Revista América Latina

El Miguel, ellos, nosotros y la Carolita.octubre 2004.

Publicado el 21 septiembre 2013 por Adriana Goni Godoy @antropomemoria

El Miguel, ellos, nosotros y la Carolita Adriana Goni Para Miguel, a 30 años de su muerte en combate, 5 Octubre 2004



 

 

 

El Miguel, ellos, nosotros y la Carolita.octubre 2004.

 

¡Teníamos tanto miedo! Enfundados en ropas elegantes, olvidados del bluyin y de los bototos, contábamos los días que habían pasado desde entonces. ¿Sólo diez? Teníamos tanto miedo, desconcierto, furia, y… veintinueve años. Veintinueve años el Miguel, y Julián y yo.

Entre Julián y yo juntábamos ocho chiquillos; ninguno superaba los diez años y dependían absolutamente de nosotros. De nosotros, quienes aún en medio del huracán, buscábamos afanosos y sin rumbo a los compañeros, a las compañeras, a aquellos de los campamentos que por tantos meses -¿años?- fueron nuestra familia, nuestro habitat, nuestro accionar conjunto.

Sabíamos de nuestros muertos, de los detenidos, de los torturados, de los escondidos. Sabíamos que si caíamos dejábamos no sólo a nuestros hijos a merced de un futuro temible que sólo podíamos imaginar, sino que nos restaríamos a la lucha que recién comenzaba.

La magnitud de la pérdida, de la masacre, del desconcierto y la desconexión aún no afloraban a nuestras mentes, a pesar de tanto análisis y previsión anterior.

Con Julián llevamos ese día a la Carolita, de cinco años, al hospital, dado que su garganta presentaba un enorme e inexplicable bulto que apenas le permitía respirar.

Psicosomático, nos dijeron. ¡Y cómo no! En diez días presenció, con sus enormes ojos, allanamiento tras allanamiento de nuestra casa, buscándonos, ávidos de armas, de delaciones, de compañeros ocultos. Cada rama de las Fuerzas armadas exhibió sus armas largas, gritó, pateó los bolsones de los niños en busca de esas armas que hasta hoy, treinta años después todavía no nos llegan…

Nosotros, lejos de ellos nada podíamos hacer. Nunca pudimos. La enfermedad de la niña era más que justificada.

Al volver del Hospital, llevamos a la Carolita a un lugar que le encantaba. Era apasionada por el pescado frito. Fuimos al “Venecia”. Sabíamos que el ambiente familiar la consolaría.

Julián, Gabriela y la Carolita, sentados en una acogedora mesa, bien trajeados y peinados, ella taco alto y maquillaje, eran la visión encantadora de una familia de clase media contenta, sin nada que temer. Se abren entonces las puertas del restaurante y penetran varios hombres jóvenes, de aspecto próspero, elegantes, buenos trajes oscuros, peinados a la gomina, caras limpias sin bigotes. Se diría un grupo de abogados celebrando un fallo o un grupo de médicos de alguno de los hospital cercanos contentos con el resultado de alguna cirugía complicada.

Bastó una mirada de reojo, unos rostros inexpresivos, un intercambio de efluvios, para que nos reconociéramos y nos ignoraramos. Eran el Miguel, el Bauchi, el Pollo, el Pelao, y algunos otros que mi memoria no ha retenido. Eran ellos. La dirección clandestina completa.

Todos comíamos, conversábamos, sonreíamos con dolor. Ellos en su mesa. Nosotros a sus espaldas. La Carolita se avalanzó sobre su pescado frito. ¿Congrio, merluza? Nunca lo supimos, pero una espina inmensa se incrustó en su garganta hinchada. No podíamos gritar, llorar, llamar la atención. Nuestra vida estaba en peligro, al igual que la de la Carolita.

Nunca supimos cómo, aún no lo entiendo, pero el Miguel, el compañero, el doctor Enríquez, saltó como un felino; tomó a la niña, la tendió en el suelo, maniobró sobre ella, que tenía su carita azulada por la asfixia, extrajo la espina, le hizo respiración boca a boca, nos guiñó un ojo y volvió a su mesa, donde ellos. Nada había sucedido.

El hombre más buscado de Chile en ese momento y hasta el día de su muerte en combate el 5 de octubre del año siguiente, arriesgó su cobertura y la de todos nosotros, siguiendo el imperativo de sus convicciones, de su juramento y de su entrga revolucionaria.

Sin el Miguel ése día, posiblemente la Carolita no habría conocido los treinta y seis años que hoy tiene, y definitivamente no estarían el Sebastian, el Vicente y el Nicolás, mis nietos.

Tengo más, muchos más recuerdos. Del Pelao Van Yurick y de la Bárbara. Cuando me duela menos, los escribiré… mientras permítanme gritar : “¡ Gracias, Miguel ¡ ¡ Hasta la Victoria Siempre!”


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