Revista Cuba

El peligro de la costumbre

Publicado el 14 marzo 2016 por Yusnaby Pérez @yusnaby
Il cielo

Cuando las cosas son extraordinarias parece que tienen más valor, el no encontrarlas fácilmente las hace únicas, y quien las vive o las posee –si es lo suficientemente sensible e inteligente– las atesora.

Charles Dickens dijo que el hombre es un animal de costumbres –parece que no hace falta demasiado para demostrar que tenía razón–.  Es muy sencillo acostumbrarse a las cosas buenas… Y a las malas.  Pasa en todo, por ejemplo en las relaciones algunos se habitúan a las múltiples manifestaciones de amor hasta el punto de asumirlas como “normales” y en consecuencia dejar de valorarlas por lo que realmente representan: la belleza infinita del amor, un amor que con el tiempo pasa desapercibido pero que deja un enorme vacío cuando se va. No es hasta el momento de la ausencia cuando aparece la profunda sensación de pérdida con el famoso “nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde” abofeteando de realidad al menosprecio por costumbre.

En los lugares hermosos se distinguen perfectamente a los locales de los visitantes porque mientras los últimos caminan hipnotizados por la magnificencia que los circunda, los primeros a través de la inercia la han interiorizado tanto que incluso se sienten parte de ella. La costumbre es muy amiga de la vanidad y ya sabemos que la vanidad no es de fiar.

Es lamentable ver cómo la rutina día a día mata la capacidad de asombro: los amores profundos e inmensos pasan a ser amores sin más, las maravillas son solamente un elemento con el cual sentirse superior al resto sin siquiera saber qué las llevo a ser tales, cómo surgieron, cómo es que siguen donde están. El beso de los buenos días pasa a ser un simple hola, una mirada, o a veces ni lo uno ni lo otro.  Se cree entonces que eso que es nuestro lo es porque sí y que no es necesario hacer nada para darle un nuevo sentido e intentar merecerlo cada mañana.

Hasta aquí esto no es más que una modesta reflexión sobre el amor verdadero y el valor que le damos o no según se haya extendido en nuestro interior el virus de la vanidad. Sin embargo, hay una parte mucho más peligrosa, mucho más preocupante y dolorosa por lo que significa para muchos. Esa parte de nuestra vida que no apreciamos porque somos incapaces de imaginar que millones de personas viven sin eso que forma parte de nuestros días.

Para cualquiera puede ser un drama haberse quedado un día sin agua caliente en casa, pero no es capaz de pensar que muchos se levantan a toda prisa con el fin de aprovechar lo poquito que sale de sus grifos para tirar de la cadena, recoger un poco de reserva, ducharse pegado a las paredes casi rezando para no quedarse enjabonados, hervir lo que servirá para poder beber o cocinar durante el tiempo no determinado que pasarán sin correr otra vez por toda la casa como si de un concurso se tratara. Casi sin notarlo los que un día se quejaban por un problema técnico se ven obligados a acostumbrarse a lidiar con la miseria. Recordar cuándo fue la última vez que fueron al supermercado sin tener que identificarse ni someterse a los caprichos de corruptos incompetentes que les han transformado en peregrinos del hambre, se ha convertido en una oda a la nostalgia. Dar las gracias por seguir vivo después de un atraco o un secuestro es práctica habitual en una población torturada por la delincuencia común, la organizada y la institucional hasta que el hastío se apodera de gente que lleva años vejada en los aspectos fundamentales de su vida al tiempo que observa con impotencia la impunidad que reina en las calles haciendo surgir lo peor de la raza humana: el ojo por ojo.

Cada vez son más los hechos en los que la población decide hacer justicia por su propia mano. Hace unos días un delincuente fue quemado vivo ante la mirada indiferente de algunos y la cámara sádica de otros. Es cierto que se trata de individuos que llevan varios muertos a cuestas, que no son precisamente muchachitos inocentes que regresaban del colegio ni mucho menos, pero la forma de vida de esos sujetos no cambia el hecho: personas de bien están degenerando en asesinos, se están desnaturalizando al menospreciar la vida tanto como los indecentes a los que ajustician.

Es probable que la enajenación que produce el agudo dolor por la pérdida de un ser querido en manos de la delincuencia que acosa a Venezuela haya engendrado la necesidad de convertirse en una especie de “hombre de la etiqueta” que hace justicia en nombre de propios y extraños. Pero más allá del mal pensamiento el país no puede volverse esa tierra de nadie donde los asuntos se resuelvan por una ley del talión que nos deje a todos tuertos y desdentados. Ya es demasiada la barbarie que vivimos cosecha de la más que incontenible, alcahueteada delincuencia, como para también convertirnos en seres de la misma calaña sin el menor respeto por la vida y con un sadismo tal que nos lleve a disfrutar al ver cómo se lamenta un ser humano mientras el fuego lo consume.

No se trata de levantar las manos para dejarnos abusar una y otra vez –aunque ante un arma de fuego y ahora también una granada es mejor no hacerse el héroe– pero si la ocasión lo permite, con reducir al delincuente es suficiente. NO PODEMOS CONVERTIRNOS EN ASESINOS, no podemos permitir que además de saquear el país, contaminar nuestra naturaleza, destruir el sistema productivo, separar nuestras familias, descomponer las instituciones, destrozar las universidades, humillarnos hasta la mendicidad, amenazarnos o directamente matarnos uno a uno, también destruyan lo mejor que tenemos no sólo como venezolanos sino como seres humanos: la compasión.

Tenemos que luchar por mantener viva nuestra capacidad de maravillarnos por las cosas que nos ofrece la vida. Que la belleza no nos parezca normal, que el amor siempre nos sorprenda, pero sobre todo no nos acostumbremos a la barbarie, no seamos aliados de la muerte. Ya hemos tenido demasiado, no nos hagamos esto.

Foto: Gaínza


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