(Escultura La Castidad Velada, de Antonio Corradini, 1744, Capilla de San Severo, Nápoles; Cuadro de Guido Reni, Martirio de San Sebastián, siglo XVII, Pinacoteca de Génova; Detalle de la obra Apolo y Dafne, de Lorenzo Bernini, 1622, Galería Borghese, Roma; Detalle rostro de la escultura de Bernini, Éxtasis de Santa Teresa, 1647, Capilla Cornaro, Roma; Fotografía de escultura, El beso de la muerte, Cementerio de Poble Nou, Barcelona; Detalle del fresco de Miguel Ángel, Creación de Adán, Capilla Sixtina; Detalle de la obra escultórica de Bernini, Beata Ludovica Albertoni, 1671, Iglesia San Francesco a Ripa, Roma; Imagen de la escultura Eros y Psique, 1793, del artista italiano Antonio Canova, 1757-1822; Óleo del pintor italiano del renacimiento Correggio, 1489-1534, No me toques, 1525, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Rubens, La Virgen con el niño, Santa Isabel y San Juan, siglo XVII; Detalle del díptico de Melum, 1450, del pintor Jean Fouquet; Óleo Magdalena, del pintor Tiziano; Cuadro La Madonna del cuello blanco, 1535, del pintor italiano Parmigianino; Cuadro del pintor colombiano Carlos Correa, La anunciación, 1940.)

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