El libro

Allí estaba. Encima de la mesa. En el mismo lugar donde lo habías dejado. Sólo. En realidad, era lo único que había permanecido igual tras tu marcha. Todo lo demás había desaparecido de la escena, al igual que tus presencias, tus miradas, tus risas o hasta tus silencios. Pero el libro, nuestro libro, no se había movido de su sitio.

Lo miraba recordando sus páginas y los momentos. La ilusión de abrirlo por primera vez, con brillo en tu mirada y mi mano aprovechando que mirabas al futuro para encontrarte en aquel presente, aunque todo eso sea ya pasado. Cuando pensábamos en él tumbados, creando mini universos nuestros, pequeños pero nuestros, sencillos pero nuestros. Acabados ya, pero nuestros.

Temo acercarme, tocarlo, abrirlo. Encontrar en sus páginas recuerdos, momentos perdidos, alguna sonrisa pegada entre la página 113 y 115, allí donde me vendrían olores de postres de jueves por la tarde, cuando solías decidirte a preparar aquel arroz con leche, y luego dejabas la cocina exactamente igual como la describía el libro. O aquellas tardes largas, tendidas en el tiempo, cuando ambos leíamos sobre aquel sofá que los dos elegimos a la vez, juntando casi de manera simultanea nuestros dedos al papel. Puede que si lo abro vea estanterías repletas de nuestras fotos, tazas a medio llenar de café de ese de comercio justo que comprabas, la mesa de mi estudio donde ibas a buscarme para llevarme a la cama y al cielo al mismo tiempo, o la alfombra donde te tirabas y me decías ”ven”.

Nada de eso queda ya. Quizás, como las rosas, todo se vaya quedando seco entre las páginas del libro, lo único que va a permanecer, nuestro libro. Así que cierro por última vez la puerta de lo que fue nuestro y yo también decido dejar en el mismo sitio de siempre, sin tocar, sin abrir, el que fue nuestro catálogo de IKEA.