Revista Cultura y Ocio

El héroe

Publicado el 21 abril 2016 por Elarien
El héroeTenía miedo, un miedo cerval que inmovilizaba mis miembros. Me acurruqué en el suelo, enterrado a medias en el lodo. La oscuridad se cernía sobre mi cuerpo, era una niebla hecha de humo, de pólvora, de sangre, de carne quemada, de muerte. Las balas silbaban y rasgaban el aire a su paso. Con frecuencia ese silbido no se desvanecía sino que se interrumpía de repente, cuando el proyectil encontraba un objetivo en su camino. Posiblemente se tratase de alguien que conocía, algún muchacho que bien podría haber sido yo, y quizá el próximo fuese yo. No quería mirar, aunque tampoco habría visto nada, las lágrimas me cegaban. La tierra temblaba, retumbaba con los disparos de artillería, con el avance de los tanques y los camiones y la vibración de las ametralladoras; se estremecía bajo el golpe de los hombres que se desplomaban sin vida sobre el suelo, uno sobre otro, hechos pedazos. Entre mis brazos sujetaba mi fusil, incapaz de disparar. Hay quien es capaz de apretar el gatillo sin pensar; no es mi caso. Aferraba aquel arma asesina para que la muerte no escapase de su interior. No quería morir pero la idea de tener que matar a otro para sobrevivir me abrumaba. ¿Huir? ¿A dónde? Hay cosas de las que no es posible escapar. Nunca.
Minutos, horas, días, ¿qué más da? El tiempo no transcurre en las batallas, quizá se deba a que se detienen muchas vidas o tal vez sea que, en el infierno, no existe el tiempo. Se olvidan el hambre, la sed, el cansancio, solo perduran el miedo y la locura. No es el valor ni los ideales lo que mantiene en pie a los hombres en medio de la carnicería, sino la locura de la desesperación, una rabia salvaje, una furia irracional y cruel que provoca reacciones cargadas de ensañamiento; la violencia es insaciable, ante tanta atrocidad, la razón no sobrevive. Sigo agazapado sobre la tierra y rezo. Sé que si pierdo la cabeza, no la recuperaré jamás. La muerte tampoco tiene camino de regreso.
La batalla se aleja pero aún no me atrevo a moverme. Todavía resuena su eco en el interior de mis oídos. No sé si es peor el silencio de después, ese silencio sordo en el que el roce de la mejilla sobre la tierra hace que se tensen los músculos de nuevo. Cada crujido de mis huesos al estirarme estalla en el aire. Tan profundo es el silencio que todo el ambiente late al ritmo de mi corazón. Bajo mis botas crepitan fragmentos, casquillos, huesos. El campo está sembrado de cuerpos reventados. Hay árboles arrancados y enormes socavones que servirán de tumbas. Apenas se oye un gemido perdido.
Escucho con atención, retengo mi respiración. Un gemido significa vida. He de encontrar de donde proviene. Espero a que se repita. Nada, no oigo nada. Espero más. No, no te detengas ahora. ¡Por favor!, le suplico, aguanta. Vuelvo a oírlo. ¡Sí! ¡Es ahí! Me dirijo hacia el sonido. Un muchacho respira. Me acerco. Está cubierto de sangre. Se queja al tocarlo, pero no abre los ojos. No le quedan fuerzas. A él no, pero a mí sí, y tendrán que valer para ambos. Hablo en voz alta, para mí, para él, me convenzo de que así le llegan mis palabras. Estoy aquí. Saldremos de esta.
No hay respuesta. No por eso me doy por vencido.
Voy a atarte a mi espalda. Ahora notarás la cuerda, no te asustes. Eso es, pasa los brazos por mi cuello. Deja que te sujete. Ahora las piernas. ¿Estás cómodo? ¿Sí? Así no te caerás. Tranquilo. Te llevaré al hospital. Confía en mí. Te curarás.
Mi compañero no reacciona pero noto su respiración en mi cuello. Su sangre me empapa la ropa. Caminamos por entre los árboles. De vez en cuando he de detenerme para apoyarme en algún tronco, solo me paro un instante para reponerme antes de continuar, no debo perder tiempo, pero tampoco puedo desfallecer. Al principio mis músculos se quejan. Poco a poco se acostumbran a la carga. Hace frío. Las cuerdas se clavan en mi carne pero está tan entumecida que apenas siento el roce. Los restos de humo me irritan los ojos y el olor se mete en mi boca. Tengo nauseas. Es una suerte que mi estómago esté vacío. Aprieto los dientes y sigo.
El bosque se acaba pero no así el camino. Marcho por inercia, un pie delante de otro, con la cabeza inclinada y la mirada fija en el suelo. El aliento del herido me impulsa a seguir. Sé que salvar su vida es lo único que merece la pena, lo único que algún día querré recordar de todo esto, ojalá pudiera olvidar el resto. No miro a mi alrededor, no atiendo a los sonidos que indican que la batalla se ha reanudado en otro punto no muy lejano. Pienso que si la muerte está ocupada en otro sitio, a lo mejor se olvida de mi muchacho. Las botas se fijan al barro y pesan. Hace tiempo que no tengo fuerzas para levantarlas. Las arrastro. Todo se reduce a dar un paso más.
La luz cambia, también lo hacen las sombras. Mis ojos se nublan. Avanzo con los ojos cerrados. Un poco más. Ya no puede quedar mucho. Caigo. Gateo unos metros hasta que me levanto. No estoy dispuesto a ceder, aunque tenga que reptar porque mis piernas se nieguen a sostenernos. Doy otro paso, y otro. Los cuento hasta perder la cuenta. Palpo la tierra con las manos para no tropezar. Voy a tientas pero el caso es llegar, aunque sea a rastras. Me parece oír voces. La mía es ronca, un graznido de ayuda, un grito tan seco y sordo que apenas lo oigo.
Abro los ojos. El sol entra por la ventana. Me sorprende encontrarme en una cama, una de las muchas alineadas en el lateral de una inmensa sala. He soñado que caminaba y que alguien me quitaba la mochila de los hombros. A partir de ahí no recuerdo nada. Me incorporo y miro a mi alrededor. Reconozco al muchacho de la cama de al lado. Está muy pálido pero se ha despertado y me sonríe. Gracias, me dice.


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