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El mundo sumergido, de J. G. Ballard

Publicado el 20 septiembre 2010 por José Angel Barrueco
El mundo sumergido, de J. G. Ballard
El escenario es la ciudad de Londres medio sumergida entre las aguas (el agua simboliza el pasado en la obra de Ballard, según anota Pablo Capanna en su libro sobre el autor). Una expedición formada por soldados, biólogos y doctores trata de estudiar los cambios en la flora y la fauna. Kerans es el protagonista, un hombre que comienza a verse atraído por los abismos: el sur, la selva, un planetario hundido que parece el vientre materno, los sueños donde la jungla y el agua lo devoran todo… Tanto él como el doctor Bodkin están preocupados por averiguar cómo el paisaje exterior logra que mute el paisaje interior. La regresión de esos paisajes a los tiempos en que los reptiles dominaban la tierra afecta a las mentes, que reviven los miedos de una época que no conocieron pero que late en el subconsciente. En este escenario apocalíptico, el sol achicharra a los supervivientes. La temperatura suele rondar los 50 grados. Hacia la mitad de la novela irrumpe en la laguna donde sobreviven los personajes un tipo llamado Strangman: viste de blanco, capitanea una banda de negros tuertos o tullidos y de caimanes enormes y saquea los edificios sumergidos. Es un personaje insólito, clave en el ejercicio sobre el surrealismo que hace Ballard: parece un hombre loco surgido de algún cuadro de Dalí.
Ballard crea mundos de pesadilla en esta novela, con una imaginación que no cesa de sorprendernos: Leicester Square surgiendo entre el barro y las iguanas, selvas que devoran los edificios, paisajes que han mutado para acondicionarse a los nuevos climas, murciélagos que atacan al hombre, diques de cieno, individuos perdidos en parajes de lluvia y pantanos, edificios fantasmagóricos, tejados que asoman entre el agua o entre la arena… A medida que el mundo sigue mutando, la mente de Kerans se obsesiona con una idea: ir hacia el sur. Mientras tanto, su tiempo avanza a otro ritmo.
A la mañana siguiente desmontó la almadía y llevó las distintas partes, una a una, por la pendiente de fango, esperando descubrir un canal de agua que lo llevara al sur. Los grandes bancos ondulados se extendían a su alrededor hasta perderse de vista, con dunas suaves sembradas de cefalópodos y nautiloides. No se veía el mar, y Kerans estaba solo ahora, con aquellos pocos objetos sin vida, como restos de un contínuum desvanecido, entre las dunas que se sucedían ininterrumpidamente, llevando los pesados barriles de una cresta a otra. Arriba, el cielo opaco y despejado, de impasible color azul, parecía más el techo interior de una psicosis profunda e irrevocable que la esfera celestial y tormentosa que había conocido en los últimos días. A veces, luego de dejar caer una carga, equivocaba el camino de vuelta, y marchaba de un lado a otro entre las hondonadas silenciosas –de suelo agrietado en bloques hexagonales–, como un hombre encerrado en una pesadilla y que busca una puerta de salida, invisible.

[Traducción de Francisco Abelenda]

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