Revista Cultura y Ocio

El hombre que quiso ser emperador (2)

Por Tiburciosamsa

En octubre de 1911 estalló la revolución contra la dinastía manchú. Todo empezó con el motín de un batallón de Wuhan, que fue el catalizador para que se extendieran las sublevaciones contra una dinastía extranjera, que era cada vez más impopular. En sólo veinte días, un ejército imperial mandado contra los sublevados fue derrotado, se produjeron matanzas de manchúes en varias partes del país y seis provincias más se levantaron.

La situación era tan desesperada que el Príncipe Chun se dirigió a la única persona que pensó que podía enderezar las cosas: Yuan Shikai. Yuan se dejó querer. Dijo que con mucho gusto les ayudaría, pero que su pie gotoso no acababa de curarse. Para que el pie se le curase, el Príncipe Chun tuvo que nombrarle Primer Ministro, entregarle el mando de todas las fuerzas imperiales y prometerle reformas políticas. El Príncipe Chun no era muy avispado, pero tampoco era tan tonto que no se diera cuenta de las ambiciones de Yuan. Por desgracia para él, tampoco estaba en condiciones de elegir.

Yuan restableció pronto la situación militar en el norte, pero al mismo tiempo entró en tratos con los dirigentes republicanos. Resulta difícil enjuiciar las acciones de Yuan en esas fechas. Casi todos los historiadores afirman que en sus tratos con los republicanos traicionó a la dinastía Manchú e hizo que su final fuese inevitable. Desde luego, tenía motivos para hacerle un corte de mangas a la familia imperial: étnicamente él era un han y nunca sería tratado de igual a igual por los manchúes; su gran valedora en la familia imperial, Tsü Hsi, estaba muerta; la familia imperial no se había portado demasiado bien con él en 1908. A ello podría añadirse la miopía de la familia imperial, que se negaba a ver que la situación en China había cambiado y que el régimen imperial tenía que transformarse o morir. Con su actitud intransigente los príncipes manchúes se aseguraron de que la muerte fuese la única salida para la dinastía. Para que se vea la idiotez de la familia imperial: entre las ideas peregrinas que se les ocurrieron en aquellos días para salvar su poder estuvo la de fomentar una nueva rebelión similar a la de los bóxers. Si la hubieran fomentado, no habría acudido ni el apuntador.

Pienso que tachar a Yuan de traidor sin más es demasiado sencillo. Con su astucia seguramente se había dado cuenta de que sus victorias militares en el norte eran una gota de agua para apagar el incendio de China. Varias provincias en el sur habían proclamado su independencia y, más importante, los republicanos se habían apoderado de la capital del sur, Nanking. En algún momento en las conversaciones con los republicanos Yuan defendió la posibilidad de una monarquía constitucional. Era realmente la única fórmula que hubiese podido salvar a la dinastía manchú, que fue lo suficientemente lerda como para no aferrarse a ella. Pero no creo que los republicanos hubieran aceptado esa fórmula de ninguna manera: querían a los manchúes fuera y la república ya mismo. Supongo que más tarde o más temprano Yuan advertiría que la república era inevitable y decidió aprovechar la coyuntura.

A comienzos de 1912 la situación de China era la siguiente: los republicanos habían proclamado la República con capital en Nanking y Sun Yat-sen como Presidente; en el norte, persistía la dinastía manchú, que seguía siendo el poder legítimo, y se encontraba la fuerza militar más moderna y organizada del país. La situación era tal que ni los republicanos podían esperar hacerse con el norte ni los manchúes, recuperar el sur. Ideal para Yuan Shikai, que tenía un pie en cada uno de los bandos.

Yuan Shikai convenció a los manchúes para que abdicaran. Como si hubieran tenido alguna otra opción. Al menos les hizo un último favor al ofrecerles los Artículos de Trato Favorable. Es posible que los Artículos no fueran más que un cebo para que picaran el anzuelo de la abdicación, pero aun así les ofreció más de lo que muchos republicanos les hubieran dado.

Tras la abdicación manchú, Sun Yat-sen anunció que dimitía a favor de Yuan Shikai como Presidente de la República de China. Es difícil saber si todas las loas a favor de Yuan que Sun entonó en aquellos días eran sinceras o estaban forzadas por el hecho de que Yuan tenía un Ejército fuerte detrás. He leído en algún libro que muchos republicanos pensaban que Yuan gobernaría dejándose asistir por el Primer Ministro y por el Parlamento. Cierto que los republicanos chinos tendían al idealismo y a la ingenuidad, pero tanto… Un indicio de cómo era el futuro Presidente: una delegación de parlamentarios viajó a Pekín para convencer a Yuan de que Nanking tenía que ser la capital China. Yuan hizo que un grupo de soldados atacaran por la noche la casa en la que se alojaban los parlamentarios, que tuvieron que salir huyendo en pijama (eso los que utilizasen pijama, que los otros…). Poco después otro grupo de soldados compareció ante los parlamentarios para decirles que Yuan se tenía que quedar en Pekín. Evidentemente, los parlamentarios entendieron la sabiduría de una propuesta hecha con la punta de las bayonetas.

Gobernar China en 1912 no era una tarea para espíritus delicados. Yuan se encontró con dos grandes problemas: devolver las provincias a la obediencia de Pekín y el lamentable estado de las finanzas públicas; aquello parecía Grecia en 2010. China era una gran jaula de grillos, pero de grillos sin dinero.

Pronto Yuan puso en evidencia cuál era su concepto de democracia. Un crédito solicitado de un millón de libras provocó la caída del gobierno, cuyo Primer Ministro se vio convertido en chivo expiatorio. Yuan designó un nuevo gobierno y el Senado se negó a aprobarlo. Lo que siguió fue: una campaña de pasquines denunciando a los senadores, amenazas de bombas, manifestaciones pidiendo la cabeza de los senadores y una advertencia formulada por cuatro generales de que si el Senado no cambiaba de opinión, ejecutarían a sus miembros. Los senadores captaron el mensaje y dieron el visto bueno al nuevo gobierno.

En menos de un año Yuan desperdició todo el capital de simpatía que inicialmente le habían tenido los republicanos. Por un lado había demostrado que la democracia que le ponía era la orgánica al estilo franquista. Por otro, las dificultades financieras le habían llevado a concertar créditos con instituciones financieras en condiciones humillantes. Una de las veces los representantes chinos que firmaron el crédito lo hicieron de noche y después salieron del edificio por la puerta de atrás, de la verguenza que sentian.

Varios republicanos formaron entonces el Partido Nacionalista, el Kuomintang, pensando que era la única manera de hacer frente a Yuan. El alma de la iniciativa fue Song Jiaoren, un político enérgico, idealista y de grandes dotes. En las elecciones de diciembre de 1912 (las únicas democráticas jamás celebradas en China) el Kuomintang logró una mayoría holgada, que le permitiría gobernar con algunas alianzas y conseguir que Song fuera elegido Primer Ministro. Yuan hizo lo obvio. ¿Doblegarse y acatar los resultados electorales? No; ofrecer un talonario de cheques en blanco a Song para que se olvidase de esas tonterías del gobierno parlamentario. Cuando Song rechazó el talonario, Yuan hizo lo segundo más obvio: ordenar que lo asesinaran. Mientras Song estaba comprando unos billetes en la estación de tren de Shanghai, un sicario le disparo en los riñones. Song estuvo dos días agonizando, esperando que Yuan Shikai desde Pekín autorizase la operación que le habría salvado la vida. Para cuando Yuan autorizó la operación, Song necesitaba más un médico forense que un cirujano.

Sun Yat-sen y el Kuomintang llamaron a un alzamiento contra Yuan en julio de 1913. El levantamiento estuvo mal planeado desde el principio. Yuan no sólo controlaba al Ejército, que utilizó para reprimir a las provincias rebeldes; también tenía el dinero que le quedaba del crédito solicitado y que utilizó para comprar a los legisladores del Kuomintang que se le resistían y asegurarse la lealtad de algunos gobernadores provinciales dudosos. Yuan aplastó a la rebelión del Kuomintang, pero su victoria tuvo algo de hueca: su control sobre algunas provincias dejaba algo que desear, la situación delerario seguía siendo y las clases medias y comerciantes, cuya conciencia política estaba creciendo, empezaban a preguntarse si Yuan no sería tan malo como los manchúes que le precedieron.

Desde finales de 1913, Yuan se aplicó a reforzar su posición. Hizo que la Asamblea Nacional le nombrase Presidente y a continuación la disolvió. Ilegalizó al Kuomintang y al Partido Socialista de China. Creó un consejo político con sus amiguetes, que le devolvieron el favor redactando un borrador constitucional que le concedía poderes ilimitados. Una de sus primeras decisiones en uso de sus poderes ilimitados fue decretar que su mandato también sería ilimitado. Para consolidar su poder no dudó en recurrir a la ley marcial, la policía secreta, la censura de prensa y el terror.

Justo cuando parecía que Yuan tenía lo suficientemente controlada la situación en China como para centrarse en lo realmente importante,-la consolidación de su poder-, apareció un nubarrón inesperado: la I Guerra Mundial. El estallido de la I Guerra Mundial hizo que la atención de todas las potencias se volviese hacia Europa. Japón sintió que era el momento de satisfacer sus ambiciones en Asia, ahora que todos estaban mirando a otro lado. Hábilmente declaró la guerra a las Potencias Centrales y en su condición de miembro de la coalición aliada ocupó las posesiones alemanas en Shandong. Yuan protestó, pero protestó bajito. Gran Bretaña estaba demasiado ocupada en Europa como para darle un capón a su aliado japonés.

Japón, envalentonado, presentó en enero de 1915 a China sus 21 Demandas en forma de ultimátum, que, de ser rechazado, provocaría una guerra. Menos el derecho de pernada sobre las mujeres chinas, las 21 Demandas pedían de todo: prácticamente que le diera manos libres en la provincia de Shandong, en Mancnuria y en el este de Mongolia Interior, que China aceptase asesores japoneses en defensa, temas políticos y finanzas, que otorgase condiciones favorables a los inversores japoneses, que aceptase que Japón fuese su único suministrador de armas… Yuan sabía que estaba pillado. Su experiencia en Corea le había enseñado mucho sobre los japoneses. Tanto como para decir: “China debería agachar la cabeza para trabajar con diligencia durante 10 años y entonces levantarla para plantarle cara a Japón.” Con ayuda de EEUU y Gran Bretaña, Yuan pudo suavizar algo las exigencias japonesas, pero aun así la bajada de pantalones no fue menos clamorosa.

Yuan cedió porque sabía que no tenía nada que hacer contra el ejército japonés y que las potencias occidentales no intervendrían para defenderle. Algunos historiadores piensan que además había otra razón que movía a Yuan: ya estaba elaborando sus planes para convertirse en el nuevo Emperador de China y un enfrentamiento con Japón los habría arruinado.


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