Revista Ciencia

El gato de Schrödinger y sus implicaciones…

Publicado el 11 marzo 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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La paradoja de Schrödinger es un experimento ficticio que ha puesto a prueba la capacidad mental de los humanos durante el último siglo; a día de hoy, ni siquiera los premios Nobel de Física han logrado estar de acuerdo en cuál puede ser su solución.

Erwin Schrödinger fue uno de los padres de la mecánica cuántica, y la ecuación que lleva su nombre describe la transición de una función de onda a una partícula concreta, es decir, nos dice cuál es la probabilidad de que una partícula aparezca en un lugar concreto; o lo que es lo mismo, explica cómo se forma la realidad en que vivimos: todo lo que existe es, en el fondo, una solución a la ecuación de Schrödinger.

La ecuación de Schrödinger incluía un dardo envenenado para la lógica al uso: el “principio de superposición”, según el cual todas las propiedades de una partícula están presentes siempre y cuando ésta no sea sometida a observación. Pero Schrödinger, al igual que otros pioneros en el nuevo mundo cuántico, tenía cierto síndrome de Frankenstein y le llevó un tiempo aceptar a su criatura, a la que consideraba monstruosa, tanto más cuanto más se demostraba su acierto y se hacía consciente de haber acabado con el sentido común como guía hacia el conocimiento.

Es por ello que, en un intento de suicido intelectual para demostrar cuán absurdo era todo, propuso lo siguiente en 1935: coloquemos a un gato y un tarro lleno de gas venenoso dentro de una caja cerrada, en la cual además habrá un poco de uranio y un contador Geiger conectado a un interruptor del cual depende que se suelte un martillo justo encima del tarro. Si el uranio emite radiación, el contador la detectará, se activará el interruptor, el martillo romperá el tarro y el gato morirá.

En términos cuánticos, las partículas radiactivas del uranio están en un estado de superposición hasta que no se las observe, o sea, que antes de que esto ocurra están descritas por una función de onda en la que han sido emitidas y no han sido emitidas al mismo tiempo. Entonces, en esa situación de espera, ¿qué pasa con el gato?

A su pesar, lejos de acabar con la física cuántica, Schrödinger le dio la vida que necesitaba para convertirse en un problema ontológico de primer orden. De hecho, todos los padres de la criatura acabaron por escribir algún que otro texto filosófico con connotaciones más o menos místicas.

En los ochenta años que llevamos con el gato a cuestas, se han propuesto innumerables soluciones a la paradoja. La primera y más popular fue la denominada interpretación de Copenhague, según la cual el gato, mientras no se abra la caja, está muerto y no está muerto. Los dos estados permanecen en superposición hasta que la onda de probabilidad no se resuelva, y esto no ocurrirá hasta que se abra la caja; sólo entonces, el gato estará definitivamente vivo o definitivamente muerto…

Esto fue el colmo para muchos, incluido Einstein. Con todo, y a pesar del desagrado, la única manera de desmentir la paradoja era estableciendo una barrera entre el mundo microscópico y el macroscópico; y esta barrera, tal y como ha demostrado el tiempo y el éxito de los innumerables experimentos en laboratorio, parece que no existe sino en el empeño por conservar un concepto de realidad que ya no se ajusta a lo que dice la ciencia.

Eso sí que es una paradoja…

Sobre todo ahora que estamos a un paso de que aparezcan las primeras computadoras cuánticas. Como dice el físico Michio Kaku en su reciente libro The future of the mind, los transistores moleculares reemplazarán a los de silicio y, entonces, nos las tendremos que ver con las paradojas cuánticas en el mundo del día a día. Por ejemplo, cuando estos ordenadores controlen los mercados bursátiles y… haya cracks y no haya cracks…

Vale, quizás esto sea exagerado (o no…), pero las cuestiones sin resolver siguen ahí.  Además de la interpretación de Copenhague, Kaku nos recuerda que hay otras dos soluciones a tener en cuenta, pero que nos llevan a derroteros igualmente complicados para nuestra actual forma de ver el mundo.

En 1967, Eugene Wigner subió al estrado con la solución “divina”: sólo un observador consciente puede resolver la función de onda al abrir la caja del gato vivo o muerto, pero este observador también es el resultado de una función de onda, así que, mientras no se la haya resuelto, el observador que ha de resolver la paradoja del gato existe y no existe. Para asegurarnos de que haya un observador ante la caja, debe existir otro observador que lo determine; y, obviamente, será necesario un observador que resuelva la función de onda del observador que observa al observador que observa la caja donde aguarda el gato vivo y muerto…

Y así ad infinitum. Y una vez que se entra en una solución con resultado infinito, sólo puede colocarse un límite “divino”: no es posible formular las leyes de la física cuántica de manera consistente si no es haciendo referencia a una conciencia anterior a todo lo que existe. Tal es la conclusión de Wigner, que hoy en día tiene importantes defensores, como el físico Amit Goswami.

Una tercera solución fue la proporcionada por Hugh Everett y de la que nacerían las diferentes teorías que hoy existen sobre los universos paralelos. La cosa es simple: no hay ninguna paradoja que resolver; sencillamente, todas las opciones generan una nueva realidad en que se desenvuelve cada onda de probabilidad.

Así, en el momento en que a alguien se le ocurre hacer el experimento de Schrödinger, el universo se divide en dos: en uno, se activa el uranio y el gato muere; en otro, no se activa y el gato vive.

Esto significa que todo lo que es posible existe en alguna parte. Una persona puede haber tenido un accidente y no haberlo tenido, haber muerto en un universo pero seguir viva en otro. Y, en cada uno de ellos, permanece ajena a cualquier otra realidad que no sea la de ese universo en particular, considerándolo como su auténtica, única y exclusiva realidad.

En esta teoría, la verdadera realidad, sin embargo, es que somos un resultado de los infinitos posibles en una interminable emergencia de funciones de onda; el dial en un receptor de radio, rodeados por incontables señales que conviven de manera simultánea, “superpuestas”, pero que nuestro aparato debe discriminar de una en una.

Siguiendo las palabras de Kaku, en esta sala desde la que escribo habito con las funciones de onda de dinosaurios que no desaparecieron porque en su universo no hubo impacto de meteorito alguno; con piratas de un universo en que la civilización fracasó, extraterrestres que se dieron a conocer a una humanidad muy diferente y quién sabe qué más…

Ríanse los ignorantes y muéstrense altivos en su ingenuidad: sepan que la física puede calcular las probabilidades de que mañana me levante en uno de esos universos paralelos y no en éste.

Sólo una pega: la probabilidad de que algo así ocurra es una entre tropecientos millones de millones. Necesitaría vivir más tiempo que el propio universo en que ha colapsado mi función de onda…
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