Revista Cultura y Ocio

El niño que le gustó el Jazz

Por Terrakeo @zonadejazz

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Recibí la llamada de mi primo Ignacio hacia media tarde. Yo había regresado del colegio, media hora antes, a mi casa, en donde sólo estaba mi madre y un hermano mío, más pequeño.

Empezaba la rutina cotidiana, merendar algo, ponerme hacer los deberes antes de cenar en familia y acostarme escuchando en la radio unas novela de misterio que me transportaban al mundo de los detectives avispados que conseguían, a través de hábiles interrogatorios, descubrir al malvado de turno.


Mi primo era mucho mayor que yo, tendría veintitrés o veinticuatro años, estaba trabajando en una editorial en Nueva York. Se marchó a los EE.UU, a los dieciocho años a casa de unos amigos de su familia, con el único fin de aprender inglés y trabajar allí.

Era un avanzado para su época. En aquellos días de 1956, faltaban poco más de diez días para la Navidad, mi primo estaba en Barcelona para pasar las fiestas con la familia. Siempre lo había admirado, para mí era un superhombre.

Hablaba un inglés americanizado, fumaba un tabaco, cuyo olor me encantaba, que venía en unas elegantes cajetillas metálicas de color azul, con la imagen de un marino y la marca de “Navy Cut” en su superficie, además mascaba el chicle con un estilo muy peliculero.

A través del teléfono me preguntó si me gustaría ver un concierto de música de jazz en el Teatro Comedia. Le dije que sí, desde luego, pero, siempre había un pero: que no sabía si mis padres me dejarían ir.

No había salido nunca de noche y jamás se me ocurriría pedirles a mis padres una cosa semejante. Me dijo que no preocupara, que lo solucionaba. Hablaría con mis padres, les diría que me vendría recoger para ver un concierto, y me devolvería antes de las doce de la noche, como si fuera una “cenicienta” en versión masculina.

Tenía unas entradas magníficas, y le sobraba una que se iba a perder. Había pensado en mí para ocuparla.

Así lo hizo. No sé cómo, ni de qué manera, pero mis padres no pusieron impedimento alguno, antes al contrario aplaudieron, mentalmente, que me cultivara con algo tan serio como la música, en vez de perder el tiempo leyendo novelas del “Far-West”, o escuchando aquellos seriales radiofónicos de detectives de tres al cuarto que, según ellos, robaban mi tiempo al descanso para volver al colegio con renovados bríos.

A las diez de la noche, tomé asiento en la platea del teatro tras sufrir un interrogatorio sobre mi edad a la entrada al mismo por parte de un policía.


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En aquellos tiempos del franquismo más auténtico, los eventos deportivos, cinematográficos, teatrales o taurinos eran controlados por la policía, “los grises”, como eran conocidos de forma coloquial, que vigilaban que no se transgrediera el orden público y las buenas costumbres a la entrada de los espectáculos.

Le asombró que un jovenzuelo imberbe asistiera a un espectáculo nocturno.

Mi primo, un hombre viajado y con recursos, inventó una historia que hoy día recuerdo divertida. Le contó al extrañado funcionario policial que yo era uno de los alumnos más aventajados de Conservatorio Municipal de Música de Barcelona, y que mi asistencia, más que una distracción, era una clase práctica sobre la música de jazz, y que de aquel concierto tenía que hacer un trabajo que debería presentar al Conservatorio. El policía me miró con cierta simpatía, y murmuró escéptico mientras nos franqueaba el paso: “chaval, pocas cosas aprenderás de una tribu de negros” .

El teatro estaba lleno hasta los topes y mi mirada recorría el espacio en todas direcciones, observando con la curiosidad, propia de la edad, aquel mundo de la noche.

Y de repente se apagaron las luces y un foco potentísimo que surgió a mi espalda iluminó con una esfera de luz las rojas cortinas del escenario, mientras el lamento desgarrado de un saxofón inundó el teatro con una sonoridad que me estremeció. Era un lamento, un dulce lamento que se prolongó unos segundos mientras las cortinas se abrían lentamente dejando ver a un músico delgado, bajito y negro como el carbón, al que le acompañaban otros tres tocando el piano, un contrabajo y una batería.

Me quedé pegado a la silla, embobado como si hubiera visto un milagro. Era una música que me atrapó, me transportó a lugares misteriosos en los que veía a detectives, tipos cejijuntos y mal encarados, con una metralleta Thompson en las manos, apostados tras una esquina, iguales a los que había oído relatar en los seriales radiofónicos muchas noches en mi casa.

Pero aquella música era otra cosa, no me daba miedo, me hacía soñar y mucho.

Empezaba a gustarme aquello que se llamaba jazz.

Fue mi viaje iniciático, y el oficiante de este bautismo tenía un nombre que me sonaba a un brandy que tomaba mi padre los domingos después del café, antes de ir al fútbol: “González Byas”.


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El nombre del músico era Don Byas, y “Laura” el nombre de la primera pieza que me sonó a lamento.

FIN.




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Alejandro Pales Argullós para ZDJ , 2014.


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