Revista Cine

El jardín

Publicado el 04 octubre 2012 por Francissco

El jardín

La pista me la dieron aquellas pesadillas mías tan cromáticas.

Siempre soñaba con escenas llenas de amarillos fortísimos, de azules rozagantes, de verdes que desbordaban y de rojos color sangre, de la misma que veía derramarse casi siempre en todos los sujetos que tenía cerca, como si yo portara una maldición.

No puedo ni podré comprender jamás la lógica de ese extraño país, que conecta con el nuestro a través del desvanecimiento de cada noche. E ignoro por completo si la escena a la que llegaba poseía algún orden previo o esquema oculto, más allá de percatarme de que entraba a un jardín donde celebraban alguna fiesta.

La palabra fiesta se podría permutar por la de reunión o mera coincidencia espacial, porque si algo había que sobraba allí eran, precísamente, el espacio y la amplitud. Los setos eran altísimos y se curvaban, formando laberintos que desembocaban inesperadamente en fuentes y plazoletas con estatuas grotescas. La gente las rodeaba, contoneándose con sus ropajes y peinados aparatosos.

Me daba la impresión de que la arquitectura complejísima de aquellos vestidos dependía por completo de la laxitud de los movimientos para no deshacerse. No podía existir ningún gesto menos lánguido que el anterior, ninguna risa demasiado convulsa ni giros imprevistos. Eso sí, todos los convidados miraban cada tanto hacia algún lado, congelando el gesto para después continuar. Incluso las parejas que copulaban en público, envueltas en sus inmensas ropas, suspendían el jadeo y atisbaban hacia el final de los caminos.

Veía como aquella floresta ajardinada subía hacia mí. O, quizá y más correctamente, yo bajaba hacia ella mientras cobraban forma aquellas escaleras de mármol anchísimas, rematadas en todo lo alto por una especie de columnas al estilo griego. Por ellas atisbaban rostros maquillados y sorprendidos in fraganti. Me notaba encima una capa enorme y pesadísima de color morado, mientras subía escalones y la gente giraba sus rostros para verme ¿Acaso me esperaban? ¿Sabían ya quien era yo?

Y verme les provocaba un enorme jadeo, como si el mismo fuera el último estertor de su vida. En ese momento ya no intercalaban aquellos gestos congelados, porque este jadeo final era ya el último, era una mueca en la que tan solo poseían ojos para enfocarme, atónitos por el final de la fiesta.

Algunas mujeres mostraban un surco incipiente de sangre que les salía del cuello y se deslizaba por entre los senos, formándoles en el escote una inmensa mancha rojiza, que se agrandaba fuera de todo control y terminaba saliéndoles por las mismísimas mangas del vestido.

Mi horror crecía al percatarme de que podía oler aquella sangre, de que deseaba beberla y empalagarme hasta calmar esa sed gigantesca que experimentaba todo el rato. No dejaba de advertir que la concurrencia parecía experimentar una extraña flojera en las extremidades, que hacía que se tambalearan todos ellos. Era como si fueran peonzas humanas que poco a poco pierden velocidad, hasta irse derrumbando sobre sus increíbles ropajes, que amortiguaban la caída con un siseo.

-”…Llega el Segador, llega el Segador, lleg…” La frase más que oírla la sentía, la leía en los labios oscuros de aquellas geisas de fantasía, cuando formaban las palabras con expresión desencajada, agarrándose fuertemente el corpiño con una mano y deshaciendo con la otra sus peinados complejos y estrafalarios y mirándome.

Y qué demonios, nada tan horrible en una pesadilla como darse cuenta de que TÚ eres la fuente y el origen del horror, de que no hay manera de evitarlo porque tú, precísamente, eres su estandarte. No entendía el impulso homicida y fagocitador que me movía hacia aquella masa de gente que se iba postrando en el suelo. Y este movimiento de rendición que hacían fue lo que me permitió verla…

Por uno de aquellos pasillos de columnas avanzaba una muchacha vestida tan solo con una batita blanca, muy joven, una adolescente comparada con los demás. Llegó hasta mí sin miedo alguno, porque esta vez el miedo era mío. Un miedo y una enorme sensación de pérdida, como la amputación de algo que alguna vez me fue muy querido y que ya había olvidado. Parecía musitar algo y, por dios, que no fuera mi nombre, que no fuera mi nombre…

La chica tenía un pelo sencillo, liso y me miraba llorando, con sus dos enorme ojeras. Recordaba aquél rostro anegado en lágrimas y sufría y sufría porque -aunque no podía precisar quien era- yo me sabía culpable de su desaparición, de su óbito. La concurrencia a mi alrededor ya se difuminaba, una escarcha lo iba cubriendo todo y la misma joven desaparecía junto con aquel jardín. Sé que volveré allí otras noches sin quererlo y tan solo espero no ser yo esta vez la fuente del terror, porque ya voy entendiendo la pista, ya sé quien pudo haber sido ella.

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Salud y dulces sueños, je, je.

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