Revista Cultura y Ocio

El gallo del corral – @anapsicopoet

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Él era ese tipo de persona que creía que la pareja era de su propiedad, que el círculo por el que ella se me movía debía ser también el suyo. Que cada paso o cada cosa que hiciese, debía ser de su incumbencia. Él era el más guapo, el más fuerte, el mejor, el que nunca se equivoca, el de la razón absoluta, el de “llorar es de maricas”. Él era ese tipo de persona. Ese que en los recovecos de su pecho quizá tuviese corazón, pero que nunca lo mostraba. Ese para el que la empatía era la utopía de los necios y que la ley que guiaba la vida era la misma que la de la selva. Era ese tipo de persona a la que si la haces, la pagas, el cancerbero de la justicia, de la suya, la del “ojo por ojo y diente por diente”. Él era porque estaba, pero no porque fuese. Se alimentaba de inseguridad, y ya se sabe, cuando comes inseguridad, es ella quien acaba contigo.

Carla aprendió a vivir con la insignificancia, el miedo, la dependencia y la paradoja. La paradoja de ese gallo de corral que te quiere tanto que tiene que humillarte, porque SIEMPRE eres tú la culpable. Pero ella sabía que resurgiría, solo era cuestión de tiempo el que saliese a la superficie mientras él se convertía en toneladas de plomo lanzadas en medio del océano.

¿Desde cuándo ganan los malos? se preguntaba Carla, confiando en que su destino encontrase a la resiliencia tomando una copa en un antro perdido de Madrid y le invitase a quedarse. Esperaba ese día con ansia, sin saber que la resiliencia habitaba en su estómago, en sus ganas, en la sangre que la mantenía con vida.

Era un 3 de mayo. Carla salió sin decir a dónde. Sabía lo que le esperaba a su regreso, y en el fondo lo deseaba. De no haber sucedido lo que sucedió, hubiese dado otra oportunidad a la cobardía con la que compartía cuerpo. Cuando llegó, aquel gallo de corral, con su orgullo tocado, pidió explicaciones. Al no encontrarlas, usó sus espolones como defensa. Carla sabía que era última vez, cerró los ojos, y con la sonrisa del que se sabe vencedor, aceptó las represalias. Esa noche durmió en la misma cama que el verdugo, todo era cuestión de horas, había aguantado años, se sentía invencible. Cuando ella despertó, él ya no estaba. Encendió la radio, sonaba Ghir Enta, de Souad Massi. Saco una pequeña maleta de un altillo, la abrió, y sin prisa alguna, fue introduciendo su ropa al ritmo que marcaba la música. Frente al espejo fantaseaba con su nueva vida, su cuerpo danzaba, se sentía libre. Se dio una ducha, comió algo antes de salir, rastreó con la mirada los muros de aquella casa a la que nunca volvería y partió a cualquier destino, donde estar en casa significase sentirse en casa, donde las miradas no matasen, ni el miedo llenase sus rincones. Salió y cerró la puerta cambiando todo lo que tenía por una sola cosa, su libertad.

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