Revista Cultura y Ocio

El irónico final de rudy pedergrass -relatos breves-

Por Orlando Tunnermann

EL IRÓNICO FINAL DE RUDY PEDERGRASS -RELATOS BREVES-
Jocundo y ufano cabalgaba a lomos de su jamelgo zaino el rufián Rudy Pedergrass. Se alejaba ya como una brisa maléfica de Colorado Springs, a través del espectacular desfiladero de la perdición.
Llevaba las alforjas pletóricas y el ánimo henchido, engolado como un estandarte con galones de colores. No había dejado testigos, fiel a su estilo, pues el malherido poseía la enojosa pertinacia de delatar al agresor antes de cruzar al otro lado del limbo.
Cuando Randy Cole, el sheriff del sepulcral villorrio de Stranford Town, descubriera su pueblo convertido en un camposanto, él ya se hallaría lejos del radio de acción de su cólera vindicativa.
A lo largo de los años, sus acciones criminales se habían propagado como la pólvora desde Minneapolis hasta Sacramento. Nadie conocía el semblante del despiadado pistolero embozado, si bien, los más sagaces barruntes apuntaban con tino hacia el canalla Rudy Pedergrass.
Oriundo de Oregón, siempre se vanaglorió de la brutalidad perpetrada en todas sus acciones. Su semblante siempre estaba enmascarado tras un embozo siniestro de cuero negro.
Algunos creían que Rudy había regresado de entre los muertos para retomar la oleada de sus nefandas abominaciones. Sin embargo, aquello no tenía el menor sentido. El nuevo pistolero tenía que ser un vulgar remedo del anterior…
Todo el mundo conocía el trágico final del avieso bandolero, cuando fuera ahorcado en la loma del alcornoque gris, en presencia del sheriff Brandon Good y una cuadriga de estólidos adláteres que venderían a su propia madre por un buen puñado de monedas.
Los cadáveres desmembrados de seis mujeres y ocho hombres, diseminados por el pueblo de Stranford Town como carroña para buitres, desvelarían el característico sadismo de Rudy.
Era un ególatra megalómano y como tal, no podía permitir que su grandeza se viera menoscabada si la justicia no podía, al menos, conjeturar o intuir que era él quien se hallaba tras la autoría de las artísticas masacres.
Su ego inflamado se regodearía envarado cuando las pesquisas más descabelladas arrojaran al vuelo el nombre de un muerto.
Rudy se veía a sí mismo como un héroe de leyenda, y aunque no podía permitir que sus víctimas contemplaran su rostro antes de morir, henchía de orgullo su espíritu montaraz que su nombre irradiara por sí mismo un fulgor estelar.
Le señalarían con espanto y veneración, y sin duda, se escribirían profusas narraciones sobre el pistolero que había burlado a la muerte.
Todo se lo debía al gaznápiro de Jerry Donoghan. Nadie sospechaba que el estólido esbirro del sheriff Good hubiera accedido a manipular el nudo de la soga momentos antes de la ejecución.
Se había llevado un buen puñado de monedas, y también, a la sazón, un tiro entre ceja y ceja. Rudy Pedergrass no dejaba testigos…
Su aterradora silueta, fea y cenceña, se recortó contra el despejado cielo cerúleo, donde planeaban majestuosos buitres en busca de alimento.
El enjuto pistolero, de profundos y vacuos ojos negros y faz sembrada de cicatrices, enfiló el caballo por una abrupta y anfractuosa depresión del terreno. Evocó las gloriosas mieles amasadas en su último golpe.
Las refulgentes alhajas de una anciana extremadamente gazmoña ahora estaban en su poder… Le había cortado ambas manos para que cesara de santiguarse todo el tiempo como una beata.
A un banquero lenguaraz le había rebanado la lengua por proferir su nombre acompañado de anatemas e imprecaciones irrespetuosas. Un chismoso entrometido había perdido los dos ojos, para que no volviera a mirar jamás a nadie del modo con que le había observado a él, con reproche, arrojo y frialdad.
Rudy Pedergrass había cercenado miembros y cabelleras, dejando atrás un panorama dantesco de casquería.
El dinero incautado, reluciente, boyante, resonaba en las alforjas como la seductora melodía de la opulencia.
Tenía un largo camino por delante, y mucho que celebrar, tal vez acompañado de una ramera rolliza y rubia, como a él le gustaban, como siempre le gustaron a su padre… La idea resultaba tentadora…
Detuvo un momento su caballo y echó un buen trago de whisky antes de proseguir la marcha. El reconfortante caldo autóctono penetró en el gaznate con la caricia abrasiva del fuego. Algunas gotas prefirieron evitar el sendero hacia el garguero y rodaron desparramadas por sus mejillas magras para buscar cobijo entre una barba hirsuta y larga.
Devolvió la botella a uno de los compartimentos de las alforjas y con un leve movimiento de su mano derecha puso en marcha al escuálido corcel de negro pelaje.
A los pocos minutos, Rudy notó como de repente se encabritaba espeluznado y le expulsaba de la montura al elevar los cuartos traseros.
El indómito Rudy voló por los aires como una veleta rota. El motivo de tal comportamiento lo tenía justo delante…
Una serpiente similar a un áspid cortaba el camino, mostrando una lengua bífida como si fuera un papiro arrugado donde hubiera grabado con veneno sus inicuas intenciones.
En ese instante fue consciente de un alarmante hormigueo en sus miembros que los mantenía atenazados al suelo rocoso.
Pero eso no era lo peor… Ahora también comenzaba a desvanecerse, y el cielo… el cielo ya no era azul, sino plúmbeo.
Rudy trató de incorporarse, pero era imposible. Las piernas no respondían a su dictado, y estaba prácticamente seguro de haberse fracturado la mano derecha.
Detrás de la nuca comenzó a percatarse de una siniestra humedad viscosa que apelmazaba su larga cabellera negra y desaliñada.
Sangre… su sangre… La aparatosa caída parecía haber provocado estragos en su cuerpo enteco.
El áspid, que había espantado a su caballo, ya no lo veía, había huido con el botín, se irguió como una esfinge de un faraón.
Se apostó en posición de ataque fulminante. Rudy trató de aprehender su arma. La pistola, afortunadamente, seguía intacta embutida en la canana.
Movió la mano derecha, la que casi con seguridad se la había roto. Inmediatamente notó un dolor inmenso y aulló como un lobo maltrecho. El áspid interpretó aquella acción inútil como una amenaza y embistió con asombrosa celeridad, inyectando veneno letal a la altura de la pantorrilla izquierda.
Rudy Pedergrass volvió a rugir de dolor. Sus alaridos se propagaron por el desfiladero como una invocación a los heraldos de la muerte.
Estaba perdiendo la visión. Era el veneno, suministrado en dosis ingentes después del tercer ataque. La serpiente sabía ya que estaba totalmente inmovilizado y que era por tanto una presa asequible.
Volvió a erguirse en el aire como una diabólica criatura sibilante al servicio de un ser supremo y justiciero. Se disponía a caer sobre Rudy nuevamente cuando su pequeña cabeza escamada reventó como por efecto de una brutal implosión.
Entonces vio a tres jinetes. Uno de ellos, el magnífico tirador, sostenía en la mano derecha un revolver humeante. Estaba salvado. Todavía podía salir de allí con vida.
Pero el ademán socarrón en sus semblantes no auguraba un desenlace prometedor…
-Es él –habló quien montaba sobre un hermoso corcel de blancas crines, a la derecha de sus compañeros de partida-
-Ya no parece tan valiente ni peligroso, ahí tirado, sin poder moverse, por lo que parece… -Añadió complacido Eddy Cochrane. Era quien portaba el arma. Era el más peligroso de los tres. No dudaría en dispararle allí mismo, de hecho lo estaba deseando. La sed de venganza “rebullía” en las lagunas límpidas de sus ojos azules.
Habría resultado un hombre atractivo, de no ser por la cicatriz que hendía su nariz levemente porcina.
-No puedo moverme. Esa maldita serpiente me ha envenenado. ¡Tenéis que ayudarme! –Imploró Rudy. Tenía que ganarse su confianza si quería volver a disfrutar de otro amanecer-.
-Ignoro como lo lograste. No puedo creerlo ni siquiera ahora, que te tengo delante. Engañaste una vez a la muerte, Rudy, pero yo me encargaré de que no haya una segunda.
El tono con que había despejado la incógnita de su mensaje el pistolero de los cristalinos ojos zarcos no dejaba resquicio para la redención. Rudy le observó mientras descendía de su caballo y se aproximaba como un ángel vengador.
Posó la bota derecha con extrema rudeza sobre el pecho de Rudy, desafiante, degustando sin prisa y diáfana complacencia la bochornosa derrota del épico forajido.
Rudy Pedergrass  aulló de dolor. Su sufrimiento era la recompensa de aquel miserable. Estaba perdido, lo sabía. Moriría en aquel desfiladero de la manera más injusta y oprobiosa, sin oportunidad siquiera de vender su derrota en un duelo final con pistola, bramando fuego de plata y acre olor a pólvora quemada.-¿Quieres hacerlo tú? –Se dirigió a Bernie Tamwell, un mequetrefe lechuguino que simulaba una hombría y arrojo de los que claramente carecía. El canalla de los ojos azules le mostró un puñal imponente, tan reluciente como su mirada en llamas.
Bernie contempló con aversión al “desconocido” compinche con quien se había criado desde niño. Nunca antes había tenido ocasión de aquilatar la magnitud de su frialdad. Negó con la cabeza. Eddy le increpó.
-Nunca serás un hombre de verdad si tienes miedo. Nunca serás un hombre hasta que no mates a uno con tus propias manos.
Había un relumbre vesánico en su mirada que, acaso, hubiera fecundado una llama de odio puro a raíz de la pérdida de Amanda, su hermana. Rudy le había cercenado las manos, los ojos y la lengua.
-¿Qué vas a hacer con ese cuchillo? ¡Estoy indefenso! ¡Vamos! No pensarás matar a sangre fría a un hombre que no puede defenderse…
Eddy sonrió como lo haría un viejo camarada…
-Voy a hacerte lo mismo que le hiciste a mi hermana, y a mis amigos…
Su voz era tan inanimada como el canto de una roca que se despeñara por un barranco.
El pistolero de los ojos azules comenzó por las manos…
Prosiguió con la lengua. Disfrutaba con los gritos de Rudy.
Dejó su visión intacta, sin embargo… Quería que la última imagen que registraran sus retinas  fuera la de los buitres, que planeaban ya en círculos concéntricos, cuando descendieran como un batallón de famélicos engendros alados para festejar un banquete de entrañas y carroña.
Bernie se alegraba de ser testigo del final truculento de un villano inmisericorde, aunque se preguntaba si con la muerte de Rudy Pedergrass no habría nacido un nuevo monstruo, tan abyecto y despiadado como aquel…

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