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El misterio en la luz

Por Peterpank @castguer

El misterio en la luz

Es más meritorio descubrir el misterio en la luz que en la sombra . (Arthur Cravan.)

Aunque en las literaturas de los diferentes pueblos abundan los testimonios sobre el sueño, no ha sido sino hasta mediados del siglo XIX que se ha tenido una justa concepción de la necesidad vital del dormir y del soñar. Considerar el sueño como un medio de conocimiento del hombre interior es una idea moderna, sobre la cual, muy dificultosamente, se encuentran precedentes históricos. Sería completamente erróneo suponer que los surrealistas hubiesen representado, dentro de las corrientes del siglo XX, un orden de preocupaciones íntimas que, en cada época, hubiesen sido de una intensidad semejante, mediando en lo que respecta a sus resultados no más que criterios de calidad. Por el contrario, había sido excepcional demostrar un interés tal por el sueño, insistir de tal manera sobre todos los problemas que el sueño plantea a la realidad; antes que ellos, muy pocos se arriesgaron con una audacia parecida. En su florilegio de Trayectoria del sueño , Breton había inventariado la lista de los precursores que se reconocía el surrealismo: dos ocultistas (Jérôme Cardan, Paracelso), tres románticos alemanes (Jean Paul, Lichtenberg, Moritz), un romántico francés (Xavier Forneret), un autor ruso (Pushkin), un naïf (el matemático Lucas, quien buscaba la cuadratura del círculo); si se agregan a ellos Alfred Maury, Hervey de Saint-Denys y Freud, de quien habla por otra parte, y algunos nombres que parece haber ignorado, se tiene una lista exhaustiva que se limita a una veintena de autores. Resulta paradójico, a primera vista, que en tantos siglos de cultura no se incluyesen otros antecesores. Una rápida recapitulación de los trabajos del pasado permite apreciar, incuestionablemente, hasta qué punto los surrealistas fueron innovadores.

Del sueño natural al sueño jeroglífico.

Desde las primeras civilizaciones, la humanidad ha considerado el sueño como un enigma inquietante. Lo ha transformado a la vez en soporte para una convención literaria y en materia para una creencia supersticiosa. En todo el antiguo Oriente, como en la antigüedad grecorromana, se le ha considerado como el mensaje de un dios, quien por este medio pondría sobre aviso a los mortales sobre sus intenciones generales o acerca del destino que les reservaba. Así lo atestigua, en la Mesopotamia, uno de los textos más antiguos del mundo, la epopeya de Gilgamesh: dos sueños de Gilgamesh, que interpreta su madre Nin Sun, le predicen su encuentro con Enkidu; cuando los dos amigos se disponen a combatir al gigante Humbaba, Gilgamesh tiene otros tres sueños a través de los cuales Enkidu presagia el éxito de su empresa; antes de morir, el mismo Enkidu tiene un sueño donde el dios Enlil le anuncia su próxima muerte, y otro en el que es conducido hacia los infiernos.

El sueño es la predicción de un acontecimiento futuro, pero es necesario aprender a descifrar su significado; tal será la tarea a ejercer por la onirocrítica, ciencia ya constituída en la época asiriobabilónica. El Libro de los sueños de la biblioteca de Asurbanipal, serie de tabletas halladas en las ruinas de su palacio de Nínive, examinaba todas las situaciones posibles; si alguno había tenido un sueño en el que se trepaba a una palmera, o viajaba, o se echaba a volar, o recibía un objeto, o comía un determinado manjar, su caso había sido previsto. Se recomendaba todo un ritual para preservarse de las consecuencias de los malos sueños. El mesopotámico debía frotarse todo el cuerpo con un pedazo de arcilla, que absorbía la mancha impregnada por el sueño, y arrojar este arcilla en el agua pronunciando un conjuro. Si no recordaba lo que había soñado, de todas maneras se ponía bajo los auspicios de los ritos purificadores, a fin de prevenir toda sorpresa desagradable (1). Se encuentran diseminadas tales prescripciones, con algunas variantes, casi en todas partes. En Egipto, el papiro Cheaster Beaty III enumera el repertorio de los sueños fastos y nefastos, para uso de los escribas egipcios encargados de interpretarlos. En la India, el 68º paricishsta del Atharva Veda, que contiene una Llave de los sueños según los tres temperamentos (bilioso, flemático y aéreo), aconsejaba tocar una vaca o rendir culto a las higueras sagradas, para anular un sueño desfavorable.

Grecia estableció la concepción clásica del sueño, a la cual se han remitido los autores occidentales y árabes. Muy temprano se estableció la distinción entre los sueños proféticos, los que Homero en la Odisea hizo entrar por una puerta de cuerno, mientras que los falsos sueños pasaban por una puerta de marfíl. Sus comentaristas han explicado que el cuerno (transparente) representaba el aire, y el marfil (opaco) la tierra; los sueños emanados de la tierra podían ser enviados por las almas de los muertos, cuyo mediador era Hermes. Fue tan grande la creencia en el sueño profético, que la práctica de su incubación llegó a generalizarse; los enfermos iban a recostarse en los templos de las divinidades medicinales, en vista de obtener sueños que favoreciesen su restablecimiento. Los asclepiones, o templos de Esculapio, nunca estaban vacíos, siendo los más célebres los de Cos, Pérgamo y Epidauro; el enfermo, encerrado en un abaton («lugar reservado para los invitados»), se dormía después de realizar abluciones y sacrificios, y no se le consideraba curado hasta que Esculapio se le aparecía en persona, o bajo la forma de un perro, una serpiente, o su hija Higía.

Artemidoro, en su Onirocrítica , divide los sueños en teoremáticos y alegóricos; los primeros, serían evocadores bastante precisos de un hecho que el soñador viviría poco después; los segundos, más o menos obscuros, predecirían acontecimientos que no habrían de realizarse sino al cabo de varios años. Macrobio, filósofo latino neoplatónico, expresó asimismo las convicciones de su época en un comentario erudito: «Todos los objetos que vemos en sueños pueden ser clasificados en cinco géneros diferentes, cuyos nombres son los siguientes: el sueño propiamente dicho [ somnium ], la visión [ visio ], el oráculo [ oraculum ], las imaginaciones oníricas [ insomnium ] y el espectro [ visum ]. Estos dos últimos géneros no merecen ser explicados, porque ellos no se prestan a la adivinación (2).» En efecto, Macrobio precisa que las imaginaciones oníricas reproducen simplemente las penas y pasiones de la vigilia; el espectro es una pesadilla o alucinación en la duermevela; en el oráculo, el soñador ve a un personaje importante aparecérsele para darle un consejo; en la visión, se encuentra la imagen anticipada de lo que va a suceder. En cuanto al sueño en sí mismo, comunicación divina en estilo figurado, ha sido subdividido en diversas especies y se encuentra tan plagado de obscuridades que exige el auxilio de un intérprete.

Estas ideas de la Antigüedad, se han visto perpetuadas a través de la Edad Media y el Renacimiento y han sido adaptadas al contexto cristiano. Un obispo del siglo V, Sinesios, escribió un Tratado de los sueños donde sostenía que ellos se prestaban a la adivinación y aconsejaba que cada uno aprendiese a interpretarlos por sí mismo. Pero el hombre que testimonió mejor esta actitud semipagana y semicristiana fue Jérôme Cardan, matemático, médico y astrólogo, uno de los más curiosos personajes del siglo XVI. Perseguido por sus cofrades, protegido por algunos poderosos, incesantemente cayendo en la ruina a causa de su pasión por el juego, enseñando unas veces matemáticas en la Universidad de Milán y otras medicina en la de Bolonia, Jérôme Cardan no vivió sino por los sueños y para los sueños; anotaba los suyos escrupulosamente y los interpretaba según el método de Artemidoro. Dice en su autobiografía que durante toda su infancia, a la madrugada, veía aparecer alrededor de su cama figuras espectrales; y los objetos reales le parecían como nimbados por una aureola luminosa. Se jactaba de haber recibido ocho prerrogativas al nacer: todas las veces que levantaba sus ojos hacia el cielo, veía la luna frente a él; se encontraba en medio de una disputa y jamás era herido; cuando se le alcanzaba, se levantaba inmediatamente, etc. Pero su prerrogativa más preciosa era el don de ser advertido sobre el futuro a través de los sueños. Un sueño le advertía que iría a vivir a Roma, otros le anunciaban la inmortalidad que habría de alcanzar su fama, o que el alma de su padre lo protegía. Los sueños le prescribían los medicamentos que debía administrar a sus enfermos, o lo instigaban a escribir libros, especialmente su De Subtilitate (1550).

La Hypnerotomachia de Francisco Colonna, intitulada más comúnmente El Sueño de Polífilo , y aparecida en en 1499 en Venecia, donde el autor era monje en un convento, refuerza todavía más esta convención. Una   tarde, Polífilo, desesperado tras ser rechazado por Polia, cae dormido; sueña que atraviesa lugares soberbios y ruinas de mármol blanco, y que llega a la corte de la reina Eleuterilidia; encuentra a una ninfa que porta un candelero y le habla sobre los amores de los dioses, antes de hacerse conocer como Polia . Navega con ella sobre la barca de Cupido hacia la isla de Citeres, pero allí, en el momento en que ella lo engalana con una guirnalda de flores, se despierta con el canto de un ruiseñor. En esta alegoría manierista, el sueño no constituye sino un fácil argumento para describir, con arquitecturas ideales, lugares imaginarios, animados con bailes, triunfos y diversiones más bellos que en la realidad. En el siglo XVII, Los Sueños del español Francisco de Quevedo, a pesar del poder imaginativo del autor, se basan en el mismo artificio; el narrador se duerme leyendo a Job o a Lucrecio, y sueña con escenas fantásticas que son sátiras sobre la vida en España; ni por un instante existe la intención de hacernos apreciar la desorientación del espíritu en el universo onírico.

El siglo XVIII permanece fiel a este prototipo clásico, hasta el punto de que en la Enciclopedia (t. V, 1765), se encuentra esta definición:

SUEÑO ( poesía ), ficción que se ha empleado en todos los géneros de poesía, épica, lírica, elegíaca, dramática: en algunas, es una descripción de un sueño que el poeta finge tener, o que ha tenido; en el género dramático, esta ficción se realiza de dos maneras: a veces aparece en escena un actor que finge un profundo sueño, durante el cual le acomete una fantasía que le agita y le impulsa a hablar en voz alta; otras veces, el autor cuenta las fantasías que ha tenido durante su sueño.

Otras definiciones del sueño marcan el comienzo de la racionalización del problema; dice el autor que todo sueño comienza con una sensación, y luego prosigue con una seguidilla de actos imaginarios: «La naturaleza de la sensación, madre del sueño, determinará su especie.» Establece esta segregación que los surrealistas rechazaron con horror: «Toda nuestra vida se halla dividida en dos estados esencialmente diferentes el uno del otro. Uno de ellos es la verdad y la realidad, mientras que el otro no es nada más que engaño e ilusión (3).» Los enciclopedistas, enamorados de la razón, trataron el sueño con un desprecio que Diderot testimonia en el capítulo 42 de Los dijes indiscretos , donde el adivino Broculocus, quien no cree en los sueños proféticos, ofrece una explicación mecanicista de las menos convincentes.

Solamente hacia fines del siglo XVIII, con el comienzo del romanticismo alemán, nació una concepción mejor pertrechada sobre la vida interior del durmiente. Los románticos alemanes adoptaron la costumbre de referirse a sus propios sueños. Goethe relata un sueño en el Wilhelm Meister (libro VII, cap.1) que es una amplificación literaria del mencionado en una carta del 20 de diciembre de 1786 a la Sra. de Stein. Sin embargo, estos poetas no transgredieron la concepción clásica del Sueño más que para sustituirla por otras convenciones, tales como la del «sueño del cielo» de la que Jean Paul fue su especialista, el «sueño del jardín maravilloso», o el «sueño macabro» con esqueletos animados, que Ludwig Tieck evoca en sus novelas Lovell y Abdallah .

Jean Paul, a primera vista, es el gran precursor del onirismo surrealista; uno de sus exégetas ha revelado cuarenta y dos sueños narrados en sus novelas (4); publicó tres ensayos sobre la materia, y llevó un Diario de sus sueños entre 1804 y 1822. Jean Paul consideraba al sueño como una «poesía involuntaria», idea que es seductora para los modernos; pero nunca se olvidaba de haber sido estudiante de teología, de haber experimentado una iluminación mística en 1790, y sus sueños conservan un tufillo de presbiterio, de tumba recién removida y del más allá. Pensaba que el soñador era transportado a una morada ideal de las almas, donde experimentaba por anticipado las beatitudes del paraíso. De este modo, los sueños de Gustave en La Logia invisible , los de Albano en El Titán , eran grandiosas escapadas hacia las esferas superiores. Por el contrario los surrealistas no se desprendieron del mundo real, sino que trataron, sobre todo, de   manejarlo hasta volverlo irreconocible. En última instancia, Jean Paul obedecía a una estética literaria; sus propios sueños anotados por él en su Carnet demuestran por comparación hasta qué punto los de sus novelas resultan alambicados.

El romanticismo francés, por su parte, aportó algunos modelos al surrealismo, pero los principios rectores en ambos casos son diferentes. Charles Nodier, en su estudio Sobre algunos fenómenos del sueño , sostiene la superioridad del sueño sobre la vigilia, pretendiendo demostrar la naturaleza religiosa del sueño; los hombres que jamás han soñado serían ateos, nos dice, y en todos los países lo maravilloso proviene de la propensión de ciertas naturalezas a la pesadilla: «Todas las religiones, con excepción de aquella cuya verdad no puede ser puesta en duda, nos han sido enseñadas a través del sueño». Por otra parte Nodier, aunque redacta Smarra o los demonios de la noche inspirándose en los sueños de su portero, según el testimonio de su hija, les inserta una imitación de Apuleyo enredando estos «sueños románticos» en una retórica vana. Estos dos defectos del romanticismo –su concepción religiosa o al menos metafísica del sueño, detectable tanto en las Cartas de un viajero de Georges Sand como en Aurelia de Nerval, o en Promontorium somni de Victor Hugo; el carácter ficticio del relato de sueño, verificable en el Viaje hacia donde gustéis de Alfred de Musset y J.-P. Stahl, o en Djoûmane de Mérimée– eran justamente aquello que el surrealismo pretendía excluir.

Los románticos representaron un progreso sobre los siglos anteriores, porque comenzaron a hacer del sueño el objeto de un estudio desinteresado. Pero siempre creyeron que existían dos tipos de sueño, unos humanos y otros divinos, a los que Baudelaire llamaba «jeroglíficos». Un hombre va a tratar de conducir el sueño hacia un único principio: Alfred Maury.

Alfred Maury, ¿precursor de Freud?

Alfred Maury ha sido el hombre que renovó, en el siglo XIX, la psicología del sueño, en una perspectiva que anunciaba al mismo tiempo a los psicoanalistas y a los surrealistas; su obra El dormir y los sueños (1861), considerada casi inmediatamente como un clásico, tuvo cuatro ediciones sucesivas, y ha sido algunas veces objeto de saqueo o de imitación. Cuando en 1911 Nicolas Vaschide, encargado del laboratorio de los Altos Estudios, intentó hacer conocer a Freud en Francia, no encontró para él un elogio más hermoso que éste: «El Dr. Freud, de Viena, cuya obra se parece mucho a la de Alfred Maury, por el análisis delicioso de sus sueños y la documentación tan delicadamente registrada de su material, que hace de su volumen sobre los sueños una continuación de la sólida obra del erudito francés(5).» De esta forma, de buena fe, se creía que Freud se contentaba con recorrer el camino trazado por Alfred Maury; él mismo había favorecido este desprecio al referirse extensamente sobre su predecesor. Más tarde, a su vez, André Breton debía descubrir a Maury y convertirse en su deudor en un cierto número de ideas, aunque irritándose por el vocabulario del autor, que reconoce que considera con reservas, cuando éste nos refiere sus sueños, su «amor propio individual» y su «dignidad de criatura de Dios». Aunque por otra parte, Maury combatía el idealismo y se declaraba apartado de las creencias religiosas, el poeta revolucionario no le perdona que se considerase una «criatura de Dios», y, con indignación, expresa en Los vasos comunicantes :   «Este último observador y experimentador, uno de los más finos que se hayan presentado durante el curso del siglo XIX, continúa siendo una de las víctimas más típicas de esta pusilanimidad y de esta falta de rigor que Lenin ha denunciado en los mejores naturalistas en general y en Haeckel en particular». Este acceso de mal humor no debe ocultarnos que Maury es el punto de partida, antes que Freud, de la concepción surrealista del sueño; voy a establecer también aquí esta filiación, en la que nadie todavía ha reparado, y que sin embargo explica las declaraciones realizadas por el maestro del surrealismo.

El interés de Maury proviene de que, no siendo ni médico ni filósofo, se considera el iniciador de un método que a cualquiera permitiría, siguiendo su ejemplo, una exploración permanente del mundo onírico. Hay poco que decir sobre el personaje en sí. Se trataba de un erudito el cual, según él mismo había confesado, se sentía dotado por un espíritu de curiosidad e investigación más que por un espíritu inventivo. Inseguro de su vocación, comenzó estudiando derecho y medicina, para luego continuar tomando clases de chino y de arqueología, interesándose por la historia, la geografía y las ciencias naturales. En un comienzo trabajó como empleado de la Biblioteca Real y luego fue secretario del conde de Clarac, conservador del Museo del Louvre, quien lo hizo elegir en 1844 como sub-bibliotecario en el Instituto de Francia. Ocupando este nuevo cargo, dirigió el Boletín de la Sociedad de Geografía de París . En 1860 fue distinguido por Napoleón III, quien lo nombró bibliotecario de las Tuileries, lo llamó a que colaborase en su Historia de Julio César , y le confió en 1868 la dirección general de los Archivos del Imperio. Miembro de la Academia de Incripciones y Letras, ocupó durante veintinueve años la cátedra de Historia y Moral en el Colegio de Francia, donde sus lecciones abordaron las más diversas materias. Su preocupación por la verdad era tan grande, que aprendió el ruso para tratar un tema de cátedra sobre las migraciones que habrían tenido lugar en el norte del Mar Negro entre los siglos V y X; hace un cotejo de cartas de marea medievales para determinar la ruta utilizada hacia China por los árabes en el siglo IX, rectificando en esta cuestión los errores del orientalista Reinaud, quien había establecido sobre las costas de Coromandel y Bengala localidades que se encontraban en Malasia. Sus libros principales, Las hadas en la Edad Media , Historia de las religiones en la Grecia antigua , La Magia y la Astrología , Los bosques de la Galia y de Francia antigua , son todos valiosos por su precisión del detalle y los alcances de su información (6).

Resulta entonces bastante sorprendente descubrir a este grave académico, relatando sus sueños con candor y naturalidad, inclusive aquellos que traicionan sus debilidades, tratando de indagar en sus misterios. El motivo de su procupación por tales problemas provenía de su constitución. Confesaba, efectivamente: «Pocas personas sueñan con tanta facilidad, tan frecuentemente como yo lo hago; es muy raro que el recuerdo de lo que he soñado se me escape, y la memoria de mis sueños muchas veces subsiste tan fresca durante varios meses, podría decirse tan cautivante, como en el momento del dormir.» Publicó tres artículos sobre el sueño en los Anales médico-psicológicos del sistema nervioso , antes de consagrarles el libro en el que se basa su reputación.

Maury comienza por exponer su «método introspectivo directo», precisando que no es provechoso a menos de ceñirse a una experimentación de todos los días:

Me estudio a mí mismo tanto en la cama como en el sillón, en el momento en que el sueño se apodera de mí; registro en qué disposiciones exactas me encontraba antes de dormirme y solicito, a la persona que me acompaña, que me despierte en un momento más o menos alejado de aquel en que me había adormecido. Al despertarme sobresaltado, la memoria de mi sueño todavía se halla presente en mi espíritu, con la frescura misma de la impresión. Me resulta fácil entonces cotejar los detalles de este sueño con las circunstancias en las que me encontraba al momento de adormecerme. Consigno en un cuaderno estas observaciones, igual que lo hace un médico en su diario para los casos que investiga. Y al realizar el repertorio que me he trazado por este medio, he descubierto, en sueños que se habían producido en distintas épocas de mi vida, coincidencias y analogías cuya similitud de circunstancias, por así decir, los habían provocado, habiéndome aportado muchas veces la clave.

Maury no ha sido el primero en establecer el repertorio de sus sueños, pero, con toda seguridad, fue quien inauguró la «observación de a dos», verificando por medio de su madre, su mujer o uno de sus hermanos, actitudes que había tenido mientras dormía, palabras que había pronunciado, encargándoles que lo despertasen en medio de sus sueños para registrarlos inmediatamente.

Sus capítulos liminares sobre el estado fisiológico del durmiente y sobre el modo como funciona la inteligencia durante el sueño, resumen las ideas generales de la ciencia de su época. Cuando se duerme, afirma, la acción del encéfalo disminuye o se suspende, y ninguno de nuestros órganos, por así decir, se adormece separadamente. No se sale del sueño sino por un proceso inverso: «A veces un órgano que es despertado despierta a otro que a su vez actúa de la misma manera, y el durmiente retorna así gradualmente al estado de vigilia (7) .» Por lo demás, el adormecimiento no afecta con la misma intensidad a todas las partes del sistema cerebro-espinal. Se produce una ruptura del equilibrio nervioso, que provoca «una serie de degradaciones en la facultad pensante y razonadora» cuya demostración resultan los sueños. Maury se opone a la teoría de Théodore Jouffroy que afirma que el alma vela cuando el cuerpo duerme. El alma allí no tiene nada que hacer, protesta, y se encuentran en el espíritu del durmiente, no una conciencia intacta, sino «rasgos propios de la idiotez, de la demencia senil, de la manía aguda». El sueño es un «delirio pasajero», al que periódicamente uno se ve sometido; si se lo quiere comprender, es necesario compararlo con los diferentes delirios patológicos, de los que constituye su forma elemental.

El aporte más original de Maury se encuentra en su capítulo sobre las alucinaciones hipnagógicas. Tales fenómenos habían sido señalados por los fisiólogos alemanes –Gruithuisen denominaba a estas imágenes confusas predecesoras del sueño como el caos del sueño – y por el alienista Baillarger, pero Maury fue el primero en revelar toda su importancia y quien, desde 1848, les ha dado el calificativo de hipnagógicas ( mpuox , sueño , agwgex,   que   dirige, el conductor ), que no ha dejado de utilizar (8). Ha sido el único en demostrar la relación entre la alucinación hipnagógica y el sueño, ilustrándola a partir de su propia experiencia. Se trata de alucinaciones que nacen exclusivamente bajo un estado de somnolencia: «Estas imágenes, estas sensaciones fantásticas, se producen en el momento en que el sueño nos doblega, o cuando no nos hallamos sino imperfectamente despiertos.» Por cuanto varias personas de su entorno jamás las habían experimentado, Maury estima que estas alucinaciones son propias de unos sujetos fácilmente excitables, o bien predispuestos a la pericarditis o a las afecciones cerebrales:

Mis alucinaciones son más numerosas, y sobre todo más vivas cuando me aquejan, lo cual en mí es habitual, una disposición a la congestión cerebral. Cuando padezco esta cefalalgia, cuando experimento dolores nerviosos en los ojos, los oídos, la naríz, cuando tengo dolores de cabeza, me asaltan las alucinaciones no bien cierro los párpados. Esto me explica por qué siempre he sido sujeto de estas alucinaciones cuando viajo en diligencia, después de haber transcurrido toda la noche sin dormir, con un sueño imperfecto, padeciendo constantemente dolores de cabeza.

Las visiones hipnagógicas no se forman sino cuando se mantienen los ojos cerrados. «Pero una vez aparecidas, pueden continuar un instante, inmediatamente después que los ojos se han abierto. Entonces, la imagen brilla un tiempo muy corto ante la vista que se restablece; desaparece, para no volver ya más, salvo que nuevamente se entornen los párpados.» El carácter dominante de estas alucinaciones es su rapidez, sobre todo cuando han sido producidas por la fatiga intelectual: «Unos años atrás, habiéndome llevado dos días consecutivos traducir un largo pasaje en griego bastante dificultoso, observé, apenas al acostarme, imágenes tan múltiples, sucediéndose con tanta prontitud, que, presa de un verdadero escalofrío, me incorporé para disiparlas.»

Atribuye estas alucinaciones a los cambios sufridos en la atención, y ofrece como prueba este ejemplo:

Leía en voz alta el Viaje por la Rusia meridional , de Hommaire de Hell. Habiendo terminado apenas una línea, cerré instintivamente los ojos. En uno de esos cortos instantes de somnolencia ví hipnagógicamente, pero con la velocidad de un relámpago, la imagen de un hombre ataviado con una ropa marrón y un sombrero capuchino como los de un monje de los cuadros de Zurbarán. Esta imagen me hizo recordar de inmediato que había cerrado los ojos y dejado de leer; volví a abrir los párpados súbitamente y retomé el curso de mi lectura. La interrupción fue de tan corta duración, que la persona a la que le leía ni se dió cuenta.

Estas alucinaciones visuales resultan muy variadas: a su espíritu se imponen paisajes, «figuras bizarras, gesticulantes, con peinados insólitos», un hermafrodita, un león, «una especie de murciélago con alas verdosas y cabeza roja», un fresco de Miguel Angel, formas geométricas; percibe asímismo imágenes menos extrañas, como un ramito de hortensias, un fajo de asignados de la Primera República, «una fuente y una amasadera que sostenía una mano armada con un tenedor». Durante un cierto tiempo, se siente obsesionado por una inmensa naríz, y él la ve, de pronto aislada, de pronto en el rostro de un personaje conocido. Otras veces, se siente invadido por seres liliputienses:

En 1843, en una diligencia que iba hacia Suiza, por la ruta de Mulhouse, experimenté una de mis alucinaciones múltiples más significativas. Sintiéndome fatigado por las dos noches consecutivas que había transcurrido arriba del carruaje, hacia las once de la mañana comencé a entrar en un desvarío, prodromo de la invasión próxima del sueño. Cerré maquinalmente los ojos. Aún escuchaba alternativamente el galope de los caballos y el coloquio de los postillones, cuando se me presentó una multitud de pequeños personajes rojizos y brillantes, que ejecutaban mil movimientos y parecían sostener conversaciones. Esta visión duró un buen cuarto de hora. Se volvió a producir con algunos intervalos y no desapareció completamente sino hasta mi llegada a Belfort. Entonces me levanté; me sentía muy acalorado, la sangre me subía violentamente a la cabeza.

Maury analiza las causas de estas alucinaciones, y siempre les encuentra un punto de apoyo en la realidad. Tal mujer que se le aparece semidesnuda en el momento en que está por dormirse, es una dama cuya belleza ha admirado en la víspera; tal visión de la superficie del agua en la que se reflejan los rayos solares, es el recuerdo de un paseo en barco por el Sena. Un atardecer en que sentía irritación en la retina, leyó un texto impreso en caracteres microscópicos, letra por letra, con un esfuerzo penoso.

Además de estas alucinaciones visuales, Maury frecuentemente experimentaba alucinaciones auditivas. Escuchaba voces que lo llamaban por su nombre o que pronunciaban frases en lenguas extranjeras; de la misma manera, exclamaciones, improvisaciones en un piano, una melodía de cornamusa, o todo un discurso compuesto por él mismo en una sala ruidosa. Se producían amalgamas verbales, como las expresiones su su ti tir , que una tarde escuchaba murmuradas en su oído interno; estas expresiones le parecían sugeridas por los nombres Suzusim y Tyr, que había leído previamente en una geografía de Palestina.

Maury no experimentó alucinaciones olfativas, las que indican por otra parte, según él, un comienzo de alienación mental. A veces tuvo alucinaciones gustativas: en junio de 1848, para la época en que había sido encargado defender Luxemburgo por las guardias nacionales, ciertas tardes sintió un gusto a salchichón en la boca; durante una estancia en Barcelona, lo asaltó un sabor a aceite rancio. Finalmente, le ocurrió llegar a tener alucinaciones del tacto, aunque reconocía que ellas son raras en la duermevela:

Un día me encontraba en un mal albergue en el norte de Escocia; me sentía agobiado por la fatiga; había realizado una larga caminata por las Highlands y esta fatiga me había producido una especie de calambre, acompañado de un prurito general en la piel. Agotado, me quedé dormido sobre la silla, esperando que la criada hiciera mi lecho. No cesaron de asaltarme las alucinaciones hipnagógicas y, en estas visiones, me imaginaba sentir, alternativamente, las mordeduras de una rata y las picaduras de una abeja. En otra oportunidad, al tener la piel sensibilizada por un baño de agua fría, luego del cual me había acostado, sentí una mano de mujer que pasaba por mi espalda, debiendo precisar que esta alucinación aparecía acompañada por visiones de encantadoras figuras femeninas.

Todo este material de fantasmas se encuentra amplificado en sus sueños, lo que le permite sostener: «La alucinación hipnagógica representa la embriogenia del sueño (9).»

Maury demuestra ampliamente la analogía entre sueño y locura, tesis que es la de Cabanis, pero a la que aporta la mayor credibilidad. Es un partidario convencido del automatismo, comparando al hombre con un «reloj intelectual» al que la voluntad da cuerda de tiempo en tiempo, teniendo el hábito como péndulo. Este autómata continúa marchando cuando la voluntad está ausente, como sucede en el sueño, bajo el efecto del resorte del instinto, que se afloja:

La mejor prueba de que en el sueño el automatismo es completo y que los actos que realizamos operan por efecto del hábito que le imprimimos en la vigilia, es que cometemos, durante el sueño, actos reprobables, crímenes inclusive, de los que no nos reconoceríamos culpables en la vida real. Son nuestras inclinaciones las que se expresan y nos hacen actuar, sin que la conciencia nos frene aunque, a veces, ella nos advierta. Yo tengo mis imperfecciones y mis inclinaciones viciosas; en estado de vigilia, trato de luchar contra ellas, y me sucede bastante a menudo de no sucumbir. Pero en mis sueños siempre sucumbo, o para decirlo mejor, actúo de acuerdo con sus impulsos, sin temor y sin remordimientos. Me dejo llevar por los más violentos   accesos de cólera, por los deseos más desenfrenados, y cuando despierto, casi siento vergüenza de mis crímenes imaginarios. Evidentemente las visiones que se desarrollan en mi pensamiento y que constituyen el sueño, me son sugeridas por las incitaciones que experimento y que mi voluntad ausente no trata de reprimir.

En un pasaje tal han reparado Freud y Breton, el primero viendo un esbozo de su teoría del rechazo [represión, refoulement , Verdrängung , N. del Tr.], el segundo la confirmación de su idea de que el sueño representaba el automatismo total.

Al aplicarse a «levantar el velo que cubre la misteriosa producción del sueño», Maury distingue entre la parte del inconsciente (que denomina una «conciencia insciente [ inscient ] de ella misma»), la de los recuerdos lejanos y olvidados, de aquella correspondiente a los estímulos internos y externos. Ha sido uno de los primeros en revelar que el imaginario onírico puede depender de un encadenamiento de asociaciones verbales:

Pensaba en la palabra kilómetro , y tanto pensé, que imaginaba en el sueño recorrer un camino por donde podía leerse en los mojones que marcan las distancias estimadas. De pronto me encontré sobre una de esas grandes balanzas que utilizan los tenderos, en uno de cuyos platillos un hombre acumulaba kilos , con la intención de conocer mi peso; después, no sé muy bien de qué modo, este tendero me dijo que no nos hallábamos en París, sino en la isla Gilolo , en la cual confieso haber pensado muy poco a lo largo de mi vida; entonces mi espíritu se concentró en otra sílaba de ese nombre, y de algún modo como si cambiase de pie, abandoné la primera y me deslicé hacia la segunda; tuve varios sueños sucesivos en los que veía la flor llamada lobelia , al general López , cuyo deplorable fin en Cuba acababa de leer; finalmente me desperté participando de una partida de loto . Me sucedieron, es verdad, algunas circunstancias intermedias cuyo recuerdo no tengo demasiado presente, y que también, verosímilmente, llevaban unas asonancias semejantes.

La teoría más célebre de Maury es la de la aceleración del pensamiento en el sueño; afirmaba, citando en apoyo su «sueño de la guillotina», que una pesadilla que parecía muy larga no duraba sino algunos segundos:

Me sentía un poco indispuesto y me encontraba acostado en mi habitación, con mi madre en la cabecera. Soñé con la época del Terror; asistí a escenas de masacre, comparecí ante el tribunal revolucionario, vi a Robespierre, a Marat, a Fouquier-Tinville, a las figuras más ruines de esa época terrible; discutí con ellas; finalmente, al cabo de unos acontecimientos que no recuerdo sino imperfectamente, fui juzgado, condenado a muerte, conducido en carromato, en medio de una inmensa concurrencia, hasta la plaza de la Revolución; ascendí al cadalso; el verdugo me amarró sobre la plancha fatal, la hizo caer, la cuchilla cayó; sentí mi cabeza separarse de mi tronco, me desperté presa de la más viva angustia, y sentí sobre el cuello el remate de mi cama que se había desprendido súbitamente, y había caído sobre mis vértebras cervicales a la manera de la hoja de una guillotina. Esto había tenido lugar en un instante, tal como mi madre me confirmó, y sin embargo, había sido esa sensación externa la que yo había tomado como punto de partida de un sueño donde tantos hechos habían sucedido. En el momento en que había sido alcanzado, el recuerdo de la temible máquina, cuyo efecto representaba tan bien el remate de mi cama, había despertado todas las imágenes de una época cuyo símbolo había sido la guillotina.

El «sueño de la guillotina» ha sido comentado por casi todos los especialistas del sueño. Victor Egger pretendía que Maury había soñado estos acontecimientos, después de la caída del remate de la cama, en un tiempo mucho más largo, y que el autor y la testigo habrían hecho una falsa apreciación de este incidente. Freud dice que se trataba de un caso de elaboración secundaria, que el shock habría resucitado una ensoñación de la adolescencia, íntegramente conservada en el inconsciente del soñador. Breton conjeturó que Maury habría sido traicionado por su memoria, o que habría desconocido «un pequeño número de fenómenos advertidores que podían haberse producido durante el sueño o durante la vigilia». También se puede pensar que Maury habría constatado inconscientemente, antes de acostarse, el estado del remate de la cama, y que la aprehensión frente a la posible caída sobre su cabeza hubiese influenciado el sueño, interpretando por adelantado un hecho que tuvo lugar realmente.

Luego de haber definido y situado el sueño propiamente dicho de esta manera, Maury pasó al examen de todo lo que le es adyacente, del sonambulismo natural por ejemplo, el cual distingue con gran sutileza de la somniatio , estado de desvarío y de torpeza cuyas acciones son maquinales. Lo que él expresa sobre las alucinaciones mórbidas, el sonambulismo artificial, el hipnotismo, el éxtasis, sobre el efecto de los narcóticos, los anestésicos y los alcoholes sobre la inteligencia, puede volver a encontrarse en otros manuales; por el contrario, él es único cuando compara, en el dormir y en los sueños, ciertas imperfecciones de las facultades intelectuales o prueba que hay entre todos los delirios un estrecho parentesco. Se puede encontrar esa opinión que va mucho más allá de todo lo que se decía anteriormente, y que ha sido cuidadosamente sopesada por sus sucesores: «El delirio del soñador, el del maníaco, del febricitante representan, el primero para el estado sano, el segundo para el estado patológico crónico, el tercero para el estado patológico agudo, esa turbación intelectual en la que la asociación de las ideas deviene puramente espontánea, automática, y donde las alucinaciones sensoriales ya no se distinguen de las impresiones reales de los sentidos.» Schopenhauer es mucho menos original que Maury cuando, en una obra aparecida para la misma época, Parerga und Paralipomena (1862), atribuye a un órgano del sueño [ Traumorgan ] las modificaciones aportadas por el sueño a la conciencia de vigilia.

Finalmente, Maury practica una serie de observaciones «destinadas a estudiar dentro de qué límites intervienen, en el sueño, las impresiones reales de los sentidos». Solicita a los miembros de su entorno que realicen   diversas experiencias sobre él mientras duerme, y lo despierten inmediatamente a continuación para registrar lo que ha soñado en consecuencia. Mientras duerme, se le hacen cosquillas con una pluma en los labios y en la punta de la nariz; se le hace sentir un fósforo encendido; se hace vibrar en su oreja una pinza de depilar sobre la que se frotan tijeras; se le acerca un hierro caliente; se le vierte una gota de agua en la frente; se hace pasar varias veces ante sus ojos una luz recubierta de papel rojo, etc. Cada experiencia es seguida de un sueño que transpone, muchas veces de manera curiosa, la sensación provocada. Esta parte del libro de Maury ha sido muy influyente; a ejemplo suyo, muchos eruditos han querido producir sueños experimentales. Taine dormía con una venda sobre los ojos para estudiar el efecto onírico de esta molestia; Mourly Vold, profesor de filosofía en la Universidad de Christiania, realizó complicados ensayos en grupos de diez a cuarenta personas, para analizar las «representaciones visuales en el sueño»; Vaschide se inspiró en Maury para sus ensayos sobre la «atención durante el sueño» y la «proyección del sueño en el estado de vigilia».

Maury agregó como apéndice un gran número de fragmentos sobre los «movimientos inscientes», la sugestión, la pérdida de la memoria, la participación de las diferentes partes del organismo para la producción del pensamiento, etc. En la última edición de su libro, refutó a Hervey de Saint-Denys, quien había publicado entre tanto Los sueños y los modos de dirigirlos , donde afirmaba que la libertad y el libre albedrío se ejercían íntegramente en el sueño, a lo cual retrucó: «El soñador no es más libre que el alienado o el hombre ebrio (10).» Uno de sus textos adicionales, que trata sobre la libertad en el sueño, vuelve a esta noción de que el sueño es una creación automática, conducida por sensaciones externas o internas: «El hombre cree pertenecerse, y solamente marcha rodeado de las fuerzas e influencias a las que se acomoda, sin darse cuenta de ello. Sólo recuerda cuando cree imaginar; se somete cuando cree imponerse; siente cuando cree pensar.» Breton dirá más brevemente: «Nunca se terminará con la sensación.»

Breton debe a Maury más de lo que jamás estaría dispuesto a reconocer; la personalidad pasablemente reaccionaria del autor no podía sino desagradarle y es lo que le impide contabilizarlo para el surrealismo; pero la exactitud de sus enfoques, la franqueza de su autoanálisis le conmovían. Toda la parte sobre las alucinaciones hipnagógicas se corresponde exactamente con las preocupaciones del poeta, quien conoció impresiones análogas y las relató con la misma objetividad. La teoría del automatismo, los ejemplos tomados tanto en el éxtasis como en la somniatio , la introspección meticulosa y sin complacencias, la idea de que el sueño es un delirio atenuado cuyo estudio permite comprender los diversos síntomas psicopatológicos, tantos puntos que hacían de Maury un precursor. Fue igualmente en su libro donde Breton vio mencionar el nombre de Hervey de Saint-Denys, otro personaje que es indispensable conocer antes de introducirnos en el sendero de los sueños surrealistas.

Un aficionado de los sueños: Hervey de Saint-Denys.

Hervey de Saint-Denys ha sido rescatado de un injusto olvido por el surrealismo, quien ha visto en él a uno de sus más pintorescos precursores. Sólo era un nombre perdido en algunos manuales de psicología, ya imposible de encontrar su obra permanecía ignorada por todos, cuando repentinamente André Breton hizo su elogio y lo señaló ante el público moderno como el autor de las más cautivantes experiencias sobre los sueños. Se trataba de un hombre muy diferente a Maury, menos preciso, menos conocedor de los textos de la antigüedad, menos advertido acerca de las leyes de la fisiología, pero en compensación mucho más poeta, animado por una verdadera fantasía tanto en los episodios de su vida onírica como en los métodos que imaginó para constituirlos.

Marie-Jean-Léon Lecoq, barón d’Hervey por parte de su padre y marqués de Saint-Denys por su tío materno, quien lo adoptó e hizo su heredero, fue en todas las cosas un distinguido aficionado antes que un erudito. Durante su niñez, educado en la soledad, realizando sus estudios sin condiscípulos, se volcó a dos pasiones, soñar y dibujar, las cuales no tardaron en fusionarse: «Un día me asaltó la idea (tenía por entonces catorce años) de adoptar como modelo de mis bocetos los recuerdos de un sueño singular que tan vivamente me había impresionado. Habiéndome parecido interesante su resultado, pronto logré hacer un album especial, donde la representación de cada escena y figura iba acompañada por una glosa explicativa que relataba cuidadosamente las circunstancias que habían conducido o seguido a la aparición.» Adoptó de esta manera la costumbre de llevar un diario de sus sueños, donde confesaba hasta sus carencias; durante las seis primeras semanas, sus informes aparecen interrumpidos por lagunas, con anotaciones de esta especie: «28 de junio. Nada, absolutamente nada; tendría que devanarme los sesos, no puedo recordar lo que he soñado anoche .» A partir del tercer mes, sus relatos resultan cada vez más abundantes. Al mismo tiempo, van desarrollándose sus aptitudes de soñador; llega a ser capaz, en el transcurso del sueño, de experimentar la sensación de estar soñando, y que debe permanecer atento a este espectáculo interior para describirlo al despertar.

En 1841, a los diecinueve años, ingresa en la Escuela de Lenguas Orientales de París. Su carrera literaria se inicia con la traducción de una comedia española titulada El pelo de la pradera , que fue representada en 1847 en el Teatro Ventadour. En 1855, el departamento de filosofía de la Academia de Ciencias Morales y Políticas había propuesto como tema de un concurso: Sobre el sueño desde el punto de vista psicológico ; sintió la tentación de tratarlo, pero renunció por repugnancia a tener que adaptar su pensamiento a un esquema fijado de antemano; tomó el trabajo del laureado, Albert Lemoine, como base para su propio libro, el cual fue su refutación. En 1858, recibió una cuantiosa herencia, que le hizo cambiar su estilo de vida; especializándose en la literatura china, llegó a ser amigo íntimo del sinólogo Stanislas Julien, miembro de la Sociedad de Etnografía. Se casó a los cuarenta y seis años, en 1868, con una joven huérfana austríaca, Louise de Ward. Los honores de que fue colmado excitaron envidias en su contra, sobre todo cuando en 1874, por recomendación de Stanislas Julien, fue nombrado profesor titular de chino y tártaro-manchú en el Colegio de Francia. Un ex misionero, el abad Paul Perny, que había sido candidato a ese puesto, escribió en la ocasión bajo el pseudónimo de Léon Bertin un panfleto, El charlatanismo literario develado (1874), donde le acusaba de haber conseguido el éxito a fuerza de intrigas. Afirmaba que los cursos y las obras de Hervey habían sido redactados por su secretario chino Li-Chao-Pe, quien a consecuencia de un diferendo por el sueldo le habría revelado la superchería. Decía asimismo que Hervey había traducido el poema Li-Sao no a partir del texto original, sino de la traducción alemana de Pfizmaier, la cual habría plagiado; y concluía: «El Sr. marqués de Hervey de Saint-Denys es absolutamente incapaz de hablar , de componer seis líneas en chino y de traducir del chino .» Este rival, que atribuía a Hervey una «carta en verso francés dirigida a Valentine», no le reconocía más que un mérito: «Si el lector desea tener una idea exacta del propio talento, original, del Sr. de Hervey, no tiene más que leer su obra sobre los sueños.» Hervey de Saint-Denys hizo condenar a su difamador por el tribunal correccional de Versailles y publicó un folleto como respuesta a sus ataques, mientras Li-Chao-Pe enviaba un desmentido a la administración del Colegio de Francia (11). Hervey ingresó en 1878 a la Academia de Letras donde, en 1888, fue nombrado su presidente. Se trataba de un hombre que, según se decía, invocaba voluntariamente su «fe de gentilhombre», y no carecía de fatuidad. Edmond de Goncourt cita este comentario: «La encantadora Sra. Hervey-Saint-Denys respondía últimamente al Sr. Alphonse de Rothschild al preguntarle si su marido era envidioso: “No, es demasiado pretencioso (12)”.»

Si la competencia de Hervey de Saint-Denys para el chino fue cuestionada, si se debió en gran medida a   las ventajas de su fortuna, al menos su ensayo sobre Los sueños y los modos de dirigirlos , que publicó anónimamente en 1867, lo señalan como un auténtico original. En él incluye numerosos extractos de su diario de sueños: «Este diario, que forman veintidos cuadernos repletos de figuras coloreadas, representa una serie de mil novecientas cuarenta y seis noches, es decir de más de cinco años.» La parte histórica de su libro es la menos interesante. Su cultura no tiene la amplitud y la seguridad de la de Maury, y se limita a hacer constataciones de este género: «El rey Mitrídates llevaba una colección de sueños de sus concubinas», o: «El orador Arístides ha dejado un libro de efemérides, donde todos los sueños que asegura haber tenido durante una larga enfermedad, se encuentran minuciosamente relatados (12).» Este sinólogo no cita ningún texto chino, a pesar de que el Tcheu-Li , libro de la Corte del siglo IV, distingue seis especies de sueño, e indica un ceremonial para hacer dispersar aquellos que son malos hacia los cuatro puntos cardinales. Se ve mejor inspirado cuando pasa revista a los trabajos contemporáneos, criticando los artículos Dormir y Sueño del Diccionario de las Ciencias Médicas , o atacando a los fisiólogos Formey, Dugald-Stewart, Boerhaave: «Lamento ver disertar tan comúnmente sobre los flujos de sangre, los fluidos vitales, las fibras cerebrales, etc., etc., consideraciones actuales de la vieja escuela que no explican, a mi juicio, absolutamente nada. Conocemos demasiado poco los lazos misteriosos que unen el alma con la materia como para que la anatomía sea nuestra guía en aquello que la psicología tiene de más sutil.» En nuestros días, Hervey de Saint-Denys permanecería escéptico frente a las investigaciones neurofisiológicas sobre los sueños,   considerando que el más inhábil de los poetas que anotase sus sueños sabría mucho más que diez científicos haciendo encefalogramas. El único predecesor al cual rinde homenaje es, con justicia, Maury: «Documentos de este género son extremadamente preciosos. El día que se cuente con un gran número de ellos, se estará muy cerca de encontrar en su estudio comparativo la clave de casi todos los misterios psicológicos del sueño.»

Hervey de Saint-Denys comparaba la memoria con un aparato fotográfico, capaz de producir sin detenerse clisés-recuerdos , y almacenarlos en las profundidades insospechadas del espíritu. Proporciona las imágenes, claras o nebulosas, que se contemplan al soñar (13). No es posible burlarse de esta concepción porque, con posterioridad, numerosos psicólogos, comprendido Théodule Ribot, han creido que la memoria se debía a «pigmentos» que se imprimían en las células cerebrales. Hervey distinguía en los sueños ideas primarias (que podían ser suscitadas por causas físicas –un ruido, un contacto, un olor– o por acción de la voluntad), asociadas en su conjunto por ideas secundarias (ya «producidas por una suerte de reflexión instintiva»). Estas ideas secundarias poseían «el carácter de esas ingenuidades que se nos escapan, en estado de vigilia, en el curso de una conversación desprevenida». Ofrecía este ejemplo:

Soy picado por un mosquito y sueño que al batirme en duelo, uno de mis brazos es atravesado por una estocada. Pero no he soñado que recibía esa estocada sino antes de que el accidente, de alguna manera, fuese preparado. Por lo tanto, he comenzado por tener una discusión; he recibido algún insulto, o yo mismo lo he proferido. Los amigos intervienen; ha sido propuesto y aceptado un duelo; han sido arregladas las condiciones y dispuestos los preparativos. Finalmente se cruzan las espadas y es solamente después de todos estos preliminares que he creído sentir una hoja afilada que me atravesaba el brazo.

La idea primaria de la estocada le hacía representar ideas secundarias sobre las circunstancias que llevarían a recibirla; por otra parte, el sueño creaba una historia revertida para explicar la picadura del mosquito, y era una ilusión análoga a la de una ilusión óptica la que hacía creer al soñador que el punto de partida era el punto de llegada: «Me había figurado que había soñado todas esas cosas en el orden racional de su sucesión, mientras que la idea más alejada del desenlace era, por el contrario, la última que había soñado, la que se producía en el momento mismo del despertar, en el momento del sobresalto.» Hervey fue el único observador que tuvo la intuición genial de que los elementos del sueño nacen en desorden, para ordenarse en el estadio preconciente del despertar.

Hervey de Saint-Denys tuvo la convicción profunda de que no existe el dormir sin el soñar, que «el pensamiento nunca se extingue de una manera absoluta, así como la sangre nunca deja absolutamente de circular». Cuando no se recuerda haber soñado, es en razón de nuestra memoria imperfecta. Consideraba que el sueño es lo que permite al pensamiento, habitualmente abstracto, concretizarse: «Un hombre se adormece; mientras aún se encuentra despierto, su pensamiento no toma cuerpo ni color, el mundo circundante se lo impide; a medida que el sueño prevalece, su pensamiento se colorea y toma cuerpo; he ahí el sueño, que es la forma que adopta el pensamiento en el dormir.» Hervey se hacía despertar a diferentes horas de la noche para transcribir sus sueños. Pero igualmente había llegado, a fuerza de entrenamiento, a despertarse de manera voluntaria: «Sabía despabilarme con un violento esfuerzo de mi voluntad cada vez que, de pronto, creía haber sorprendido alguna operación del espíritu particularmente relevante; y tomando entonces un lápiz, siempre colocado cerca de mi cama, me apresuraba a tomar nota, casi a ciegas, con los ojos entrecerrados, antes de que se evaporasen esas sutiles impresiones como imágenes fugitivas en un cuarto oscuro, tan prontas a desvanecerse con la claridad del día.» En el interior de un sueño, pretendía que cambiaba su curso al soñar que se tapaba los ojos con la mano; inmediatamente se encontraba en una situación diferente. Aunque afirmaba que el ejercicio de voluntad y la atención podían «guiar el desarrollo de la imaginación», no se vanagloriaba por ello: «Jamás he llegado a vigilar y dominar todas las fases de un sueño, incluso ni lo he intentado.»

La principal innovación de Hervey de Saint-Denys consistía en realizar experiencias para crear sueños de su elección. Antes que él se encontraban en los grimorios recetas destinadas a procurar sueños agradables, bebiendo un electuario o llevando un talismán. Ha sido el primero que, considerando ridículas esas prácticas, trató de influir en sus sueños a través de medios psicológicos. Constató en un comienzo, que el procedimiento bien conocido de pensar fijamente, antes de adormecerse, en aquello con lo que se quería soñar, jamás había sido efectivo. Lo que hizo, fue poner en movimiento el proceso asociativo del sueño; si podía establecerse artificialmente una correlación inmediata y constante entre ciertas sensaciones y ciertas ideas, «cada vez que una de estas sensaciones fuese provocada, se produciría el llamamiento de la idea solidaria a esta sensación». En virtud de este principio, durante la víspera de una estadía de quince días en Aubenas, en el Vivarais, adquirió en la tienda de un perfumista un frasco de una esencia particularmente intensa, que tuvo el cuidado de no destapar hasta llegar al lugar de sus vacaciones. Allí, durante todo el tiempo que duró su permanencia, respiró sin cesar este perfume con el que su pañuelo se hallaba contínuamente impregnado, a pesar de las burlas del entorno. El día de la partida, el frasco fue cerrado herméticamente y durante algunos meses, en París, fue relegado en el fondo de un armario. Finalmente, se dirigió a un doméstico y le encomendó ingresar en el cuarto por la mañana, cuando todavía estuviese dormido, y que derramara algunas gotas del perfume sobre la almohada; para no sentirse sugestionado por la previsión de este acontecimiento, le dio la libertad de elegir el momento. Transcurrió una semana, y una noche, Hervey sintió que regresaba al país que hacía un año había visitado; revivió los castaños, las montañas, una roca de basalto tan claramente recortada que hubiese podido dibujarla en sus mínimos detalles, y soñó que volvía a encontrarse con el cartero de Aubenas, que le traía una carta; en el momento en que se despertó, constató que su almohada había sido embebida con el perfume aspirado durante sus paseos.

Animado por este éxito, Hervey se sirvió de otros diversos perfumes, que llegaron a ser, para introducir en el sueño escenas previstas, instrumentos de auxilio no menos eficaces. No obstante, un uso demasiado frecuente de este método, le creó algunos inconvenientes: «Dos de los perfumes empleados, nueve veces uno, diez veces el otro por espacio de dos meses, ya no produjeron el efecto primitivo. Observo por lo tanto, que al multiplicar el número de estos perfumes más allá de siete u ocho, se produce entre ellos una cierta confusión.» Sin embargo, pudo conseguir refinadas combinaciones:

Dejé por un tiempo reposar estos aromas, y luego me vino la idea de experimentar si la mezcla de dos perfumes habría de conducir a la mezcla de dos recuerdos. Algunas gotas del que me recordaba el Vivarais fueron, según mis instrucciones y en el transcurso del sueño, vertidas en mi almohada. Se vertieron al mismo tiempo algunas gotas de una esencia distinta, con la que habitualmente había hecho impregnar mi pañuelo en una época en que trabajaba en el taller de pintura de M.D… Este ensayo, repetido tres veces, arrojó los siguientes resultados: la primera vez, soñé que me hallaba en un país montañoso, siguiendo con la mirada el trabajo de un artista que plasmaba sobre la tela un punto de vista de los más pintorescos. Evidentemente existían correspondencias entre las reminiscencias de Vivarais, por una parte, y por otra, de las ideas pictóricas y de composición que se relacionaban con el taller. La segunda experiencia fue prácticamente nula. Uno de mis antiguos camaradas del taller se encontraba con bastante asiduidad en varios episodios de un sueño confuso; pero, lo confieso, no llegué a leer muy bien en las operaciones de mi espíritu como para extraer inducciones precisas. En cuanto a la tercera experiencia realizada, se juzgará por el relato de mi sueño que no podía dejarme duda alguna sobre la eficacia de los medios de auxilio psíquico empleados por mí. Creía encontrarme en el comedor de la habitación de Vivarais, cenando con la familia de mi anfitrión y con la mía. Repentinamente, la puerta se abre, y se anuncia la llegada de M.D… el pintor que fue mi maestro. Llega en compañía de una muchacha absolutamente desnuda, que yo conocía como una de las más hermosas modelos que antaño hayamos tenido en el taller. M.D. afirma que el coche en el que habían viajado volcó, que vienen a solicitar hospitalidad, etc., y el sueño se complica con diversos incidentes, inútiles de relatar aquí donde no habremos más que constatar que el llamamiento simultáneo de estos dos órdenes de recuerdos, los de Vivarais y los de mi antiguo taller de pintura, devinieron solidarios a dos sensaciones de mi olfato.

Habiéndose encontrado en posesión de un album chino que representaba escenas fantásticas, Hervey lo examinó dos días seguidos, demorándose en cada hoja y aspirando flores en polvo, un producto oriental muy embriagador. Este mismo polvillo, que se le hizo aspirar mientras dormía, provocó cinco veces unos efectos inesperados: en tres sueños vio en movimiento una partida de sujetos brotados del album; en otros dos, vio amigos y paisajes reales, no bajo su aspecto verdadero, «sino como una colección de grabados y acuarelas, en consecuencia sin vida y sin relieve».

Prosiguió sus experiencias haciendo intervenir el sentido del oído, en lugar del olfato. Habiendo frecuentado con asiduidad un salón, en temporada de baile, tomó el siguiente partido: «Escogiendo al principio, en mi pensamiento, dos damas con las que podía serme particularmente agradable soñar, y dos valses cuya música ofrecía un carácter de originalidad sobresaliente, tuve el cuidado de hacer buenas migas con el jefe de orquesta (quien, por otra parte, ignoraba completamente mis intenciones) para que interpretara invariablemente uno u otro de estos valses, cada vez que debía bailar con una u otra de estas dos damas, a cada una de las cuales había atribuido especialmente una de las composiciones musicales.» Seguidamente, encargó una cajita musical que hiciese escuchar esos dos valses, conectándola a un reloj despertador cuya alarma fue suprimida, arreglándose el mecanismo para poner en marcha, a la hora indicada por el cuadrante, una de esas melodías. Al atardecer, ya sea que quisiese soñar con una u otra mujer, arreglaba su aparato de modo que interpretase, durante la noche, uno u otro de los valses; y afirmaba que habitualmente la evocación tenía lugar: «No era invariablemente en el baile, ni inclusive en vestido de fiesta, como volvía a ver a las damas recordadas por ese motivo; ideas secundarias siempre renovadas las hacían ingresar, por turno, en el marco de mi sueño, en medio de los incidentes más variados.»

Descubrió que el tacto y el gusto también podían prestarse a este género de sugestiones. Colocó su mano al dormir de manera que le provocase un dolor en el pulgar, y tuvo un sueño en el que se vio sentado con la pluma en la mano ante su escritorio. En otra oportunidad, evocó un episodio de Pigmalión, colocando en su boca un pequeño fragmento de raíz de iris; durante su sueño, en el que no fue prevenido la noche que se realizó el experimento, se deslizó entre sus labios la planta aromática; inmediatamente tuvo un sueño donde la estatua de Pigmalión servía como punto de partida para una serie de asociaciones.

Las experiencias de Hervey de Saint-Denys no solamente tenían por objeto asegurarle sueños agradables, o de hacerle comprender las leyes que regían la aparición de las «ideas-imágenes»; le permitían también disipar sus pesadillas. Su ensayo más curioso es el siguiente:

Había soñado por primera vez, sin que me hubiese sido posible adivinar por cuál capricho de mi imaginación, que había sentido un movimiento a la altura de mi cuello, en mi corbata, y que al llevar la mano hacia allí, tenía una serpiente en lugar de la corbata. Esta impresión me resultó horriblemente desagradable y la menor reminiscencia, desde entonces, me conducía hacia ese sueño que de ese modo se había convertido en una pesadilla. Yo tenía la sensación de que solamente se trataba de un sueño, pero la aparición de la imagen era tan rápida, que no había manera de que le opusiese mis razonamientos. Encontré allí la oportunidad para realizar una experiencia. Tomé un cinturón de cuero repleto de perdigones, que rodaban y se desplazaban a cada movimiento con un golpeteo muy sensible: durante varios días me coloqué esta indumentaria alrededor de mi cuello, en horarios en los que no temía ser sorprendido por alguna visita con tan singular atavío. Frecuentemente me quitaba y volvía a colocar esta corbata singular, tomando el cuidado de retirar y volver a poner, de tiempo en tiempo, algunos perdigones de plomo. Ahora bien, esto fue lo que sucedió: que en una primera recidiva en el sueño, de esa sensación de escalofrío que siempre precedía a la ilusión desagradable ya descrita, me acordé instantáneamente de la falsa serpiente y de su contenido, y de otras nociones accesorias que se relacionaban con ello; de tal suerte, que en lugar de ver repetirse la temible imagen, me imaginé que yo mismo me desataba la corbata inofensiva, y luego que empuñaba tranquilamente un fusil, mientras que dos perros giraban y saltaban a mi alrededor. Seguidamente, entraba en conversación con uno de mis amigos, un cazador empedernido, cuya imagen había sido evocada tan naturalmente por la asociación de ideas. Mi sueño, desde entonces, tomó un giro que no tenía nada de desagradable. Volvió a presentarse una noche después, y finalmente ya no apareció.

Se aprecia en estos distintos ejemplos hasta qué punto Hervey de Saint-Denys era único. Se podría reprocharle que desconociese el papel que jugaba la autosugestión (pero nadie la mencionaba en su época), que no hiciese distinción entre el dormir y el soñar (lo cual era habitual entre todos los autores contemporáneos, incluído Maury; el primero en preocuparse y medir la profundidad del sueño, ha sido Vaschide); pero ha quedado representado como la encarnación perfecta del aficionado a los sueños, aquel que se delectaba con la fantasmagoría nocturna, y la alimentaba con elementos reales cuidadosamente escogidos. Hervey de Saint-Denys, en suma, acometía contra «esa eterna comparación entre el sueño y la muerte, de la que los autores antiguos y modernos han hecho tan extraños abusos» ¡Por fin un escritor que rechazaba ese tópico gastado, al que los románticos se entregaban con una insistencia mórbida! Existen aún en la actualidad psicólogos que se refieren a ese lamentable lugar común. Hervey debe ser elogiado por la lucidez irónica con la que afirmó: «¿No es una idea absurda pretender comparar una situación que no se conoce en absoluto, con otro estado que tampoco se conoce?» Este hombre inauguraba una nueva era en la psicología al admitir que el sueño era expresión de la vida profunda, no una anticipación de la nada.

Después de Hervey de Saint-Denys, ya no se encuentran escritores que se aventuren a gobernar sus sueños. A lo sumo puede mencionarse a Rachilde, la novelista apreciada por Huysmans, quien, por otra parte, se incorporó a los comienzos de Dadá y el surrealismo; Rachilde confesaba: «Para soñar que me encuentro en un jardín muy hermoso, con el agua y las flores, me basta con observar, antes de dormir, el tapón de cristal azul, tallado en facetas , de un frasco que se encuentra en mi mesita de luz o tocar un tejido de seda verde. Esto funciona casi siempre (14).» Entre los surrealistas, hubo algunas búsquedas comparables a las de Hervey, de las que hablaré más adelante; pero ellos en general preferían realizar determinados actos –ejercicios de escritura automática o fabricación de objetos simbólicos– como equivalentes de los sueños dirigidos.

De esta manera, estas pocas referencias deben aportarnos dos certezas preliminares: por una parte, que aunque la humanidad sueña desde que existe, la lista de precursores del surrealismo en esta materia se limita a pocos nombres; por otra parte, que la revolución que propicia conmociona correlativamente a la literatura y a la psicología del sueño. Durante siglos, hemos visto constituirse un género académico, el Ensueño, al que inclusive los románticos no pudieron arrancar de la retórica; y un prejuicio que no concede interés a los sueños sino en función de su carácter adivinatorio. Algunos hombres se han opuesto a una u otra de estas circunstancias, pero no han conseguido superarlas sino en forma parcial. Los surrealistas sobrepasaron todo lo que se había hecho antes que ellos, al sostener estas cinco proposiciones: 1) El sueño no es un anuncio divino, sino un anuncio humano, un mensaje que la parte inconsciente del hombre telegrafía a su parte conciente. 2) Todos los sueños son interesantes y no exclusivamente aquellos en los que se supone un valor premonitorio. 3) El sueño no es solamente el sueño, es todo lo que en la realidad escapa al criterio de lo razonable. 4) El sueño no es un mundo aparte donde el soñador se aísla, su lugar es el universo concreto. 5) El sueño no debe ser traicionado por el lenguaje, sirviendo como pretexto para ficciones literarias que desconocen su propio dinamismo.

Sarane Alexandrian

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Traducción: Juan Carlos Otaño  

(*) “Le mystère dans la lumière…” Capítulo I de Le surréalisme et le rêve , Ed. Gallimard, París, 1975 (págs. 17-46).

1) Ref. Leo Oppenheim, Le Rêve et son intérpretation dans le Proche-Orient ancien (París, Horizons de France, 1959).

2) Macrobio, Œuvres Complétes , trad. Mahul (París, J.-J. Dubochet, 1845).

3) Los artículos Onirocrítica y Sueño de la Enciclopedia fueron firmados por D.J. Se trata del caballero de Jaucourt, autor de una Vida de Leibnitz .

4) Ref.: Jacques Bousquet, Les thèmes du rêve dans la littérature romantique (París, Didier, 1964).

5) Nicolas Vaschide, Le Sommeil et les rêves (París, Flammarion, 1911).

6) No hablo por referencias; a todos los he leído con provecho. El volumen póstumo de Alfred Maury, Creencias y leyendas de la Edad Media (París, Honoré Champion, 1896), está precedido por un prefacio del filólogo Michel Bréal, quien lo presenta como un «iniciador en más de un sentido», y agrega: «No se trata de un mediocre honor para un hombre, el haber anunciado, en gran medida, a un Ernest Renan o a un Hippolyte Taine.»

7) Esta concepción se remonta a Cabanis quien, en sus Relaciones entre lo físico y lo moral (1802), realiza un análisis sobre el sueño en cinco ítems; Maury adopta igualmente la idea de Cabanis de que el sueño produce un flujo de sangre hacia el cerebro.

8) Su artículo «De las alucinaciones hipnagógicas» apareció en enero de 1848 en los Anales médico-psicológicos del sistema nervioso .

9) No se deben confundir las alucinaciones hipnagógicas   con las visiones entópicas, a las que el psicólogo Édouard Claparède era propenso, como lo cuenta en un artículo de los Archivos de Psicología (t. 6, 1907): «Desde hace varios años –mi primera observación se remonta hasta julio de 1899– acostumbro percibir por la mañana al despertar, desde el momento en que abro los ojos por primera vez, una soberbia proyección de mis vasos retinianos sobre el techo de mi habitación.» Abriendo y cerrando los ojos, llegaba a resucitar una veintena de veces esta visión, que describía «bajo la forma de dos gruesos tallos ramificados, muy tupidos y de un negro profundo, de un metro de longitud aproximadamente; en el centro del semicírculo que circunscribían, aparecía la mácula, bajo el aspecto de una gran mancha negra».

10) Los surrealistas adoptaron un punto de vista intermedio, que expresa Pierre Mabille al decir que en el sueño «el obstáculo de la lógica pragmática, por ser nula la tensión hacia un resultado material, baña en una libertad relativa, libertad que se expresa en nuestra persona, libertad permitida a las imágenes» ( Sobre la escena del sueño , en Trayectoria del sueño , op.cit.).

11) En la reedición del libro de Hervey de Saint-Denys (París, Tchou, 1964), el autor anónimo de la nota biográfica, quien acude a un genealogista para establecer su identidad, no menciona este caso. Es que considera a Hervey como «un gran erudito», lo que parecería bastante discutible, no menos que como «precursor de Freud», tal como lo creía Robert Desoille.

12) Se quiere referir al retórico Aelius Arístides, quien practicaba la incubación en el templo de Esculapio en Epidauro.

13) Por lo demás debe esta noción, y la de las ideas-imágenes, a Maury, quien escribía: «Existen hechos, sobre todo palabras, que se graban en el espíritu, sin nosotros saberlo, con la rapidez del rayo solar cuando impresiona la placa fotográfica.»

14) Citado por Paul Chavaneix en El subconsciente en los artistas, los sabios y los escritores (París, J.-B. Baillière, 1897).


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