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El niño — «Lorraine» (VII)

Publicado el 06 noviembre 2013 por Revista PrÓtesis @RevistaPROTESIS
Entonces no se llamaba Lorraine y todavía no tenía un amplio historial entre sus piernas Lee el anterior capítulo
El niño — «Lorraine» (VII)
Se llamaba Lorraine o eso decía ella. Se podría haber llamado Lucía, Penélope o Lola, cualquier nombre de fulana le valdría porque ella lo era. Lo era desde que tuvo su primera menstruación o tal vez antes, lo era desde que ponía aquellos labios juntos y decía su nombre con un tono meloso, entre sudamericano y anglófono, que sonaba a cabaret de cualquier rincón del mundo e incluso tenía la textura de una mentira dicha con profesionalidad o el sabor de una hostia en toda la cara que mezclaba el dolor con el sabor a sangre.  Ella no se consideraba una fulana, ni tampoco se le podían achacar otros adjetivos. Era así, como una flor o un árbol o una piedra, había nacido para ser ajena a la humanidad y buscar su único placer. Comprender en qué consistía ese placer era tan complejo que ni con cuatro tesis doctorales se hubieran podido acercar a los fundamentos básicos. Según se decía, había levantado siempre admiración, había vuelto locos a tipos cabales, interventores de banca o incluso algún catedrático de universidad. Todos hubieran vendido su alma al diablo por estar un minuto más a su lado o por compartir un postrero revolcón, pero ella era inasible. 
Cuando quería se abría de piernas y nada del mundo podía hacerle cambiar de opinión. Bueno, algo sí: un buen fajo de billetes. Pero esos tampoco representaban una verdad absoluta; podía cambiar la atención por un fajo más pequeño o por un regalo minúsculo que le llegara al corazón, o por unos ojos claros. 
Que se fijara en mí fue un accidente. Según declaró, le provoqué miedo pero eso era tan mentira como cualquier susurro de barra americana. Lo que pretendía de mí era que diera miedo, lo cual y para el caso era lo fundamental. Creo que la convicción de mi mirada dijo más de mí que mi pose de tipo chungo o de boxeador con entusiasmo. Ella buscaba un arma que pudiera manejar y que fuera capaz de causar dolor. Esa arma era yo, capaz de causar mucho dolor pero de manejo un tanto complicado. Mi mente y mi entrepierna perdían consistencia con el nombre de otra mujer, menos refinada, menos guapa y menos juguetona, pero un pestañeo suyo alumbraba mi mundo durante meses.
Que Tino, su primo y un cabrón que tenía los días contados le refirieran algo referente a la existencia de Lorraine a la Patri y que ella atisbará en mi móvil un mensaje de la susodicha fue lo que culminó mi desgracia. Patri decidió romper “categóricamente”, fue su palabra, no la mía, y de paso me lanzó a los amorosos brazos de Lorraine.
Ella pretendía que rompiera un par de jetas en su nombre y yo pretendía desahogar mi recién adquirida libertad entre sus muslos. El acuerdo era complicado y cerramos un primer acercamiento en su vehículo en mitad de una transitada calle.
Mi primer objetivo era un tipo desalmado en palabras de Lorraine, y que merecía un castigo soberbio por todo lo que le había hecho sufrir. Comprender que el uso del vocabulario y de la realidad difería me costó solo echar una mirada al desalmado que parecía caminar por el mundo pidiendo perdón. Era un tipo apocado, sencillo y con el alma rota en mil pedazos. No soy un experto en almas pero mirar su rostro avejentado y desilusionado me bastó y sobró para comprender que el castigo físico que le iba a imponer le sería tan indiferente como ganar mil euros al bacarrá. Le di una palmada en la espalda, le escuché durante media hora y le invité a dos cubatas, él me resarció con tres a su cuenta. Nos hicimos medio amigos porque hablar de amistad era demasiado complejo con un tipo que tenía los días contados. La nicotina, el cáncer o probablemente la tristeza de su vida terminaría rápido con él. Su historia y la de Lorraine venía de lejos, tan lejos que no se llamaba ni Lorraine y todavía no tenía un amplio historial entre sus piernas. Eran otros tiempos y el grado de locura de ambos era comprensible si les cambiaba de cara y al tipo al que tenía que pegar le restaba años de decadencia en el tobogán de la vida.
No quise engañar a Lorraine, que para mí se llamaba ya Susana, sino que le conté una historia muy vívida de golpes y de dolor. Le bastó mi palabra aunque en el fondo de sus ojos detecté que no sería capaz de engañarla en otra ocasión.
No me quiso dar un adelanto, a modo de banquera cerró el grifo de mi financiación carnal y detuvo todos mis intentos con una caja fuerte de apertura retardada. Nada podría obtener de ella sino tras seguir sus instrucciones. 
Su objetivo era un tipo despreciable y a fe que lo era. Era el típico producto de barrio obrero, un palomo que levantaba tanta grima a su paso como admiración de sus vecinos. Engominado, la camisa abierta mostrando la pelambrera en el pecho y la típica cadena de oro en dura pugna por un torso moreno. El gesto contumaz, de facciones duras más situables en el talego que en cualquier calle de Madrid, los tatus carceleros, los amores de madres que compartían antebrazo con el nombre de alguna fémina que se había dejado bajar las bragas en algún portal y que a su vez luchaban por el espacio con cualquier tontada colocadas en letras góticas. Todo él pedía una hostia y no era sólo por Lorraine/Susana sino por el mal que aquel pájaro iba a hacer al mundo y que sería evitable con gran facilidad. Me recordaba a tardes de billares, a individuos que chulean a cualquiera desde su propia madre a sus vecinos más pequeños pasando por su hermana o por algún desgraciado al que atormentaría en el colegio. Mi recuerdo llegó a mi hermanito, el pequeño, que sufrió las iras de un cabrón de este tipo hasta que un día le descubrí atormentándole. Fue la primera nariz que rompí y ahora mismo iba a repetir el mismo gesto solo por gusto.
Sergio Torrijos
Continuará... El niño — «Lorraine» (VII)

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