Revista Cultura y Ocio

El odio

Por Calvodemora
El odio
                                                          Fotografía: Europa Press
Lo único puro es el cielo: lo demás es caos, es odio y es sangre. Las ruinas de abajo, las de la ciudad devastada, no deberían tocarse nunca. Cuando haya paz se debería acordonar la zona demolida y dejar que sea pasto del tiempo y los drones registren cómo crece la hierba y empiezan a izarse los primeros árboles. Que nadie entre, pero que todos la miren. Que sea la evidencia de la maldad de los hombres. Que ilustre a los que vengan sobre lo perturbados que estaban quienes dispararon las bombas y la hicieron polvo. Es el polvo lo que quedará al final, en un final hipotético. No hay nada que añadir. Da una tristeza muy honda. Sin entrar en quiénes son los buenos y quiénes los malos, la guerra es un negocio en el que nunca gana nadie. Pierden las ciudades. La de Alepo es la ciudad de la vergüenza. No hay quien sostenga un solo argumento que justifique ese holocausto. La misma palabra holocausto, en su firmeza fonética, carece de justificaciones. Hay palabras que no deberían haberse inventado nunca. Holocausto, hecatombe, hambruna, horror. Es curioso que todas lleven hache, que es muda. No ha dejado de haber conflictos en los que han ido cayendo ciudades. Vistas cuando la población se ha marchado, observadas fríamente, parecen un escenario cinematográfico. La propia guerra, sin fijarse en su parte verídica, es una especie de representación teatral. Lo malo de que la ficción lo impregne todo es que no sabemos mirar la realidad con el respeto que merece. A todo le asignamos una cuota de simulacro. Alepo es la ciudad del lejano oriente en la que todo el mundo está jodido o está muerto. Parece una de esas frases con las que se abren las novelas fuertes, las duras, las que, conforme se leen, se cuestiona el estado del bienestar y la paz con la que conciliamos el sueño cada noche. No sé muy bien qué sentido tiene hablar de ciudades muertas. Porque hablar de los muertos es una costumbre antigua. Hoy miramos la ciudad. Nos fijamos en los agujeros que han dejado los bárbaros en las casas. No han podido barrerla del todo, reducirla a cenizas, como quien dice. No hemos aprendido nada en todos estos milenios de convivencia. Estamos peor que al principio. Entonces, cuando todo comenzó, no había saña. Entonces, en los primeros tiempos, no existía el odio. Ahora el odio avanza como la peste. Gana adeptos, se curte en las batallas, escribe su discurso, se cree legítimo, pero es odio, puro y visceral odio, el odio que no se para cuando se ha cobrado la pieza y sigue arañando y dando bocados.

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