Soñaba con volar, ir de un lado a otro, conociendo lugares desconocidos, visitando tierras extrañas, dejando amigos a los que siempre prometía volver; ese era su sueño, apenas empezó a soñar, apenas creció, el sueño se presentaba cuando cerraba los ojos y entonces empezaba su viaje y era totalmente feliz.
Pero Mario, que así se llamaba, no quería volar como las aves o las libélulas, no quería ser gaviota, águila, pato o mariposa monarca que atraviesa el océano para llegar a lugares lejanos. Él quería volar en una florecita, en un diente de león; viajando al vaivén del viento, junto a las nubes en la más absoluta libertad. Él se colgaría en una hermosa flor con forma de paraguas, una tan diminuta que al más leve rumor de la brisa, el viento la llevaría a los lugares mágicos de sus sueños.
Quería ir en un diente de león, volando; viajando, lejos, muy lejos, en un vuelo que obedece un designio de aventura benévola, donde en cada viaje se tiene un final feliz. Tenía un plan trazado, pronto tendría la oportunidad de hacerlo. Se acercaba el verano y había descubierto un gran campo de dientes de león. Allí esperaría la briza que lo llevaría lejos, el viento viajero que cogería un diente de león entre sus manos de aire y lo llevaría a su lado, para que lo tomara y remontara el vuelo deseado. Así sería para siempre, nunca se cansaría de volar, de viajar eternamente conociendo mundos y maravillas que lo ilustrarían. Nunca comería ni bebería agua, solo sorbos de néctar que lo harían cada día más liviano y más parte del diente de león; hasta que un día ya no fuera una carga, sólo una brizna ligera como siempre lo había deseado.El día escogido, la tarde de su viaje, el viento soplaba suavemente, él supo que era lo suficientemente fuerte para elevarlo a las alturas. Corrió al campo de dientes de león, el espectáculo lo colmó de contento y esperanza, el viento barría las florecillas, levantando una maravillosa nube de dientes de león que sobrevolaban el acantilado; él fue tras una flor inmensa, tenía todo trazado, perfectamente calculado; al llegar al borde del acantilado, un inmenso precipicio, lugar donde los dientes de león eran empujados por un chorro de aire ascendente; en ese preciso momento el saltaría y cogería el gran diente de león que lo llevaría en su vuelo sin regreso.