Revista Cine

El hombre de la cámara: El ojo público (1992)

Publicado el 18 febrero 2013 por 39escalones

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Su amigo Art (Jerry Adler), un exitoso escritor teatral neoyorquino, define a Leo Bernstein (Joe Pesci) durante un arrebato de mal humor regado con demasiado alcohol como “un tipo andrajoso, que duerme vestido, come comida de lata y pasa tanto tiempo entre cadáveres que huele igual que ellos”. Otros, en cambio, lo llaman “El Gran Benzini” por su mágica capacidad de presentarse en el lugar de los hechos antes que la policía y ser así el primero en fotografiar todos los detalles de cada fiambre y poder vender las fotos a los periódicos antes que nadie (gracias a todo un laboratorio de revelado que oculta en el maletero de su coche). Pero Leo es mucho más que un tipo ordinario y regordete, un vanidoso que masca continuamente el extremo de un cigarro. Leo no sólo se cree un artista, el mejor fotógrafo de América, sino que, seguramente, lo es. Clasificadas en cajas de cartón, o seleccionadas en un libro  que intenta en vano que le publiquen, sus fotografías muestran la cara B de la América en guerra (estamos en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial), con sensibilidad, tacto y un sentido crítico que no se les escapa a los observadores más avezados, aunque la mayoría piensen que solamente es una exacerbación comercial del morbo. La ventaja de Leo sobre cualquier otro fotógrafo es su neutralidad: conoce a todo el mundo, se lleva bien con todo el mundo, no toma partido, no juzga ni denuncia a nadie, paga cuando debe y no hace más preguntas que aquellas que le permiten hacer sus fotos, y, aunque de vez en cuando no se resiste a manipular el escenario de un crimen cuando una buena foto está en juego (“que la realidad no te estropee una buena foto”), lo hace por un elevadísimo sentido artístico, y no por confabulaciones o amiguismos con ningún verdugo o sabueso. Así es al menos hasta que se enamora; el pobre, desgraciado, virginal Leo, solitario, noctámbulo, abandonado, desposeído de la gracia que supone atraer al bello sexo, cae en las redes románticas de Kay Levitz (Barbara Hershey), la hermosa viuda que regenta un exitoso club nocturno heredado de su difunto marido. Los oscuros tratos de éste con algunos miembros de la mafia, las conexiones con el gobierno, un misterio en torno a los bonos de guerra y la amenazadora presencia del crimen organizado, de la policía y de los federales, que presionan a Kay por distintos frentes, hacen tomar partido a Leo por vez primera, y claro, termina sufriendo más de la cuenta…

El ojo público (The public eye), escrita y dirigida por Howard Franklin y producida por Robert Zemeckis (cachorro de Spielberg, para bien -poquito- y para mal -casi todo-) transita por el delicado hilo que separa el cine policíaco de intriga y el cine negro clásico, pero termina encuadrándose en el primer aspecto. Poseedora de una fenomenal ambientación, tanto en escenarios y localizaciones (el Nueva York nocturno de los años cuarenta, magníficamente retratado en sus locales nocturnos, callejones, cuartuchos de hoteles baratos, oficinas desiertas, comisarías de policía, cafeterías abiertas las 24 horas…) como en cuanto a vestuario y caracterizaciones, se circunscribe por completo a la noche, retratada en toda su sordidez, dramatismo y belleza poética por la cámara de Leo, que no es más que un apéndice de él mismo. Leo ve la realidad a través del objetivo, y quizá por eso conoce mejor que nadie las debilidades humanas, y también las estampas de sublime belleza que éstas pueden producir. Con una excepción: Kay, la hermosura pura, delicada y sensual, en contraposición a la fuerza bruta que representan los boxeadores que observa congelada en la foto de ella que Leo incluye en su libro… Su mayor secreto, su mayor ilusión, ese libro que le convierta en un artista, que los demás ven pero no miran, pasando las hojas a gran velocidad sin fijarse en otra cosa que la sangre y la muerte, es lo que él más desea compartir con Kay, su forma de abrirle un corazón que hasta entonces ha estado siempre cerrado. Y ella, al menos durante un tiempo, capta ese esfuerzo en lo que vale y se siente inclinada a corresponderlo.

Esa es quizá la parte más débil de una película que, más que interesante en su trama (dos familias mafiosas enfrentadas por el suculento negocio del tráfico de cupones de gasolina auténticos convenientemente “extraviados” en las oficinas del gobierno), muy elegante en sus formas y extraordinariamente romántica, aunque sobre la base de una pareja sin química que en ningún momento resulta creíble para el público, resulta no obstante demasiado blanda, superficial, esquemática. Por ejemplo, en cuanto a la ausencia de fatalismo en el destino del personaje central, a la construcción de un final agridulce, no del todo feliz pero sí de alguna forma compensado, la ausencia del cliché de arrebatadora mujer fatal que enloquece al protagonismo en aras de un romanticismo tratado con sensibilidad pero ciertamente inverosímil, y en la carencia de una mayor agudeza y profundidad en cuanto a las turbias relaciones del crimen organizado con el ejército, el gobierno, la justicia y la policía, esto es, un reflejo más certero, evidente y detenido de la corrupción imperante y de cómo la mafia salió fortalecida y enriquecida de su colaboración con el gobierno norteamericano gracias a su labor en la sombra contra Mussolini y a favor de facilitar el progreso de las tropas aliadas en Sicilia y el sur de Italia.

En lo positivo, la extraordinaria interpretación de Joe Pesci, de las mejores de su trayectoria, capaz de resultar ordinario, lenguaraz, vulgar y sarcástico, pero también de mostrar sensibilidad artística y romanticismo oculto bajo su torpeza y su timidez. Barbara Hershey, con un personaje que merecería más minutos, más atención, más historia que contar, es el contraste bello, luminoso, sensual, con clase, con estilo, diametralmente opuesto a Leo y a la vida que lleva, una especie de vampiro nocturno cuyo alimento no deja de ser la sangre de las víctimas, no bebida, pero sí fotografiada. Algunas secuencias están filmadas con excepcional pulso (el tiroteo final que Leo retrata con un despliegue fotográfico impresionante para la época); otras, en cambio, quizá requerirían más desarrollo o dramatismo, más pausa y menos prisa en saltar al escenario siguiente. La película, que se maneja con un acertado tono clásico, casi puede considerarse como un eficaz ejercicio de estilo, lujosa, minuciosa y efectiva imitación del cine de otro tiempo (hasta en su duración, apenas 94 minutos) pero con alma propia, si bien se echa de menos un poquito más de mordiente, una trama más elaborada con unos personajes con motivaciones más ambivalentes, más poliédricas, una explotación más caleidoscópica de la intriga, con más caras (o con máscaras) que escondan sus propósitos y juegen con los protagonistas, de modo que el espectador no sepa a ciencia cierta qué terreno pisa.

Nos queda, que no es poco, el romanticismo callado de Leo, su servicio desinteresado a la causa de una bella mujer, su soledad y su eterna batalla nocturna, cámara en mano, por seguir revelando al mundo la cara oculta de la vida en la gran ciudad, del progreso, la modernidad y la falsa alegría en el lado seguro del frente de la guerra. Más seguro, más cómodo, pero que no está exento de basura humana.


El hombre de la cámara: El ojo público (1992)

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