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El extraño

Por Isladesanborondon
El extraño  
Llegó al pueblo un forastero, un extraño, alguien al que ninguno de nosotros había visto antes. Compró la casa vieja de Cartucho. Según nos contó una tarde en el bar, un tipo de una inmobiliaria le había ofrecido el doble de lo que pedía por la propiedad. A Cartucho tantos ceros le nublaron la sesera, y muy seguro de que aunque viviera dos veces seguidas nunca vería tanto dinero junto, el cazador renunció sin melancolía a la casa que había heredado de sus padres, y se la sirvió en bandeja a un absoluto desconocido al que por cierto, sólo vimos el día que llegó. Su gran estatura y su piel morena llamaban la atención, también sus ojos negros como el grafito delataban que aquel tipo no era de la región. Recuerdo como si fuera hoy que cargaba al hombro una pequeña mochila en la que no seguramente no llevaba gran cosa. El día que llegó, todos lo tenemos grabado a fuego.
   Apenas había comenzado la primavera cuando el tiempo cambió de repente y un sol de justicia incendió las cosechas dejándonos a todos en la ruina. Pero a esta desgracia se sumó que los pozos y las acequias se secaron, incluso el riachuelo que corre alegre junto al hayedo se evaporó de la noche al día. La vida que de por sí nunca ha sido fácil en este pueblo olvidado de la mano de Dios, se nos hizo insoportable. Nos quedamos sin nada. Con las cosechas perdidas, el campo verde de entonces se convirtió en un infinito yermo. La tierra se abrió como en carne viva implorando la lluvia que parecía habernos abandonado a nuestra suerte. También los animales comenzaron a enfermar. Con mucho pesar, no quedó más remedio que sacrificarlos. Era inhumano ver cómo caían desplomados al suelo, con la lengua colgándoles de la quijada. Las pobres bestias aún se guardaban el último resuello para virar la cabeza al cielo y mirar con angustia a su despreciable verdugo.
   El silencio había instaurado su yugo, nadie tenía el ánimo de antaño, cuando de todo se hacía broma y compadreo. Aquel calor doblegó nuestro orgullo y con la mirada gacha arrastrábamos la desesperación pegada a las botas. Pero algo peor que la falta de esperanza nació en lo más profundo de nuestras almas. La suspicacia crecía como la mala hierba, en silencio asfixió la bondad de la gente y envenenó el aire que respirábamos. Por las tardes los hombres cabizbajos nos dejábamos caer por la taberna. Las partidas de dominó se acabaron porque enseguida nos dimos cuenta que en vez de diversión alentaban la disputa fácil. Al final nos conformamos con pasar un rato reunidos, bebiendo vinos bajo un techo que nos diera sombra, sin importarnos demasiado la tertulia o el silencio. Lo importante era demostrarnos lealtad en nuestra hombría dolida y esperar que aquella penuria pasara de largo sobre nuestras cabezas.
No sé quién, tampoco recuerdo el día, porque aquello parece haber sucedido hace cien años, cuando esa tarde alguien insinuó que la culpa de aquello la tenía el extranjero. Me acuerdo que al principio nos reímos del disparate, pero entre el vino y el calor la cosa se fue entonando y los hombres empezaron a hablar como si llevaran tiempo pensado en lo mismo. Es verdad que nadie lo había visto nunca salir de la casa ni siquiera para comprar en la tienda. Aquella tarde, unos y otros dijeron muchas cosas sobre aquel hombre. Lo cierto es que fueran éstas falsas o ciertas, a partir de entonces un odio desconocido nos ardía en el pecho, y hacía que cada vez que pasábamos por delante de la casa de la cuesta, apretáramos los dientes de rabia.
El extraño
   Tampoco a ellas el forastero les daba confianza. Las mujeres tenían ganas de hablar, y aunque ellas son más dadas a dar vueltas y ponen más imaginación a las cosas, hay que reconocer que casi siempre aciertan en sus intuiciones. Pensaban que el hombre huía de la justicia de un país extranjero, y que se había escondido en un pueblo como el nuestro, con la seguridad de que nadie lo encontraría. Quién lo iba a buscar aquí, en este agujero. Lo más seguro se tratara de un asesino, así que lo más seguro era andarse con ojo, sobre todo con los hijos pequeños. La sospecha prendió como la pólvora y el miedo se instaló entre nosotros.
   En la escuela los chiquillos hablaban del ogro que se escondía en la casa vieja de Cartucho. Pedrito, el monaguillo, dándose importancia les contó a los demás que él sabía de buena tinta quién era en verdad aquel extraño. “No es un ogro, ni el coco, ni nada parecido, que hasta Bartolo es ya mayor para creer en cuentos.” Lolo, levantando el puño amenazó con darle su merecido si no desembuchaba. Todos sabían, Pedrito el primero, que Lolo cuando se ponía a dar, era el rey, así que no se hizo de rogar y les contó que el día anterior, estando en la iglesia, después de la santa misa, escuchó que Don Ramón le contaba en la sacristía a La Sebastiana que el extranjero era la reencarnación del mismísimo diablo. Los chicos creyeron a pies juntillas las palabras de su compañero que terminada la escuela pronto entraría en el seminario. Otro podría mentir pero Pedrito no. El día de San José, al salir de la escuela, los niños de Lomo Alto regresaron a sus casas contando que el señor cura decía que en la casa vieja vivía Satanás y que se los llevaría a todos al mismísimo Infierno. Las mujeres al oír aquello corrieron despavoridas a buscar a sus esposos y a la caída del sol reunidos en la taberna los hombres tomamos aquella determinación.  A medianoche un reguero oscuro cercó la casa. Las antorchas cruzaron el cielo encendido de estrellas posándose sobre el techo de la casa de la cuesta que ardió como hojarasca seca. Lo demás sucedió deprisa. Los perros ladraban sin cesar a la noche. Se levantó un viento racheado que acabó el trabajo que habíamos empezado. Frente a la ventana entre las llamas apareció ante nuestros ojos su silueta alargada. Ni un lamento, ni un gesto de dolor. Nada. Aquel hombre ardió como un pelele. Mirando el fuego, me embargó entonces un terrible y profundo sentimiento de culpa. El daño estaba hecho. Uno a uno regresamos a nuestros hogares. Nadie volvió hablar jamás de aquella noche, como si una niebla de olvido hubiera borrado de nuestra memoria que una vez llegó al pueblo un forastero, un extraño, alguien al que ninguno de nosotros habíamos visto antes.

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