Revista Opinión

El poder envejece, se envilece y pierde toda toda grandeza

Publicado el 12 abril 2017 por Franky
El mundo no mejora en este siglo XX porque los poderosos y los políticos lo impiden. Dijeron que construirían un mundo nuevo y mejor, que no repitiera los viejos dramas y vicios, pero avanzan por la misma senda. Los políticos son un fracaso y nos arrastran hacia el drama. Impuestos abusivos, cobrados en contra de la voluntad popular, decisiones no compartidas por los ciudadanos, deterioro de la política, abuso de poder, ataques a pueblos indefensos, matanzas, desigualdad, desprotección de los débiles, leyes a medida de los poderosos, marginación de los ciudadanos... son los vicios y los dramas de siempre, que siguen vigentes en nuestro mundo actual, como si viviéramos en el siglo XIX. La sensación de que nada ha cambiado y que el mundo sigue avanzando por la senda del desastre empieza a dominar el panorama de este siglo XXI que muchos consideraban como el siglo de la paz y la concordia, cuando se está convirtiendo en un duro escenario de lucha eterna entre el bien y el mal, entre los que quieren acaparar todo el poder y el dinero y los que luchan por un mundo mejor. --- El poder envejece, se envilece y pierde toda toda grandeza En apariencia, el mundo ha cambiado profundamente, pero quizás ese cambio sólo sea un espejismo y todo siga igual. Estamos en el siglo de las comunicaciones y de la interacción entre los humanos, pero los políticos siguen gestionando el poder como lo hacían cuando ni siquiera existía el teléfono. El siglo XX fue el siglo del Estado y de los políticos y constituyó una experiencia terrible de opresión, violencia y muerte, pero el XX, que prometía ser el siglo de los ciudadanos, conserva los mismos vicios y dramas porque los opresores se resisten a ceder el control del mundo. Aquellas experiencias terribles del siglo XX, con estados poderosos que imponían su voluntad asesinando ciudadanos y promoviendo guerras mundiales y exterminios étnicos y culturales no pueden repetirse, pero los políticos parecen no haber aprendido la lección y siguen repitiendo los mismos vicios y abusos que convirtieron el siglo XX en un infierno.

El único cambio importante que se detecta es que los ciudadanos no quieren seguir aplastados por el Estado y quieren ser escuchados e influir en su propio destino, quieran o no quieran los poderosos, por las buenas o por las malas.

El siglo XXI está siendo testigo del nacimiento de una fuerza de rebeldía ciudadana contra los aprovechados, mediocres y sinvergüenzas que acaparan el poder. El ser humano cree que no debe delegar su voluntad política en mediocres y corruptos, pero estaría dispuesto a delegarla en personas inteligentes, honradas y capaces, siempre que se dieran las condiciones adecuadas, nunca en idiotas elevados hasta el gobierno por partidos políticos que no son otra cosa que grandes falanges organizadas, donde muchos mediocres, egoístas y sinvergüenzas hacen carrera y se tornan importantes, en contra de las leyes de la misma naturaleza.

Las condiciones que exigen la verdadera democracia y el ciudadano para delegar su voluntad política es que el poder esté eficazmente limitado, vigilado y controlado y que los que gobiernan puedan ser revocados cuando su labor sea dañina para el bien común. Los políticos podrán gobernar en nombre del pueblo, pero deberán hacerlo con sus poderes limitados, bajo vigilancia y sometidos a controles estrictos y necesitados de permanente consenso.

Cada día son más los ciudadanos que creen que la única forma de obtener legitimidad en el mundo actual es consiguiendo el consenso popular y que los poderosos se han extralimitado y merecen un castigo por imponer su voluntad a la ciudadanía. Nuevas reglas deben adquirir vigencia en la política moderna, en la que si ese consenso no existe y si, por el contrario, grandes sectores de la población están en contra de un gobierno, aunque éste haya sido elegido por cuatro o cinco años, ese gobierno debe dimitir y convocar elecciones porque al haber perdido el apoyo de las mayorías, carece de legitimidad para gobernar.

La democracia en estos tiempos pretende sostenerse sobre dos pilares: el primero es la necesidad de contar con los ciudadanos y con el consenso permanente y el segundo es que las leyes y normas deben reformarse para que la democracia sea inviolable y los políticos y sus partidos no puedan pervertirla y degradarla, como han hecho hasta ahora con demasiada frecuencia y facilidad.

Estas son las esencias de la nueva democracia en el siglo XXI: gobiernos que necesitan de la adhesión ciudadana continua y que si la pierden, deben abandonar el poder, además de un sistema inviolable para que queden garantizadas la participación ciudadana en las decisiones, la igualdad ante la ley, el control de los políticos y de sus partidos, mayores exigencias a los representantes y cargos públicos y una envoltura ética que cobra todo lo público.

Nunca como ahora fue cierta aquella sentencia de Rousseau en el "Contrato Social": "La soberanía, al no ser otra cosa que el ejercicio de la voluntad general, nunca puede ser delegada". Los ciudadanos y no los esclavos tendrán cabida en este siglo porque la política es demasiado importante para que la gestionen los políticos. El ciudadano será vigilante, responsable, cumplidor, exigente y participativo, sin renunciar nunca a la capacidad de retirar su apoyo a los que en su nombre gobiernan, lo que hará que los sátrapas y rufianes dejen de tener sitio en la política, una tarea que volverá a ser noble y cargada de prestigio porque estará al servicio del bien común y no como ahora, que sirve muchas veces a los intereses más oscuros, sucios y detestables.

Grandes vicios del poder que se han hecho endémicos, como la corrupción, el abuso de poder, la arbitrariedad y la arrogancia deben desaparecer. Los políticos tendrán que habituarse al consenso, por las buenas o por las malas. Esa forma de gobernar como si se tuviera un cheque en blanco en el bolsillo, sin jamás tener en cuenta la voluntad popular, hoy vigente por desgracia en muchas naciones, pronto será considerada delito. El mundo debe avanzar hacia el bien común, no como ocurre en el presente, donde retrocede hacia la opresión y el abuso, empujado por los grandes culpables y promotores del retroceso y el mal, que son esos partidos políticos que anteponen siempre sus propios intereses al interés general y que viven y alimentan su poder con la corrupción y los privilegios.

Francisco Rubiales


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