El miedo es la disciplina de una sociedad capitalista, y actualmente muchas personas lo tienen. Con miedo, las cosas son peores. Miedo a perder el trabajo, en caso de tenerlo; a no encontrarlo, en caso de no tener ninguno; a que empeore la situación de los hijos. En algunos países, la gente teme perder la asistencia médica o el subsidio de desempleo; muchos, viven al día, al mes, con miedo a quedarse sin hogar de un momento a otro.
Al mismo tiempo, y prácticamente por las mismas razones, las personas también pasan hambre, son conscientes de que están viviendo bajo un sistema tremendamente inmoral en el que los culpables son premiados y los inocentes castigados. Los bancos han recibido billones, y los banqueros de élite han utilizado dinero público para seguir pagándose a sí mismos unos sueldos y unos dividendos desmesurados. A los que no tenían nada que ver con la crisis les han robado dos veces: una, porque la quiebra del casino ha destruido la relativa seguridad económica para los años venideros; y otra, porque sus impuestos, y los de los hijos de sus hijos, se gastarán no en bienes públicos y una vida mejor para todos, sino en restaurar un sistema absolutamente podrido.
Hemos visto cómo las enormes desigualdades (sobre todo en distribución de alimentos, agua e ingresos) alientan el conflicto, que en nuestra época puede significar terrorismo, el arma de elección de los pobres. Y también hemos visto cómo todas las crisis (financiera, alimentaria, del agua, del cambio climático, de conflictos, de desigualdades y de pobreza) conspiran para reforzarse mutuamente y construir una prisión, agravando así la sensación de injusticia manifiesta. No hemos cometido ningún delito, pero estamos aquí retenidos contra nuestra voluntad.
Se ha demostrado científicamente que incluso los animales tienen un sentido innato de la justicia. Este rasgo sin duda se ha desarrollado a través de la selección natural, pues otorga una ventaja al individuo y al grupo al que pertenece. Al parecer, los gobiernos y las élites no comparten esta característica, por lo que hacen peligrar la supervivencia común.
Se han decidido tantas cosas con total desdén hacia los ciudadanos desventurados, que uno ya no sabe por dónde empezar; señalemos simplemente que, en una sociedad normal que funcionara según reglas capitalistas normales o de mercado, los bancos pertenecerían a los contribuyentes, que son los únicos responsables de su salvación. A todos nos han enseñado a creer que, cuando uno abre el billetero o el talonario de cheques, lo hace con la esperanza de recibir a cambio algún bien, servicio o beneficio. En el caso del pago de impuestos, uno espera beneficiarse de una sociedad que funciona.
Por lo general, proteger a los inocentes y castigar a los culpables es además una cuestión de moral pública, aunque sólo sea para salvar a los políticos del oprobio. Ninguno de estos principios conserva ya su vigencia. Los culpables son recompensados con creces, y a los inocentes se les dice que se callen y suelten la pasta. No reciben absolutamente nada a cambio de sus aportaciones, las de hoy y las de muchísimos mañanas. En vez de ello, obtienen desempleo, pensiones reducidas, servicios públicos hechos polvo, y menor calidad de vida para ellos y sus hijos. Se privatizan los beneficios mientras se socializan las pérdidas, como viene siendo habitual en las sociedades basadas en la ideología neoliberal, en el fundamentalismo del mercado.
Los recientes episodios extremos, sin precedentes desde la década de 1930, deberían llevarnos a examinar con cuidado el lugar donde vivimos ahora mismo y qué podría alterar el paisaje, para bien o para mal. Podemos clasificar las posibilidades como negativas o positivas. En el lado negativo hay muchos temores, pero en el positivo contamos con muchas esperanzas y propuestas racionales, que podrían madurar y hacerse realidad si las fuerzas populares comenzaran a organizarse en alianzas con peso político y objetivos claros.
Fuente: Sus Crisis, Nuestras Soluciones (Susan George)
Foto de portada por: Lesmode