Revista Cine

El eructo del T-Rex

Publicado el 12 junio 2015 por Maresssss @cineyear
Publicado en Noticias, opinamos, películas / por Pablo R. Montenegro / el 12 junio, 2015 a las 11:25 am /

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Básicamente, existen dos tipos de niños. A los que les da por los dinosaurios, y a los que no. No sé tú, pero yo fui probablemente el ser humano más joven en sacarse una tesis doctoral. Sobre dinosaurios, por supuesto.

Una colección de CDs, varios libros, una serie documental en VHS y algunas tardes, destornillador en mano, buscando fósiles en el descampado frente a casa (hoy un lujoso bloque de pisos aún por estrenar). No necesité nada más que eso y un poco de imaginación para desarrollar un apasionado y sincero amor por esas criaturas reptiloides de extraordinarias dimensiones que, según se decía, hollaron la Tierra millones de años atrás.

Por eso, cuando muchos nos sentamos en una butaca, allá por 1993, y observamos, primero a través de los del personaje de Neil Graham, e inmediatamente después con nuestros propios ojos, cómo un inmenso brachiosaurio se paseaba apacible por las lomas de la isla Nublar, donde se estaba preparando un zoológico prehistórico llamado Jurassic Park, lo primero que nos vino a la cabeza fue algo tal que: “¡Dios mío! ¡es un dinosaurio! ¡Han grabado a un dinosaurio de verdad!”.

Y es que la historia de Crichton, magistralmente llevada al cine por el gran Spielberg, consiguió conectar con el público de una manera muy especial, como quizá ningún otro clásico del cine ha conseguido. Porque estaba plasmada con potente naturalidad y un realismo apasionante, y porque cumplía el sueño de infancia de muchísima gente, situándonos automáticamente en una posición de empatía directa con los personajes protagonistas. Estábamos ahí, junto a ellos, igual de emocionados, igual de impactados… e igualmente aterrorizados.

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Por todo eso, cuando al inicio de Jurassic World un plano nos muestra cómo los más pequeños observan obnubilados la gran puerta que da la bienvenida al reinventado parque jurásico, es inevitable sentir, al menos, una leve punzada de empatía. Nosotros somos uno de esos niños. Lo fuimos entonces, y lo vamos a ser de nuevo. Tal vez.

Y es que hay en Jurassic World un elemento tan curioso como interesante: una especie de meta-trama, una mímesis narrativa que nos lleva a identificarnos con el propio público del parque, incluyéndonos en la realidad de la película de un modo tan efectivo que es casi imperceptible. Nosotros somos el público, el de la sala de cine y el del parque de atracciones.

Por tanto, es tremendamente significativo que en la propia película se aluda directamente al espectador a través de la alusión al visitante, interpretando qué es lo que desea y espera ver en esta nueva entrega, en este nuevo Jurassic Park. Entre los mismos personajes ya existe la polémica: ¿qué debemos hacer ahora? ¿Necesitamos de veras un nuevo dinosaurio, más grande, más listo y más guay? ¿Más patrocinadores? ¿Es que ya a nadie le sorprenden los dinosaurios? ¿Cómo seguir haciendo atractivo este parque? ¿Y esta saga? El propio argumento se pone en tela de juicio por la propia película. 

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El admirador del Jurassic Park original no sólo es halagado mediante sucesivos guiños y secuencias enteras que son en sí mismas un homenaje al clásico (algunos minutos son verdaderas epifanías de nostalgia) sino que además está físicamente en la película, en forma de informático que es más bien un niño de treintaytantos (otro clásico) y representa a quienes, en efecto, no estábamos muy convencidos con algunos ingredientes de esta cuarta entrega. 

Es casi como si los creadores se hubieran acuclillado frente al espectador (a quien imagino como un niño expectante, diplodocus de plástico en mano), a susurrarle con cariño algo como: “Sí, sabemos que esto del dinosaurio nuevo creado en un laboratorio como resultado de un potaje genético es un poco ida de olla; y sí, también sabemos que lo del prota con su moto escoltado, al más puro estilo badass, por raptores con GoPros infrarrojas acopladas a la cabeza tiene mucho de sobrada palomitera. Pero tenemos que innovar de alguna manera, y te aseguro que lo haremos con todo el cuidado posible”.

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Y así es. Porque si bien algunas de las controvertidas premisas de este guión sufren la escéptica mirada del purista, están todas introducidas de un modo tan cuidadoso, invirtiéndose en ellas el tiempo y el esfuerzo suficiente para darles consistencia y peso narrativo, sin prisas ni estridencias, que terminan encajando en la coherencia global de la película sin problema alguno. Además, existe ya cierta autocrítica implícita, una cierta anticipación consciente del punto de vista del espectador quisquilloso, resuelta magníficamente mediante la relativización cómica o irónica de mano de los propios personajes.

Se mantiene así un estudiado equilibrio entre las ideas innovadoras, tratadas con mucho cuidado para que encajen debidamente, y un profundo respeto por lo clásico. 

Y es que, si se quiere continuar una saga como ésta, lo primero es rendir pleitesía al original y, una vez se ha mostrado la debida ofrenda, ya puede uno reabrir las puertas del parque. Hay que pedir permiso al T-Rex. Y vaya si se pide.

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Se conservan las iconografías características del clásico, se reproducen escenas al más puro estilo de la saga, reinventándolas lo suficiente como para no generar una sensación de vago refrito, pero sin que pierdan su esencia ni su estética visual, familiar y reconocible.

Desde cierta crueldad puntual a la hora de mostrar víctimas siendo devoradas y un no escatimar en muertes de personajes de reparto, hasta los perfiles y evolución de todos los personajes, pasando por numerosas puestas en escena, planos concretos e incluso en el propio ritmo de la película. No así con el punto cómico, en especial el que trata de acercarnos a la relación de Owen y Claire (los protas guapetes), que me parece que sí resulta forzado, lejos de la elegancia con que las dos primeras introducen, casi subliminalmente a veces, sus dosis de humor inteligente. Aquí sencillamente refuerzan una vena de plasticidad que, a Hammond demos gracias, no llega a destacar demasiado y es fácilmente desechable.

Eso sí, es inevitable admitir que existe un excesivo control estético que resta autenticidad y refuerza la sensación de artificio. Parece imposible que pueda haber un solo plano que no esté iluminado cual si fuera un inmaculado anuncio de perfume, ni un personaje que no parezca haber salido directamente de maquillaje y peluquería. Nada es feo e imperfecto, y cada fotograma podría ser enmarcado y colgado en, no sé, el estudio de algún blogger friki. Y es que la luz en Isla Nublar es mejor que la de cualquier estudio fotográfico del mundo.

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En cuanto al universo de la película, si bien algunas de las atracciones resultan del todo inverosímiles, y la presentación inicial del lugar, con el espectacular tema original de John Williams, se queda en una pobre versión, todo lo que tiene que ver con la organización del parque y los trabajadores está correctamente asentado. Todo el backstage, que es lo que interesa. Y si bien a Chris Pratt le hubiese pedido más intensidad en muchos momentos (no debe ser tan fácil plantarte frente a un velocirraptor de esa manera, y necesito verlo aún más en su mirada), en general todo el reparto cumple bastante bien.

El diseño del Indominus Rex, quizá verdadero protagonista de la película (queda claro desde el minuto uno), es innovador pero sin excesos, sin exageraciones absurdas. Se permiten sucesivas licencias relacionadas con la ignorancia, del todo increíble, de los creadores de la bestia para justificar sorpresas y giros de guión posteriores, pero es aceptable. En cuanto a los velocirraptores, salvando momentos de lucidez casi humana, y salvando las distancias con los raptores originales que tan mal nos lo hicieron pasar en aquella cocina, quedan bastante bien tratados. Y dada la premisa del domador, podría no haber sido así y la cosa pudo haberse desmadrado de mil maneras distintas.

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Aún así, llega un momento de la película en que uno echa de menos algo. O a alguien. Y es entonces cuando la película responde, exactamente, a lo que sabe que se le está pidiendo. Y va y cumple el sueño de los niños que llenan la sala.

Al fin y al cabo, estamos aquí para eso, ¿no?

Si uno echa la vista atrás, descubre que el desenlace original tampoco pretendía más que colocar un broche de oro al espectáculo de emociones y al jugar a los dinosaurios que es, al final, Jurassic Park.

Y si bien hay momentos en el desenlace que rozan lo ridículo (uno podría llegar a pensar que incluso Barney va a venir a unirse a la fiesta), la cosa termina como tiene que terminar, y de modo similar a cómo Harrison Ford recuperaba su sombrero fedora al final de Indiana Jones IV, en que quedaba claro quién manda en esa saga, aquí ocurre lo mismo.

Por supuesto, no es lo mismo que en Jurassic Park. Pero lo que sí está claro es que es un intento de recuperar la línea correcta, suponiendo un desprecio explícito (a ver si descubres la evidencia) hacia la anterior secuela y pidiendo a rugidos el beneplácito del espectador.

Y no sé vosotros, pero yo respondí a la llamada, desde mi butaca, con algo que sonó entre aullido de velocirraptor y eructo monumental. De los de niño feliz a la hora de la merienda.

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