Revista Cine

El maestro de piano -6-

Por Teresac


Tres
“¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí?”Palabras de doña Inés.
EL MAESTRO DE PIANO -6-A la mañana siguiente, temprano, Juan Cortés se presentó en la casa de la familia Vidal preguntando por el señor. La doncella que le había abierto la puerta le condujo a la sala de visitas y luego corrió por el pasillo a decirle a su joven señora que su antiguo maestro había vuelto, ¡y traía un ramo de flores en las manos!Juan dio varios pasos por la luminosa estancia. La puerta estaba abierta a la galería donde el sol reflejaba el movimiento de las olas del mar, provocando curiosas ondulaciones en las blancas paredes. Dejó el ramo de flores sobre una mesita con un suspiro. Sólo podía esperar que aquel sencillo detalle no despertase demasiadas esperanzas en Inés. La noche anterior, durante la cena, había estado encantadora, luciendo en todo su esplendor con aquel carácter alegre y dulcísimo que aumentaba hasta límites indescriptibles su belleza natural. Sin embargo, en otras ocasiones, cuando se la cruzaba en sus paseos o se acercaba a la escuela a llevar a Pablito, se mostraba como una de esas niñas ñoñas que apenas tienen conversación, dedicándose a dejar caer sus largas pestañas y pavonearse en busca de algún cumplido. Era un comportamiento extraño en ella, forzado, como si alguien la hubiese convencido de que esa era la forma de comportarse ante un buen partido, y probablemente, razonaba Juan, así había sido. Todo esto le había llevado a la clara conclusión de que Inés estaba interesada en él como marido; aunque le halagaba, qué duda cabía, por su belleza y su juventud, él se había hecho propósito años atrás de no volver a casarse, y por nada del mundo deseaba romperle el corazón a una criatura tan adorable. Suspiró de nuevo, pensando en qué dura resultaba la vida para un hombre honrado. Sus padres le habían dejado claras instrucciones en sus apellidos: Cortés por su padre, Hidalgo por su madre. Con tal herencia, no podía menos que aceptar el torpe coqueteo de la joven y tratar de enfriar su entusiasmo paulatinamente, a la espera de que ella encontrara otro a quien dirigir sus dardos amorosos. Ay, mas si él no fuera un hombre decente, si fuera uno de aquellos canallas, como el famoso que llevaba su mismo santo, cuánto no disfrutaría seduciendo a aquella belleza, dándole a probar las mieles de la pasión y bebiéndolas él mismo de su boca. Su pensamiento se había descarriado de tal modo ante aquella posibilidad que los leves pasos que sonaron a su espalda lo sobresaltaron, y le costó un pequeño gran esfuerzo recuperar la compostura ante la recién llegada.—Buenos días, don Juan. Me temo que mi padre ha salido y sólo estoy yo para recibirle. —Inés lanzó una mirada de reojo al ramo de flores que estaba sobre la mesita, que Juan se apresuró a ofrecerle mientras le devolvía los buenos días y le agradecía la cena de la noche anterior—. No tenía que haberse molestado, somos nosotros los que estamos agradecidos por su presencia anoche. Creo que no exagero si digo que resultó una velada en todo encantadora.—Así es, no lo niego, sólo nos falto un poco de música. —Juan posó su mano sobre la tapa del piano de pared, el mismo en el que tantos años atrás Inés había desgranado sus primeras notas bajo sus instrucciones y, levantándola, tocó apenas unas notas—. Por Dios, suena como si estuviera lleno de grillos.—Nadie lo ha tocado en mucho tiempo, y me temo que tampoco hemos pedido que vengan a afinarlo.—¿Cómo ha podido abandonarlo así? A usted le encantaba la música.Inés se llevó el ramo de flores a la cara, olió su fragancia y buscó en él una respuesta que no encontraba, para no abrumarle con su sinceridad. La música dejó de tener sentido cuando te fuiste, quería decir y no se atrevía.—No encontré otro maestro como usted.Lo dijo con la mirada baja, acariciándose los labios con una florecilla que sobresalía del ramo.  Juan descubrió cuánto deseaba que sus dedos fueran los pétalos de aquella afortunada flor.—Me resulta extraño que nos tratemos con tanta formalidad. ¿Podríamos tutearnos, aunque sólo fuera en momentos así, en privado?—Supongo que sí. —Inés dejó las flores sobre la mesita y salió a la galería, donde el aire que entraba por las ventanas abiertas le desordenó algunos mechones de su impecable peinado. Respiró hondo, para llenar sus pulmones del fresco aroma marino, sin apercibirse de la mirada apreciativa de Juan, que se había parado a su lado, tan cerca que al momento el olor de su jabón de afeitar se impuso sobre cualquier otro—. No creí que volverías a la ciudad. —Temía haberte perdido para siempre, añadieron sus ojos.—Me gusta vivir aquí. De Galicia aprecio hasta la lluvia. —Rio para relajar la tensión, mientras su mirada se quedaba una vez más prendada de aquel lunar en el mentón de Inés, un lunar digno de una guerra de Troya—. ¿Sabes cómo adiviné quién eras? —Extendió la mano y lo tocó, con las yemas de los dedos, apenas una levísima caricia.—Por un defecto —bromeó Inés, consciente del atractivo de aquella pincelada de sol a la que hasta se habían dedicado poemas.—Un defecto que haría bella a la mismísima Gioconda. Este lunar, Inés...—¿Sí?—Es una invitación, una orden casi.—¿Y qué te ordena?No se lo dijo. Se lo demostró. Y después del lunar sus labios pasaron a sus mejillas, a su frente, a sus párpados, y antes de que ninguno de los dos supiera qué era lo que allí estaba ocurriendo, ya sus bocas se devoraban mutuamente, sus manos, sus brazos, enlazados en un íntimo abrazo. Aquel momento soñado hizo que algo se rompiera dentro de Inés. Se entregó a la boca de Juan como si hubiera estado perdida en un desierto y él le diera a beber un maná divino, sus labios eran la fruta prohibida, pecado mortal, y aunque era consciente de todo ello, Inés estaba ya más allá del bien y del mal. Cuando el beso terminó, cuando él se separó apenas unos centímetros, respirando agitado, comprendió por fin la explicación sobre la caja de bombones de su cuñada.—Lo siento. Esto no debía de haber ocurrido. Yo... yo... no sé en qué estaba pensando. Perdóname, soy un bruto.—¿Perdonarte?—Me he aprovechado de tu inocencia. Y aquí, por Dios, en la casa de tu padre. No, no tengo perdón.¿Era todo lo que tenía que decirle? Después de su primer beso de amor, después de haberle hecho ver por un instante la gloria del paraíso, ahora se volvía atrás, la rechazaba, se arrepentía.Inés esperó en vano, cinco segundos, diez, medio minuto. El no parecía tener nada mejor que decirle. Así que se dio la vuelta, recogió sus largas faldas, maldiciendo el miriñaque, el polisón y todos los malditos artilugios que la moda le obligaba a llevar bajo el vestido, y salió corriendo de la galería, corrió por la sala y por el pasillo y no se detuvo hasta llegar a su dormitorio, donde cerró la puerta a sus espaldas con un sonoro portazo. Por la ventana se había colado un gorrión, que revoloteó enloquecido ante el estruendo, buscando la salida. A Inés se le antojó que en vez de piar estaba gritándole “tonta, tonta, tonta...”.
Juan esperó en vano que ella regresara. Al fin comprobó que se le hacía tarde para sus clases y salió de la casa, sintiéndose el más canalla de los hombres. Ella se había mostrado tan dulce, tan entregada, que había encendido un fuego en su interior que difícilmente lograría apagarse en las próximas horas, entre sus jóvenes alumnos recitando con desgana el solfeo. Llevaba en sus manos aún la sensación de su piel cálida bajo la ropa; en sus labios, la frescura de su boca, que no sabía besar pero que daba cuanto recibía con afán, con pasión incontrolada. Se permitió el lujo de imaginársela yendo más allá ¿Sería así en su cama?, dispuesta a todo, confiada, generosa... Había conocido a mujeres así en aquellos años de libertad, viudas, mujeres experimentadas, ninguna tan joven e inocente. Quizá fuera eso, su desconocimiento, lo que había provocado su reacción, quizá cuando descubriese a dónde llevaba aquel camino que apenas habían iniciado, reaccionaría como su difunta esposa, horrorizada, con repulsión, mirándolo con un espanto temeroso cada vez que él iniciaba apenas una caricia. Tenía que recordar aquello. Los motivos por los que nunca volvería a casarse. Y tenía que evitar estar a solas con Inés en adelante, no le facilitaría el camino a aquel demonio empeñado en tentarles.

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