Revista Opinión

El gran mentidero

Publicado el 17 agosto 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV

La capacidad de ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio es algo que nunca deja de asombrarme. Le sucede a las personas y, en su conjunto, a las sociedades. Pocos son los que ante el escaparate de las vidas ajenas no se echan las manos a la cabeza, especialmente cuando los juzgados son miembros de otra cultura o sus propios antepasados. Esto, contra lo que pueda parecer, no es un acto reflejo de la hipocresía, sino una clara manifestación de la necedad. O un signo inequívoco de la ceguera en que se vive. Sólo la distancia les disuelve la niebla y aclara el entendimiento.
   Así, el hombre moderno toma por fanático al hombre medieval que consideraba una parrillada humana como un designio divino y sin embargo asume como lo más natural del mundo las hambrunas y matanzas que provoca el capitalismo salvaje. Parece no comprender que el mismo disparate es consagrar la vida a un dios imaginario que a un sistema estúpido y cruel. A fin de cuentas se trata de sacrificarse en aras del delirio megalómano de esta criatura desquiciada que es la humana.
   El problema que subyace es la no aceptación de la absurdidad de la existencia. Hasta que el hombre no asuma su radical contingencia, hasta que no comprenda en lo más íntimo que es un mero organismo prescindible y casual en este vasto universo y persista en la necesidad de encontrar un sentido a su vida, estará a merced de las mentes maquiavélicas, harto prontas para inventarle finalidades y paraísos. Hasta que no asuma, con todas sus consecuencias, esta verdad, el hombre, inmaduro y vulnerable, será siempre víctima de algún sistema nefasto. Por lo tanto, que el sistema capitalista haya convertido al ser humano en un objeto productivo es tan lógico como que un Estado teocrático convierta a sus súbditos en creyentes. El grado de adoctrinamiento no es menor, simplemente distinto. Por eso es normal escuchar, dichas con toda gravedad, necedades del tipo “el trabajo dignifica”. Frase sagrada que la sociedad ha asumido como un santo mandamiento, sin cuestionársela siquiera.
   Miren ustedes, sin entrar en vagas disquisiciones sobre el término dignidad, y aceptando su acepción más consensuada, digo yo que en buena lógica lo único que dignifica al ser humano es la potenciación de sus atributos humanos. Y no todos, obviamente, sino sólo los positivos. Ya me dirán ustedes qué dignidad hay en malgastar una vida trabajando a destajo en la producción de cosas que en nada benefician a la humanidad sino antes bien la perjudican gravemente. Y ustedes me dirán qué motivo de orgullo puede tener la persona que precisada por la necesidad o la codicia se dedica a tales actividades en detrimento de su desarrollo personal. ¿Nos hemos vuelto locos o idiotas? La única dignidad que le cabe al hombre, presuponiendo esta su absurdidad existencial, es tratar de vivir lo más apaciblemente y mejor que pueda. Vivir una vida de sufrimientos e injusticias evitables en pos de arbitrarias finalidades no demuestra sino una inmensa estupidez. ¡Qué herida mortal ha infligido a Occidente la obtusa moral judeocristiana basada en la exaltación del sufrimiento y la resignación! ¡Qué gran hacedora de frustrados!
   Para conseguir que toda una sociedad transija con un sistema que además de ser injusto e innecesario produce una insatisfacción general, es necesario utilizar una serie de mecanismos de alienación. De todos los inventados a lo largo de la historia de la humanidad, sin duda el más refinado es el moderno. Ninguna otra  forma de violencia psicológica, de las perpetradas hasta el momento, ha sido tan sutil y agresiva como la manipulación mediática. Una lobotomía certera de gravísimas secuelas que no deja cicatriz. Si atendiéramos a su verdadera responsabilidad, los magnates de los medios deberían ser condenados por lesa humanidad. Han sido los ministros del gran engaño. Todo este abyecto sistema que padecemos jamás habría podido consolidarse sin su inestimable ayuda, sin su atroz manipulación de la realidad y su estrategia de despiste. Imaginemos por ejemplo, en lo referente a la última crisis, que en lugar de callarse lo que estaba ocurriendo para luego, una vez destapado el escándalo, hablar del Mercado, Bruselas o el poder financiero, se hubieran dedicado desde el principio a desentramar lo que se estaba cociendo, a informar sobre las prácticas especulativas de los bancos, a desenmascarar a los responsables últimos del tinglado revelando los nombres y apellidos de quienes tomaban las decisiones, de los políticos que los encubrían, así como a explicar con detalle tanto el beneficio particular que les iba en ello como el perjuicio que ocasionaban al resto del planeta. Entonces, señores, otro gallo hubiera cantado. Pero con esta infame estrategia de ocultar la realidad para permitir que se cometan los crímenes y después culpabilizar a diestro y siniestro a entidades abstractas no sólo ayudan a que los criminales actúen impunemente, sino que además luego los libran del linchamiento. Es una estrategia que primero encubre el delito y después al delincuente, impidiendo primero la rebelión de la ciudadanía, a quien se la mantiene en la ignorancia, y después desanimándola a rebelarse. Si hubieran contado la verdad, lo que se estaba tramando y ejecutando, se habría podido frenar a los bastardos. Porque al final se trata de eso, de impedir que se concrete el odio. El justo odio que cualquier ciudadano decente debería sentir contra la gentuza que lo agrede. Pero la única violencia legitimada es la que ellos ejercen contra los demás. Toda acción que se dirija contra ellos es automáticamente condenada en los medios como la peor de las bajezas, algo que cuanto menos resulta chocante por la abismal desproporción entre ambas. Es así que se dedica más tiempo y soporta más reproches el ciudadano que insulta a un político en plena calle que ese mismo político que ha favorecido el contubernio bancario y puede que hasta esté detrás de algún genocidio en el extranjero. Los medios se han dedicado arteramente a canalizar la rabia hacia el aire en lugar de hacia los malnacidos que armados de poderosos fuelles levantan la polvareda que asfixia y ciega al personal. Bien se puede decir entonces que los medios de comunicación los carga el diablo. El mismo que los ha inventado para su uso y provecho.   No es de extrañar que los mass media se hayan convertido en el juguete preferido de los poderosos. Son un instrumento capaz no sólo de justificar la vileza, extendiéndola por doquier, sino de inventar un mundo irreal donde mantener ensimismado al personal mientras lo atracan. El maravilloso invento ha trastocado el orden de las cosas. Ahora un país se puede gobernar con mano férrea sin imposiciones sangrientas. Ya no es necesario, para imponer una injusticia, aplicar una cruel represión. Es más aséptico y eficiente el gaseado mediático. Con este lavado de cerebro al pueblo se le mantiene contento con el sucedáneo que se le ofrece, llenándole la cabeza de pensamientos y sensaciones que en realidad poco o nada le conciernen. Piensan, sienten, gozan y sufren como marionetas. Pero marionetas con lágrimas y sonrisas reales.
   Ahora comprenderán que no es un disparate si afirmo que si en el S.XX se alfabetizó a la población mundial no fue por causa de una plaga incontrolada de políticos filántropos, sino por la necesidad de hacer rentable el nuevo invento. Nunca se pretendió culturizar y volver más sabia a la sociedad. Jamás se hizo el menor esfuerzo por incrementar su capacidad crítica. Muy al contrario, todos los esfuerzos se destinaron única y exclusivamente para que pudieran entender los mensajes con que iban a bombardearla; con que iban a escribirle un nuevo mapa mental, dibujándole un mundo maniqueo y onírico menos creíble que la bondad del tío Sam.
   Inmersos como estamos en una sociedad crédula e inmadura que a todo da pábulo sin pasarlo por la criba del raciocinio, el poder dañino de los medios se ha vuelto devastador. Con unos burdos juegos de artificio han resucitado la Edad Oscura. Los mass media son la versión tecnológica del boca a boca del fanatismo. El cauce de los prejuicios y los tópicos modernos. Con todas sus maledicencias y tenebrismos. Antes, las beatas resentidas escupían su veneno contra el que no comulgaba o vivía en pecado mortal y ahora, al servicio de nuevas creencias, un ejército mediático sirve dócilmente al sistema dictatorial de lo políticamente correcto. De esta demagogia capitalista y suicida que algunos ingenuos todavía llaman democracia. Basta poner los pies fuera del redil y el lazo te atrapa y mortifica. Los tertulianos y columnistas son los nuevos jueces de la inquisición y los platós e imprentas sus hogueras, con sus focos como llamas y sus tintas como cicuta. Al pueblo, embrutecido e ignorante, le basta leer, ver o escuchar una noticia propagada por alguien cuya honestidad y solvencia profesional y humana desconocen para forjarse una opinión sobre una persona, una obra o un hecho concretos de los que en realidad nada saben a ciencia cierta.
   La primera función de los medios es por lo tanto seleccionar con cuidado los temas sobre los que quiere crear opinión, y una vez seleccionados tergiversar los hechos de manera que resulte imposible reconstruir el puzle de la realidad para hacerse una idea cabal de lo que acontece. Así mismo es sintomático el que nunca se analicen a fondo las virtudes de otras culturas. Cuando saltan a la palestra es sólo para mostrar su lado negativo en su intento de reforzar la visión utópica de Occidente. En resumen, no se trata sino de conformar el pensamiento de la sociedad. De dirigirlo hacia donde les conviene. Así que los medios no son sino un gran escaparate publicitario donde se vende un sistema y la forma de vivir en él.
   El segundo aspecto, el de la conformación de ciudadanos ejemplares, se aprecia claramente en el tratamiento de los personajes ficticios. Las personas brillantes, las personas críticas, los estudiosos, los científicos, los intelectuales, son casi siempre ridiculizados como seres grotescos, torpes, feos y paradójicamente estúpidos por inadaptados, mientras que el papel heroico se le regala a los rebeldes aborregados e ignorantes –pero con un gran corazón, por supuesto- que terminan integrándose en la sociedad subyugados finalmente por sus virtudes, a los personajes megaguays, claras víctimas del sistema consumista, a los padres de familia y trabajadores modélicos que jamás protestan por las condiciones de semiesclavitud en que viven -antes bien, resignados heroicamente, asumen sin rechistar todas las penalidades para sacar a sus familias adelante sin desesperarse-, y por supuesto el grupo más numeroso de héroes lo conforman los esbirros del sistema: policías, militares, abogados y jueces. Es por esto que se puede llamar con toda propiedad a la caja tonta la gran fábrica de borregos.
   Otro de sus grandes cometidos es el de destruir la ética y los valores humanos que dignifican la existencia. Ya saben, los que arman los brazos para la lucha y predisponen el espíritu para el combate.
   Veamos un simple ejemplo de cómo consiguen rebajar la exigencia ética de una sociedad mediante un uso maquiavélico de los medios. Remitámonos a un caso concreto. Juzguemos si el simple hecho de poner en la picota pública a una persona cualquiera es sólo un gesto de mal gusto o tiene un trasfondo más vil y perverso.
   La cosa funciona así: basta cobrarle ojeriza, temer a alguien o ambicionar un aumento de audiencia para saltar a degüello sobre un “inocente” y sacrificarlo en aras del espectáculo. Que la televisión es un homenaje a la estulticia, el mal gusto, la chabacanería, la envidia y la ordinariez es harto sabido. Pero esa colección de programas donde el insulto y la descalificación son la norma, ¿están justificados por el espectáculo? Alguien pensará que así es, que no es tan grave, pero yo afirmo que es mucho más grave de lo que parece porque no sólo refleja la catadura moral de la sociedad que consume dicha bazofia sino que contribuye de manera eficiente a degradarla cada vez más. Y se puede extraer de ello, sin miedo a equivocarse, la conclusión de que la antigua virtud, el honor y la dignidad se consumieron en el fuego fatuo de la sociedad moderna, que las edades míticas del hombre desaparecieron, que la antigua raza se extinguió y una larva vacía y seca, amortajada, ha alumbrado a un ser sin atributos. Sí, a todas estas conclusiones se puede llegar atendiendo al éxito que alcanzan ciertos programas.
   No se engañen, los medios han contribuido de la manera más eficiente a que las prácticas perversas de políticos corruptos, jueces inmorales, periodistas deshonestos, empresarios sin escrúpulos, abogados mentirosos, viles banqueros y en definitiva, toda la gente ruin e indigna, haya podido corromper con su melifluo aliento el cielo ético de este planeta.
   Es de una ingenuidad que asusta creer que este desarme moral es gratuito. No se destruye la dignidad del hombre por accidente. Antiguamente bastaba un insulto o un mal gesto para batirse, en pos del honor, en duelo mortal. Quizá fuera exagerado, pero era mejor que recibir sin poder rechistar cualquier desagravio, reduciéndose uno con esta atadura a la insignificancia de un gusano. Los medios han asumido con gusto el trabajo sucio. Nada más fácil que arrojar basura sobre alguien cuando el acto es legalmente gratuito y económicamente lucrativo. Convertir la infamia en un espectáculo convierte a cada individuo en un potencial juez diabólico. O un mártir sin causa, según en qué bando se esté. Y díganme, perdido el respeto hacia el prójimo -que es al final de lo que estamos hablando-, ¿qué dignidad nos queda entre ceja y ceja? ¿Quién va a mover un dedo ante el atropello de los derechos de su vecino? El resultado no puede ser otro a la larga que una sociedad insolidaria, irrespetuosa e individualista. Sí, lo han adivinado: la sociedad ideal que persiguen los canallas. ¿Cómo si no una minoría podría imponer un sistema despiadado sin que la mayoría rechistase?
   Las consecuencias que se derivan de tal proceder son inmediatas y se ramifican por todo el organismo social. Gracias a este trabajo de devastación moral y a esta inoculación de la apatía y el individualismo ciudadanos, se ha conseguido trasladar la ignominia al que debería ser el último bastión de justicia fría, sesuda, neutra y rigurosa, los tribunales, como si de un proceso natural se tratara, cuando nada hay más artificial y arbitrario que la Ley. Sólo mediante esta previa devastación de los principios morales se ha conseguido que la ley no sólo pueda ser absurda, injusta, descabellada y peligrosa, sino que además se aplique sin la rebelión ciudadana, que es lo más grave del asunto. Después de lo dicho no debe ya extrañarles que indultar a criminales y criminalizar a ciudadanos honrados sea ley de vida. Ahora comprenderán que este disparate tiene una correlación directa con lo que sucede en los medios, donde basta una campaña publicitaria bien orquestada para desacreditar al más honesto de los ciudadanos o endiosar al más bastardo ante la opinión pública. Lincharlo o enviarlo al cielo envuelto en celofán es una cuestión de querencias, no de justicia. Como en los tribunales. Basta ver con qué frecuencia se ensañan en la picota tertuliana o noticiera con todo aquel que levanta una voz con argumentos contra el sistema o, en contraste, las obscenas entrevistas amistosas a parásitos de la política, para comprender qué clase de justicia puede esperar uno, en un plató o en un juzgado.
   Huelga decir que una vez instalada esta corrupción moral en el sistema no hay persona o institución que esté a salvo del desahucio. Aislados en el anonimato de una sociedad individualista y egocéntrica uno debe temer todos los vientos, porque según aticen por uno u otro flanco te derriban.
   No, no se dieron palos de ciego. Desde el inicio todo estuvo muy bien orquestado. El juzgar gratuitamente, sin pruebas, por todo interés el morbo que ocasiona hacerse eco de ciertas noticias y escándalos que se avienen a los mandamientos de la podredumbre intelectual de Occidente fue sólo el comienzo del experimento, la puesta a punto del arma de destrucción ciudadana. Derrocar la dignidad humana fue su prioridad. Con ella sana y en plena forma hubiera sido imposible llevar a buen término sus planes. Después todo vendría rodado. Era cuestión de tiempo que diera sus frutos. Pero obviamente no era su único objetivo. Pronto las miras apuntaron más alto. Lo siguiente fue inventar una realidad paralela, un mundo ficticio. De ello se encargarían los periodistas. Y por último, la puntilla: liquidar a los enemigos del sistema, los individuos críticos, como en toda buena dictadura. Para ello nada mejor que amarrarlos fuertemente a la gran diana mediática y hacerlos girar hasta su desacreditación total entre ficciones, tertulias medio serias y telediarios medio estúpidos.
   Para mantener la estolidez del resto de la población, hecho el desbaste moral inicial, basta con aplicarle dosis diarias de programas basura donde se pisotee a conciencia la dignidad humana. Con esto se consigue mantenerlos encanallados y al mismo tiempo recordarles lo poquita cosa y ridículos que son. Por si acaso se les ocurre toser…
   ¿Qué esperaban? De mentes bastardas sólo nacen proyectos bastardos.
   Que sean felices…

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